La Nochebuena en la que mi marido me cambió por una de 28… y terminé dirigiendo un imperio solidario
Claudia nunca imaginó que la Nochebuena de 2024 sería el principio del fin de la vida que había construido durante casi tres décadas. La casa olía a bacalao y romeritos, el árbol parpadeaba en la sala y en la televisión sonaba un villancico antiguo que siempre la hacía llorar un poco de nostalgia. Había puesto la mesa con el mantel rojo de cada año, las copas de cristal que solo sacaba en ocasiones especiales y el nacimiento que Rogelio insistía en colocar junto a la ventana, aunque últimamente él se limitaba a mirar el teléfono mientras ella decoraba.
Esa noche, sin embargo, había algo distinto en el aire. Rogelio estaba demasiado callado, demasiado serio. No hacía chistes malos, no la molestaba con que había cocinado demasiado. Solo movía los cubiertos, sin probar bocado.
—¿Te sientes bien? —preguntó Claudia, secándose las manos en el delantal—. Si no quieres cenar ahora podemos esperar a que llamen los niños. Andrea dijo que iba a conectarse desde Madrid, ¿te acuerdas?
Rogelio levantó la vista, y en sus ojos había una mezcla extraña de cansancio y determinación. Tomó aire, como si fuera a sumergirse en agua helada.
—Claudia, tenemos que hablar.
Ella sintió un latigazo en el estómago. Esas cuatro palabras, tan simples, nunca presagiaban nada bueno. Se sentó frente a él, tratando de sonreír.
—Pues habla, que se enfrían los romeritos.
—No… no puedo seguir fingiendo —dijo él, dejando el tenedor a un lado—. No he sido feliz en mucho tiempo.
Claudia parpadeó, sin entender.
—¿Fingiendo qué, Rogelio? ¿Que te gusta la cena? Si no te gusta me lo dices y ya, no tienes que dramatizar…
Él negó con la cabeza.
—No. Fingiendo que todo está bien entre nosotros. Fingiendo que esto… —señaló con la mano la casa, la mesa, el árbol— sigue siendo suficiente.
El silencio cayó pesado, como una manta mojada. De fondo, en la televisión, un coro cantaba “Noche de paz” mientras el mundo de Claudia se quebraba en silencio.
—¿De qué estás hablando? —su voz se volvió frágil, casi un susurro.
Rogelio tragó saliva.
—Conocí a alguien, Claudia.
El ruido de la televisión desapareció para ella. Solo escuchó el zumbido en sus oídos.
—¿Alguien? —repitió, con un hilo de voz—. ¿Qué significa “alguien”?
—Otra mujer —continuó él, sin mirarla a los ojos—. Se llama Valeria. Tiene 28 años.
La palabra “28” se le clavó como un cuchillo. Claudia pensó automáticamente en sus propias manos con arrugas, en las canas que había dejado de teñirse por flojera, en las ojeras que no se quitaban con ninguna crema.
—Veintiocho —repitió, con una risa incrédula—. Veintiocho años… Exactamente los años que llevamos casados. Qué poética tu crisis de la mediana edad, Rogelio.
Él quiso decir algo, pero ella levantó la mano para callarlo. Sentía que si lo dejaba seguir, se desmoronaría.
—¿Desde cuándo? —preguntó, mordiéndose el labio para no llorar.
—Hace casi un año —admitió él—. Intenté terminarlo varias veces, pero… no pude. Y no es justo seguir contigo, así. No es justo para ti ni para mí.
—¿No es justo? —esta vez sí soltó una carcajada amarga—. ¡No es justo, dice! ¿Sabes qué no fue justo, Rogelio? Que yo te cuidara cuando te dio COVID y estabas casi sin respirar. Que trabajara turnos dobles en el hospital para que no nos faltara nada. Que vendiera las joyas de mi madre para ayudar a pagar la universidad de Andrea. ¡Eso no fue justo!
Las lágrimas empezaron a resbalarle, calientes, incontrolables.
En ese momento, el celular de Claudia vibró sobre la mesa. Era una videollamada de Andrea. Los dos miraron la pantalla, donde aparecía el rostro sonriente de su hija con un gorro de Santa Claus, antes de que Claudia lo volteara boca abajo con brusquedad.
