December 11, 2025
Conflicto Desprecio

Supermercado del horror: así casi matan a un héroe olvidado entre las manzanas

  • December 11, 2025
  • 22 min read
Supermercado del horror: así casi matan a un héroe olvidado entre las manzanas

Aquel martes parecía un día cualquiera. El cielo estaba encapotado, el tráfico imposible y yo solo quería comprar unas cuantas cosas antes de volver a casa. El supermercado “La Central” estaba a reventar: carritos chocando, niños llorando, el altavoz repitiendo ofertas de detergente y yogures como si fuera el fin del mundo. Me dolía la cabeza y lo único que pensaba era en salir de allí lo antes posible.

Yo iba haciendo cola en la sección de frutas, mirando el móvil, cuando lo vi por primera vez: un anciano muy delgado, con el cabello completamente blanco, gafas oscuras y un bastón blanco extendido hacia delante. Se movía despacio, como si el aire pesara, tanteando el suelo y las estanterías. Llevaba una chaqueta gris gastada y una camisa que parecía haber visto tiempos mejores. Nadie le prestaba demasiada atención, salvo una niña de unos seis años que lo miraba fascinada desde el carrito de compras donde su madre la tenía sentada.

—Mamá, ¿por qué lleva un palito blanco? —preguntó la niña, señalándolo.

—Porque no ve, mi amor —respondió la madre en voz baja—. Es ciego.

El hombre llegó hasta las manzanas. Yo lo vi alargar la mano y, con una delicadeza casi reverente, empezar a palparlas una por una. Las tomaba con la punta de los dedos, las giraba, olía alguna, como si en ese gesto hubiera un ritual conocido solo por él. Sonreía, muy levemente, cada vez que encontraba una que al tacto parecía perfecta y la depositaba con sumo cuidado en la pequeña bolsa transparente que llevaba colgando del antebrazo.

En ese momento apareció él: el guardia de seguridad.

Era joven, tal vez treinta años, cuerpo ancho, cuello grueso, pelo rapado casi al ras. Llevaba el uniforme casi una talla más pequeña de lo necesario para que se le marcaran aún más los músculos. Se movía por los pasillos con una actitud de dueño del lugar, no paraba de mirar por encima del hombro a la gente, como esperando encontrar un ladrón en cada carrito.

Yo ya lo había visto otras veces y siempre me había parecido un poco agresivo, pero esa tarde llevaba el rostro crispado, como si se hubiera levantado con ganas de pelear. Se llamaba Hugo, lo sabíamos por la placa en su pecho: “HUGO F. – SEGURIDAD”.

Hugo se detuvo a unos metros del anciano y lo observó con una mueca de desconfianza. Frunció el ceño al ver cómo el hombre palpaba las frutas.

—Ajá… —murmuró, lo bastante alto como para que algunos a su alrededor lo oyeran—. Ya empezamos.

Se aproximó, hinchando el pecho, y sin previo aviso le arrancó casi de un manotazo la bolsa de las manos.

—¿Qué está haciendo, viejo? —exclamó—. ¡No se tocan así las cosas! ¡O compra o se larga!

El anciano dio un pequeño brinco, sobresaltado. Las manzanas rodaron por el suelo.

—D-disculpe… —tartamudeó—. Solo estaba eligiendo cuáles estaban maduras…

—Sí, claro, “eligiendo” —se burló Hugo, haciendo comillas en el aire—. Yo ya conozco su truco. Se hacen los pobrecitos, tocan todo, esconden cosas en la ropa y luego salen como si nada. ¿Cree que nací ayer?

Alrededor, la gente empezó a mirar. Un cajero que estaba en su caja, un adolescente con el uniforme verde del supermercado, miraba de reojo, visiblemente incómodo. Una mujer embarazada se detuvo con su carrito. Un hombre de traje, con auriculares en las orejas, se los retiró para escuchar mejor. Yo sentí un nudo en el estómago.

El anciano, confuso, se agachó torpemente, tratando de encontrar su bastón que había quedado recargado en la estantería. Con la mano libre palpaba el aire.

—Joven, por favor… —dijo con voz temblorosa—. No he tomado nada, solo quería comprar unas manzanas. No veo, necesito tocar para…

—¡Al suelo, viejo ratero! —bramó de pronto Hugo, perdiendo por completo el control—. Ya me cansé de ustedes, que vienen con bastoncito, con cara de víctimas, para robarnos.