—No voy a arruinarle la Navidad a mi hija —dijo entre dientes—. Pero tú ya arruinaste la mía.
Rogelio se levantó de la silla.
—Me voy a ir unos días con Valeria. Luego… hablamos de la casa, de los papeles.
Claudia lo miró recoger una maleta que ya estaba lista detrás del sofá. Eso le dolió todavía más: lo había planeado. Ni siquiera le dio tiempo de reaccionar.
—¿La Nochebuena? —murmuró—. ¿Tenías que hacerlo justo hoy?
Él titubeó.
—Si no lo hacía hoy, no lo hacía nunca. Lo siento, Claudia. De verdad lo siento.
Cuando la puerta se cerró, el silencio fue tan absoluto que Claudia sintió que se quedaba sorda. Dejó que las lágrimas corrieran sin control, hasta que la pantalla del celular volvió a parpadear. Esta vez, contestó.
—¡Mami! —la voz de Andrea sonó alegre primero, pero al ver el rostro hinchado de su madre se borró la sonrisa—. ¿Qué pasó?
Claudia tragó saliva, mirando de reojo la silla vacía de Rogelio.
—Nada, hija… se fue la luz un rato y me asusté, pero ya estoy bien. ¿Cómo va todo por allá?
Andrea frunció el ceño, sospechando, pero no insistió. Hablaron de cosas superficiales un rato, hasta que colgaron. Al terminar la llamada, Claudia sintió de golpe el peso de la soledad.
Sin saber muy bien por qué, se puso un abrigo, tomó sus llaves y salió a la calle. Necesitaba aire. Necesitaba no ver esa mesa puesta para dos con una sola persona comiendo entre lágrimas.
La noche en la ciudad era fría y húmeda. Las luces navideñas parpadeaban en los balcones, las familias se reían detrás de las ventanas y algunos cohetes tronaban a lo lejos. Claudia caminó sin rumbo, abrazándose a sí misma. El parque a unas cuadras de su casa estaba casi vacío, salvo por un par de adolescentes besándose en una banca y un hombre sentado en el césped, encorvado, con los pies descalzos sobre el pasto helado.
Algo en aquella imagen la sacudió. El hombre vestía un suéter sucio, un pantalón demasiado grande y tenía los pies morados por el frío.
—Dios mío… —murmuró Claudia, acercándose—. Señor, ¿está bien?
Él levantó la mirada. Tenía barba de varios días, el cabello revuelto y unos ojos oscuros que, a pesar de todo, conservaban un brillo extraño.
—He tenido mejores noches —dijo con una media sonrisa—, pero supongo que también peores.
Claudia miró sus pies.
—Se le van a caer los dedos del frío, hombre.
—No es la primera vez que los siento así —respondió él—. Y seguro no será la última.
El tono resignado le hizo un nudo en la garganta. Sin pensarlo demasiado, se apoyó en un árbol, se quitó las botas de invierno —nuevas, las había comprado con su aguinaldo apenas una semana antes— y se las extendió.
—Tenga.
El hombre alzó las cejas.
—No, señora, así cómo cree. Usted las necesita más que yo.
—Soy enfermera jubilada —dijo ella con firmeza—. Si algo sé, es lo que puede pasar con los pies congelados. Póntelas.
Él la miró un segundo más, como si estuviera evaluando algo que ella no podía ver, y al final aceptó. Se puso las botas con movimientos torpes.
—Le quedan un poco grandes, pero… mejor que nada —bromeó ella, tratando de aligerar.
—Me quedan perfectas —corrigió él—. Nadie había hecho algo así por mí en mucho tiempo.
—Es Nochebuena —respondió Claudia—. No deberíamos pasarla solos ni descalzos.
Él la observó con curiosidad.
—¿Y usted por qué está sola? No tiene pinta de estar acostumbrada a caminar por parques en Navidad.
Claudia dudó, pero al final soltó una risa triste.
—Mi marido se fue con una de veintiocho, imagínese. Y yo aquí, regalando las botas que me compré con el aguinaldo. Creo que soy la versión humana de un chiste malo.
El hombre sonrió, pero en sus ojos apareció una sombra de empatía.
—Él perdió más de lo que cree.
—No lo sé —replicó Claudia, encogiéndose de hombros—. A lo mejor ganó dos piernas más jóvenes.
—La juventud se acaba. La bondad no —dijo él, y su voz sonó de pronto muy seria—. Créame, lo sé por experiencia.
—¿Cómo se llama? —preguntó ella.
—Alejandro —respondió—. Solo Alejandro.
Se quedaron un momento en silencio, escuchando los cohetes lejanos y los ladridos de un perro. Antes de despedirse, Alejandro metió la mano en el bolsillo de su suéter y sacó una pequeña moneda de plata, vieja pero reluciente.
—No tengo nada más que darle —dijo—. Pero esto… es importante para mí. Quiero que la tenga usted.
—No, no hace falta —protestó Claudia—. De verdad, no…
—Insisto —dijo él, y sus ojos brillaron con una determinación tranquila—. Piénselo como un recordatorio de que, incluso cuando uno se queda sin zapatos, todavía puede dar algo valioso.
Claudia aceptó la moneda, sintiendo el metal frío en su palma.
—Feliz Navidad, Alejandro.
—Feliz Navidad, Claudia —respondió él, pronunciando su nombre como si lo hubiera sabido desde siempre.
Volvió a casa con los pies congelados pero el corazón un poco más tibio. No tenía esposo, no tenía Nochebuena en familia, pero había ayudado a alguien. Y eso, por absurdo que pareciera, le daba una minúscula chispa de sentido.
Dos días después, cuando aún intentaba aprender a vivir con el eco de la casa vacía, el timbre sonó con una urgencia que la sobresaltó. Claudia dejó el plato que estaba lavando y se asomó por la ventana. Lo que vio la dejó sin aliento: una flota de camionetas blindadas negras, con choferes de traje y lentes oscuros, estacionadas frente a su casa.
La vecina, Lucía, ya estaba asomada desde su puerta, con la bata mal abrochada y los rulos enredados.
—¡Claudia! —susurró a gritos—. ¿Qué hiciste, mujer? ¿Te metiste con el narco?
—¡Cállate, Lucía! —respondió Claudia, aunque ella misma sentía cómo se le helaba la sangre.
Uno de los hombres de traje se acercó a su puerta y tocó de nuevo, esta vez con más suavidad.
—¿Señora Claudia Ramírez?
Ella dudó.
—¿Quién la busca?
—El señor Alejandro Mondragón desea hablar con usted.
El nombre le sonó vagamente, pero no supo de dónde. Abrió la puerta solo un poco, con la cadena puesta, lista para cerrarla.
El hombre se hizo a un lado, y detrás de él apareció alguien que Claudia apenas reconoció. Era Alejandro, pero ya no era el hombre descalzo del parque. Llevaba un traje impecable, el cabello bien peinado, la barba recortada y un reloj que probablemente valía más que su coche. Los ojos, sin embargo, eran los mismos.
—Buenos días, Claudia —dijo él, con una sonrisa tranquila—. ¿Podemos hablar?
Claudia lo miró, luego miró las camionetas, luego a Lucía, que hacía como que barría pero no apartaba la vista. Resopló, resignada, y abrió la puerta por completo.
—Si vienen a venderme algo, le aviso de una vez que soy pensionada y mi aguinaldo se fue en unas botas que ya no tengo.
Alejandro rió.
—No, no venimos a venderle nada. Más bien… a ofrecerle algo.
Se sentaron en la sala. Alejandro rechazó el café pero tomó un vaso de agua. Los hombres de traje permanecieron discretos en la banqueta, intimidando a todo el vecindario.
—Supongo que me debe una explicación —dijo Claudia, cruzándose de brazos—. La última vez que lo vi, parecía que no tenía ni para unos calcetines.
—Y no los tenía —respondió él—. Pero eso fue por decisión propia.
Se acomodó en el sillón y la miró a los ojos.
—Mi nombre completo es Alejandro Mondragón. Soy el presidente del Grupo Mondragón.
Claudia lo miró sin reaccionar.
—¿Y eso qué es? ¿Un equipo de fútbol?
Él sonrió.
—No. Es un conglomerado de empresas. Bancos, constructoras, cadenas de supermercados…
Lucía, que se había colado a media conversación con el pretexto de devolverle un tupper, se tapó la boca.