Lo agarró de la chaqueta y lo empujó con brutalidad. El cuerpo frágil del anciano chocó contra el suelo frío con un ruido seco que hizo que varias personas gritaran. El bastón salió volando y las gafas se le cayeron, rebotando sobre los mosaicos. Su cabeza golpeó apenas, pero lo suficiente como para que se quedara unos segundos aturdido.

—¡Oiga! —grité yo, junto con otros—. ¡Cálmese, no puede hacer eso!

—¡Llama a la policía! —pidió la mujer embarazada.

—Ya está la seguridad aquí, señora, no hace falta —siseó el guardia, sin siquiera mirarla.

El anciano trató de incorporarse, con las manos temblorosas buscando apoyo en el aire.

—Por favor… —balbuceó—. No he robado nada… Se lo juro… Solo buscaba unas manzanas…

Hugo se tiró prácticamente encima de él, clavándole la rodilla en el pecho, como si estuviera reduciendo a un criminal peligroso.

—¡Cállese! —rugió—. ¡A mí no me engaña! ¡Abra la chamarra ahora mismo! ¿Qué trae ahí escondido, eh?

Con la rodilla, el peso y la furia, le rasgó la vieja camisa de Don Manuel —así escuchamos luego que se llamaba—. Los botones salieron disparados. Parte de la chaqueta se abrió y dejó al descubierto un pecho huesudo, pálido, lleno de manchas de la edad. En medio de esa piel arrugada colgaba algo de una cadena oxidada: una pequeña medalla dorada, redonda, con un símbolo grabado y unas letras diminutas alrededor.

Nadie entendió nada… excepto una persona.

—¿Pero qué demonios está pasando aquí? —rugió una voz desde la entrada.

El murmullo se cortó de golpe. Varias cabezas se giraron hacia la puerta automática. Alguien susurró:

—Es el comisario…

Entró un hombre alto, de unos cincuenta y tantos años, con el uniforme azul marino impecable, camisa perfectamente planchada, botas lustradas. El cabello, entrecano, estaba peinado hacia atrás. Tenía una cicatriz pequeña que le cruzaba la ceja derecha y unos ojos oscuros, acostumbrados a medir a la gente en segundos. En su pecho llevaba sus propias medallas, relucientes.

Lo conocía de vista: comisario Ricardo Salazar, jefe de la comisaría del barrio. Solía pasar de vez en cuando por el supermercado como parte de sus rondas.

Hugo sonrió de inmediato, convencido de que había llegado su respaldo.

—Comisario —dijo, sin levantarse del anciano—, justo a tiempo. Agarré a este viejo robando. Lo vi hurgando entre las frutas, seguro que ya traía cosas en la chamarra. Este tipo es un carterista, se lo aseguro. Lléveselo a la celda, yo soy testigo.

Pero el comisario no lo miró a él. Su mirada se clavó en el pecho desnudo de Don Manuel, donde colgaba la medalla dorada. Y en un segundo su expresión cambió. La sangre pareció huírsele del rostro. Sus labios se abrieron apenas, como si hubiese visto un fantasma.

—No puede ser… —susurró.

Se acercó un paso, con los ojos fijos en la medalla. Podíamos notar que sus manos, aunque trataba de disimularlo, temblaban.

—Comisario… ¿está bien? —preguntó la cajera de la caja 4, una joven morena llamada Lidia que siempre saludaba a todos con una sonrisa, ahora completamente borrada de su rostro.

El comisario no respondió. Solo desenfundó su arma en un movimiento tan rápido y automático que varios gritaron. Pero no la apuntó hacia el anciano.

Apuntó directamente a la cabeza del guardia.

El cañón se detuvo a escasos centímetros de la sien de Hugo.

—Suéltelo —ordenó el comisario, con una voz grave, que no admitía réplica—. Ahora mismo.

Hugo se quedó helado, los ojos desorbitados.

—¿Q-qué hace, comisario? Soy yo, Hugo… seguridad de aquí… El ladrón es él…

—Te dije que lo sueltes —repitió Salazar, bajando aún más el tono, pero cargándolo de una amenaza tan densa que se podía cortar el aire—. O juro que no vivirás para contarlo.

Un silencio absoluto cayó sobre el supermercado. El altavoz seguía anunciando descuentos en papel higiénico, pero a nadie le importaba ya. Un niño pequeño estalló en llanto, y su madre le tapó los oídos rápidamente.

Hugo tragó saliva.

—Está… está bien… —murmuró.