—¡Ay, mana! ¡Es ese que sale en las noticias! El del avión privado, el de la corrida de… —se interrumpió, recordando que fingía no estar escuchando—. Bueno, ya me voy, eh. Si necesitas azúcar, chiflas.
Claudia la fulminó con la mirada hasta que se fue. Luego volvió la vista a Alejandro.
—Entonces… ¿qué hacía descalzo en el parque?
Alejandro bajó la mirada un instante.
—Hace seis meses mi esposa murió en un accidente de coche. Desde entonces, mucha gente se me acercó, pero nadie por mí. Todos querían algo: contratos, donaciones, favores. Me sentía rodeado, pero solo.
Se quedó en silencio unos segundos antes de continuar.
—Una noche, agotado de todo, decidí hacer una locura. Me vestí con ropa vieja, sin zapatos, sin escoltas visibles, y salí a caminar por la ciudad. Quería ver si todavía existía la bondad; si alguien se detendría a ayudar a un desconocido que no podía ofrecer nada a cambio.
Le sostuvo la mirada.
—Esa noche, quien se detuvo fue usted. La única en semanas.
Claudia sintió que se le apretaba la garganta.
—Yo solo… no podía dejarlo ahí.
—Precisamente por eso —dijo Alejandro—. Porque no esperaba nada.
Sacó algo de su portafolio y se lo extendió: una carpeta con el logotipo de la Fundación Mondragón.
—Tengo una fundación que se supone que ayuda a la gente en situación de vulnerabilidad. Digo “se supone” porque últimamente se había convertido en solo un brazo más de relaciones públicas. Eventos bonitos, fotos, discursos… pero poca realidad. Necesito a alguien que sepa lo que es cuidar a otros, que tenga empatía de verdad. Alguien como usted.
Claudia abrió la carpeta. Dentro había un contrato. Leyó en voz alta, con incredulidad:
—“Puesto: directora ejecutiva de la Fundación Mondragón. Salario mensual: 200,000 pesos”.
Levantó la vista, boquiabierta.
—¿Esto es una broma?
—No —respondió Alejandro, muy serio—. Sé que suena absurdo. Pero tengo recursos, tengo estructura, tengo gente. Lo que no tengo es un corazón como el suyo dirigiendo las cosas. Yo pondré el dinero. Usted pondrá la sensibilidad y la experiencia.
Claudia empezó a reír, nerviosa.
—Señor Mondragón, yo soy una enfermera jubilada. Sé poner inyecciones, tomar la presión, regañar a pacientes tercos… pero no sé nada de dirigir fundaciones.
—Se aprende —dijo él—. Nadie nace director. Tendrá un equipo que la apoye. Yo estaré cerca. Solo necesito que sea honesta, que no se acostumbre a mirar hacia otro lado.
Claudia bajó la vista al contrato. Dos días antes, su marido se había ido con una mujer veinteañera, dejándola con una pensión modesta y un futuro borroso. Ahora, un millonario descalzo convertido en magnate vestido de diseñador le ofrecía un salario que jamás había soñado.
—¿Y qué gano yo además del salario? —preguntó, medio en broma, medio en serio.
—Una segunda oportunidad —respondió él, mirándola con una calidez que la desarmó—. Y la posibilidad de dárselas también a otros.
Esa noche, después de hablar por teléfono con Andrea —a quien solo le dijo que había surgido “un trabajo raro pero interesante”—, Claudia firmó el contrato. Lo hizo con las manos temblorosas, consciente de que estaba cruzando una puerta que nunca habría imaginado que se abriría para ella.
Los primeros días en la fundación fueron un torbellino. La oficina estaba en el piso 27 de un edificio de cristal en Reforma. Claudia se sentía fuera de lugar entre jóvenes con laptops y café de especialidad. Su asistente, una muchacha eficiente de cabello rosa llamada Karina, le explicó los proyectos, los informes, las métricas.
—No entiendo por qué hay tantas gráficas y tan pocas personas en estas fotos —comentó Claudia, hojeando una presentación—. ¿Dónde están los que se supone que ayudamos?
Karina la miró, sorprendida.
—Pues… casi todo lo hacemos a través de intermediarios. ONG, asociaciones, gobiernos locales…
—Eso está bien —dijo Claudia—, pero también quiero verlos. Oler las calles donde viven, escuchar lo que necesitan. Si no, ¿cómo sabemos que no solo estamos apagando incendios para salir bien en la foto?
Karina sonrió torcidamente.
—Me cae que Alejandro tenía razón con usted.
—¿Eso dijo? —preguntó Claudia, ruborizándose sin motivo.
—Más o menos —respondió la joven—. Dijo que usted le devolvió la fe en la humanidad. Algo así.
A partir de ahí, Claudia empezó a visitar albergues, comedores comunitarios y colonias olvidadas. Aprendió nombres, historias, miedos. Conoció a Don Chema, un exmúsico callejero que dormía bajo un puente; a Lili, una adolescente embarazada que había sido echada de su casa; a un grupo de hombres que hacían fila para un plato de sopa con los pies tan maltratados como los de Alejandro aquella noche.
Fue en uno de esos recorridos, en Iztapalapa, donde la idea empezó a tomar forma.
—Esto no puede ser solo dar comida y ya —dijo Claudia, de regreso en la camioneta—. Esta gente necesita un lugar donde recuperar la dignidad, no solo llenar el estómago.
Alejandro, que la acompañaba ese día, la miró con interés.
—¿Qué tienes en mente?
—Un centro comunitario —respondió ella, con los ojos encendidos—. Con duchas, ropa limpia, atención médica básica, talleres, asesoría legal. Un lugar donde la gente pueda entrar rota y salir, al menos, con la sensación de que todavía valen algo.
—Nombre —pidió él, tomando su libreta.
Claudia lo pensó un momento y luego sonrió.
—“Segundas Oportunidades”.
Alejandro escribió las palabras con cuidado.
—Me gusta. Preséntame un proyecto. Con números, cronograma, todo eso que ahora ya sabes manejar mejor que yo.
—Eso sí que no —rió ella—. Para eso tengo a Karina.
Mientras Claudia construía un nuevo mundo, el de Rogelio se desmoronaba poco a poco. Al principio, la vida con Valeria fue un torbellino de pasión y selfies. Ella subía fotos a Instagram de cenas caras, viajes cortos, regalos. “Mi amorcito”, escribía, etiquetándolo. Rogelio se sentía rejuvenecido, halagado.
Pero pronto llegó la realidad: la separación con Claudia implicaba dividir bienes, pagar abogados, enfrentar la mirada juzgona de amigos y familia. Andrea dejó de hablarle por semanas. Daniel, el hijo menor, ni siquiera le contestaba los mensajes. Valeria, por su parte, esperaba que su “novio maduro” tuviera el bolsillo siempre abierto.
—Amor, necesitamos un departamento más grande —decía Valeria, mirando catálogos en su celular—. Este se siente como jaula.
—Valeria, apenas estoy organizando lo de la casa con Claudia… no puedo…
—Ay, siempre es lo mismo con tu ex —se quejaba ella, haciendo un puchero—. Si tanto la quieres, vuelve con ella.
Poco a poco las discusiones se volvieron frecuentes. Una noche, mientras cenaban en un restaurante, la televisión del lugar mostró una nota sobre la Fundación Mondragón. La imagen pasó a Claudia, con un casco de obra, recorriendo un terreno en Iztapalapa junto a Alejandro.
“Claudia Ramírez, nueva directora ejecutiva de la Fundación Mondragón”, decía el cintillo.
Rogelio se atragantó con la bebida.
—¿Es… es Claudia? —murmuró, acercándose a la pantalla.
Valeria volteó a ver.
—¿La señora? Sí, supongo. ¿Quién es?
—Mi exesposa —respondió él, casi sin voz.
En la pantalla, Claudia sonreía a la cámara. Hablaba con seguridad de planes, de dignidad, de “Segundas Oportunidades”. El periodista mencionaba la cifra de inversión del proyecto y la importancia del liderazgo de Claudia.
Valeria silbó.
—Pues tu ex está mejor que nosotros, ¿eh? ¿Por qué no me dijiste que la señora se codeaba con millonarios?
Rogelio no respondió. Algo en su interior se quebró esa noche. Por primera vez, se preguntó si no había cometido el peor error de su vida.