Levantó lentamente la rodilla del pecho de Don Manuel y se apartó un poco, levantando las manos en señal de que no iba a resistirse. El anciano aprovechó para llevarse una mano al pecho, jadeando, tratando de recuperar el aire.

—Sargento Morales —llamó el comisario, sin bajar el arma—, esposen a este hombre. Está detenido.

Solo entonces nos dimos cuenta de que detrás del comisario había entrado otro policía: más joven, algo más bajo, con cara de no entender bien la situación. Morales titubeó.

—¿Al… guardia, mi comisario? —preguntó, mirando a Hugo y luego al anciano ciego—. ¿Está seguro?

—¿Tienes algún problema con mis órdenes, Morales? —replicó Salazar, clavándole una mirada helada.

—N-no, en absoluto —balbuceó el sargento, acercándose con las esposas en la mano.

—¡Un momento! —protestó Hugo, retrocediendo—. ¡Yo no he hecho nada! ¡Yo estaba haciendo mi trabajo! ¡Él estaba robando!

En ese momento intervino la mujer embarazada.

—¡Yo lo vi todo! —exclamó, con la voz temblorosa pero firme—. Ese señor solo estaba tocando las manzanas. No escondió nada, ni en la chamarra ni en ninguna parte. Usted lo tiró al suelo sin razón. Lo trató como a un animal.

Otra voz se alzó. Era la cajera Lidia.

—Yo también lo vi, comisario. Don Manuel viene aquí desde hace meses. Siempre compra pocas cosas, paga hasta el último céntimo y se va sin molestar a nadie. Nunca robó nada.

—Yo lo conozco, vive en la calle de atrás de mi edificio —añadió un anciano de gorra, con bastón también, que había estado observando en silencio—. Se quedó ciego hace años. Si fuera un ladrón, ya lo sabríamos.

Hugo giraba sobre sí mismo, desesperado.

—Están exagerando, yo solo… yo solo…

—Arrodíllate —ordenó el comisario Salazar, acercando aún más el arma a su sien—. Frente a él.

—¿Qué? ¡No, eso sí que no!

—Te queda la opción de que te arrodille yo mismo —respondió el comisario—, pero entonces quizá se me escape un tiro y no vivimos ninguno para explicarlo.

Hugo, pálido, sudoroso, se desplomó de rodillas delante de Don Manuel. Los ojos se le llenaron de rabia, de vergüenza, de miedo.

—Pídele perdón —dijo Salazar—. En voz alta. Que todos te escuchen.

—Esto es una humillación —escupió el guardia—. No tiene idea de quién soy…

El comisario apretó el gatillo apenas un milímetro. Se escuchó el clac interno del arma lista para disparar, y el sonido nos hizo estremecer.

—Y tú no tienes idea de quién es él —respondió Salazar—. Pide perdón.

Hugo cerró los ojos un segundo, tragándose el orgullo.

—Lo… lo siento —murmuró casi inaudible.

—Más fuerte —ordenó el comisario.

—¡Lo siento! —gritó, al borde del llanto—. ¡Perdón, señor! No… no debí tratarlo así.

Don Manuel seguía confundido, con la respiración agitada. Llevó la mano al pecho, tocó la medalla y luego, con dedos inseguros, buscó su bastón. Alguien, la niñita curiosa de antes, se lo acercó con manos temblorosas.

—Aquí tiene, abuelo —dijo la niña.

—Gracias, hijita —susurró él, con una sonrisa triste.

El comisario finalmente bajó el arma y la guardó en la funda, pero sus ojos seguían duros como el acero.

—Sargento, ahora sí, esposen al señor Hugo Fernández —ordenó—. Cargo preliminar: agresión física, abuso de autoridad, discriminación.

Morales, aún aturdido, obedeció. Las esposas hicieron un chasquido metálico al cerrarse sobre las muñecas del guardia. Hugo intentó mirar alrededor, buscando apoyo en el gerente, que había aparecido por fin, un hombre gordo con camisa blanca y corbata floja, rostro sudoroso y expresión horrorizada.

—Señor Ramírez, dígale algo —suplicó Hugo—. Usted sabe que yo siempre hago bien mi trabajo. Esos viejos vienen a…

—Cállate, Hugo —lo interrumpió el gerente, más preocupado por el escándalo que por la justicia—. Esto se nos fue de las manos. Comisario, ¿no podríamos… hablar de esto en la oficina? Aquí hay clientes, cámaras, esto… se verá mal.