Con el paso de los meses, Claudia empezó a cambiar. Ya no caminaba encorvada, ya no evitaba el espejo. Su agenda estaba llena de reuniones, visitas, entrevistas. Alejandro la consultaba, la escuchaba, la retaba. Entre ellos se fue construyendo una complicidad discreta, hecha de miradas y silencios compartidos.
Una tarde, mientras revisaban los últimos detalles de la inauguración del centro “Segundas Oportunidades”, Alejandro la llamó aparte.
—Quería darte esto —dijo, extendiéndole un pequeño marco de madera. Dentro, la moneda de plata que él le había dado aquella Nochebuena brillaba bajo el cristal—. Para tu casa.
Claudia parpadeó, conmovida.
—Pensé que era importante para ti.
—Lo es —respondió él—. Pero ahora también es tu historia. Esa moneda me recordó que todavía quedaban personas como tú en el mundo. Que no todo se compra. Ahora quiero que te recuerde algo a ti: que el día que parecías tenerlo todo perdido, en realidad empezaba tu segunda vida.
Claudia apretó los labios para no llorar.
—Gracias, Alejandro. Por la moneda… y por creer en mí cuando ni yo podía.
Él le sostuvo la mirada un momento más de lo habitual.
—No te equivoques, Claudia. No te regalé nada. Tú te ganaste cada paso de esto.
La inauguración del centro fue seis meses después de aquella Nochebuena. El 24 de junio, el sol caía fuerte sobre Iztapalapa, pero la explanada frente al nuevo edificio estaba llena de gente. Había globos, música, niños corriendo, periodistas tomando notas. Un mural en una de las paredes mostraba a una mujer descalza caminando hacia unas alas abiertas.
Claudia, con un traje sencillo pero elegante, miraba el lugar con orgullo. En su mente se amontonaban recuerdos: la mesa servida y vacía, los pies descalzos de Alejandro, la primera vez que pisó la oficina en el piso 27, las noches sin dormir revisando el proyecto.
—Directora, ya casi empezamos —le dijo Karina, ajustándole el micrófono—. No se me vaya a desmayar del susto, ¿eh?
—Después de sobrevivir a una infidelidad en Nochebuena, esto es pan comido —bromeó Claudia.
Cuando subió al estrado, el aplauso la tomó por sorpresa. Vio entre el público a Don Chema con una guitarra, a Lili con su bebé en brazos, a tantos rostros que ahora conocía por nombre. Y, de pronto, vio otro rostro. Uno que creía haber olvidado.
Rogelio estaba de pie hacia el fondo, con una camisa arrugada, los ojos vidriosos. La miraba como si no la hubiera visto nunca antes, como si intentara reconciliar mentalmente a la mujer que planchaba su ropa con la que ahora daba un discurso rodeada de cámaras.
El corazón de Claudia dio un vuelco, pero mantuvo la compostura.
—Hace seis meses —empezó, con la voz firme—, yo sentía que lo había perdido todo. Mi matrimonio, mi futuro, mis certezas. Caminé por un parque en Nochebuena con el corazón roto y los pies calientes dentro de unas botas nuevas. Esa noche, vi a un hombre descalzo, tiritando de frío. Mientras le daba mis botas, pensé que la vida me estaba quitando demasiado. Pero ahora entiendo algo: a veces la vida te quita los zapatos… para obligarte a aprender a volar.
El público se rió, y algunos aplaudieron. Claudia continuó:
—Este centro se llama “Segundas Oportunidades” porque todos las necesitamos. Yo la tuve gracias a un desconocido en un parque y a la posibilidad de trabajar por otros. Hoy quiero que cada persona que entre a este lugar sepa que su historia no termina en la calle. Que pueden volver a empezar. Que no son desechables.
Mientras hablaba, sus ojos se encontraron un segundo con los de Rogelio. Él bajó la mirada, avergonzado.
Después del corte de listón, las fotos y las entrevistas, Claudia se refugió un momento en un pasillo lateral para tomar aire. Fue ahí donde escuchó la voz que conocía demasiado bien.
—Claudia…
Se giró. Rogelio estaba ahí, sosteniendo un ramo de flores medio marchitas, como si las hubiera comprado con prisa en el primer puesto que encontró.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, sin frialdad pero sin dulzura.
—Te vi en la tele, hace unos meses —confesó él—. Quise venir antes, pero… me dio vergüenza. Hoy… solo quería verte.
Claudia se cruzó de brazos.
—Pues ya me viste.
—Te ves… diferente —dijo él, buscando palabras—. Más segura. Más… feliz.
—Lo estoy —respondió ella—. No porque todo sea perfecto, sino porque ahora sé lo que valgo.
Rogelio tragó saliva.
—Valeria y yo… ya no estamos juntos —admitió—. No funcionó. Yo… yo pensé que… que tal vez podríamos…
Claudia lo miró largamente. Por un instante, recordó noches de risas, viajes, complicidades que sí habían existido alguna vez. Recordó también la maleta detrás del sofá, la confesión sin lágrimas, la sensación de ser reemplazada.
—Rogelio —dijo al fin, con voz suave pero firme—, lo que tú rompiste no fue solo un matrimonio. Rompiste la versión de mí que creía que sin ti no valía nada. Y, aunque te lo agradezco, porque gracias a eso llegué hasta aquí, no puedo volver a ser esa mujer.
Él parpadeó, confundido.
—Yo sé que te fallé. Pero podemos ir a terapia, podemos…
—No, Rogelio —lo interrumpió—. Tú tuviste tu segunda oportunidad cuando te fuiste con alguien de veintiocho años. Esta… —se señaló a sí misma, al edificio, a la gente que se veía por las ventanas— es la mía. Y no la voy a desperdiciar regresando al mismo lugar donde me hicieron pedazos.
Él bajó el ramo, derrotado.
—Entonces… ¿esto es un no?
—Esto es un adiós —corrigió ella, con una pequeña sonrisa triste—. Si quieres hablar, habla con mi abogado. Para lo demás… ya no estoy disponible.
Rogelio asintió, con los ojos húmedos.
—Te lo mereces —dijo en voz baja—. Todo esto te lo mereces.
Se dio la vuelta y se fue, perdiéndose entre la gente. Claudia lo siguió con la mirada solo un instante antes de volver al bullicio del centro, donde la esperaban historias nuevas, problemas reales, vidas por reconstruir.
Alejandro la encontró unos minutos después, sosteniendo el ramo de flores que había dejado sobre una mesa.
—Bonitas flores —comentó él, arqueando una ceja—. ¿Regalo de admirador secreto?
—De un admirador muy tardío —respondió Claudia—. Y muy pasado de moda.
Alejandro rió.
—¿Todo bien?
Claudia miró alrededor: el mural, los niños, a Don Chema afinando la guitarra, a Karina discutiendo con un proveedor, a Lili riéndose con otras chicas.
—Sí —dijo, y esta vez lo sintió de verdad—. Todo está… mejor de lo que imaginé.
Alejandro la observó un instante, con esa mezcla de respeto y cariño que se había ido instalando entre ellos.
—Entonces, directora —dijo, ofreciéndole el brazo—, ¿vamos a estrenar este lugar como se debe? Hay mucho trabajo por hacer.
Claudia tomó su brazo, pero solo como quien acepta un gesto de camaradería, no como quien se aferra.
—Vamos —respondió—. Tenemos muchas segundas oportunidades que repartir.
Esa noche, cuando por fin regresó a su casa, colgó el cuadro con la moneda de plata en la sala, justo frente al árbol de Navidad que aún no había tenido valor de desmontar desde diciembre. Lo miró unos segundos, recordando la mujer que había salido con el corazón hecho trizas y las botas nuevas en los pies, sin saber que el mundo estaba a punto de voltearse.
Sonrió.
La vida le había quitado a su marido, su rutina, sus certezas… pero a cambio le había dado un propósito, una voz, una nueva versión de sí misma que nunca habría conocido de otra manera.
Y mientras apagaba las luces y se preparaba para dormir, Claudia supo con absoluta claridad algo que antes le habría parecido imposible: que nunca, bajo ninguna circunstancia, se arrepentiría de haberle dado sus botas a un hombre descalzo en Nochebuena. Porque aquel gesto, que creyó un pequeño acto de compasión, había sido en realidad la puerta a la vida que siempre mereció.