—Se verá mal si intentamos ocultarlo —dijo Salazar, con voz cortante—. Y créame, señor Ramírez, lo último que quiere es aparecer en las noticias como el gerente que avala golpear ancianos ciegos.

Un murmullo de aprobación recorrió a la gente. Una chica, estudiante por el aspecto, levantó su móvil.

—Yo lo grabé todo —anunció—. Desde que el guardia lo empujó hasta ahora. Si alguien intenta tapar esto, tengo el video. Y muchos aquí también.

—¡Y yo! —añadió otro.

—Y yo —uno más.

Ramírez palideció aún más, imaginando titulares, hashtags, boicots.

—N-no, por favor, no hace falta… Podemos resolverlo de otra manera… —balbuceó.

El comisario se arrodilló junto a Don Manuel, que seguía en el suelo, intentando incorporarse.

—Señor… —dijo con suavidad—. ¿Se encuentra bien? ¿Le duele algo?

Don Manuel frunció el ceño, como buscando un recuerdo enterrado.

—Esa voz… —murmuró—. La conozco.

Salazar tragó saliva.

—Es posible, don Manuel —respondió—. Aunque han pasado muchos años. Soy Ricardo Salazar. Antes era solo un subinspector novato… ¿recuerda la noche en la que…?

El anciano alzó la cabeza, lentamente, como si una luz interior se encendiera.

—Salazar… —repitió—. ¿El muchacho de la quinta compañía? El que se escondía detrás del escudo cuando llovían balas…

—El mismo, mi comandante —dijo el comisario, y por primera vez se le quebró un poco la voz.

La palabra “comandante” flotó en el aire. Varios se miraron sin entender.

—¿Comandante? —susurró Lidia—. ¿Él?

Ricardo tomó con delicadeza la medalla de la cadena del pecho de Don Manuel y la levantó apenas, para que todos pudieran verla.

—Esta medalla —explicó, mirando al gerente, al guardia esposado y a todos los presentes— no es cualquier cosa. Es una condecoración interna que solo conocemos los altos mandos. Se entrega en casos excepcionales a oficiales cuya identidad se protege de por vida. La inscripción indica una operación clasificada. Este hombre —señaló a Don Manuel— fue mi superior. Salvó la vida de más de veinte agentes, incluyendo la mía, una noche en la que lo más fácil habría sido huir y dejarnos morir.

Un murmullo de sorpresa recorrió el lugar. La niña de antes miraba al anciano como si de pronto se hubiera convertido en superhéroe.

—Pero… si era policía… ¿qué hace así, solo, ciego, comprando manzanas? —preguntó el anciano de la gorra, incrédulo.

Don Manuel sonrió, con una tristeza serena.

—La vida no siempre recompensa a los que dan todo —respondió—. Y tampoco castiga a los que hacen daño. Algunas cosas se quedan en silencio, escondidas. Una bala mal sacada, una explosión, un error médico… y adiós a la vista, adiós a la carrera. Me jubilaron, me olvidaron, y ya. Pero no me quejo, sigo respirando. Eso es más de lo que otros pueden decir.

Ricardo apretó los labios.

—Yo no lo olvidé, mi comandante —dijo—. Ni muchos otros. Solo que… no sabía que vivía en este barrio. De haberlo sabido…

El gerente, desesperado por limpiar la imagen, se adelantó.

—Don Manuel, ¿verdad? —dijo, con una sonrisa forzada—. Esto ha sido un terrible malentendido. En nombre de la empresa quiero pedirle disculpas, y por supuesto hacernos cargo de cualquier gasto médico, darle una compensación, tarjetas de compra, lo que usted necesite…

—¿Qué parte de “agresión a un anciano ciego” entiende usted como malentendido, señor Ramírez? —lo cortó el comisario—. Lo que pasó aquí no se arregla con vales de descuento.

—Comisario, por favor, no exageremos —insistió Ramírez—. Hugo se sobrepasó, sí, pero también es cierto que…

—Que nada —interrumpió una voz grave que no habíamos oído aún.

Era un hombre de unos cuarenta años, moreno, con camisa azul, corbata floja y una carpeta en la mano. Venía entrando con paso decidido. Llevaba colgada una credencial de prensa.

—Perdón por irrumpir —dijo, alzando la credencial—. Soy periodista local. Me llamo Javier Quiroga. Me avisaron por un mensaje de que aquí estaba pasando algo fuerte. Llegué hace unos minutos. He grabado parte del incidente y hablé con algunos testigos. Créame, señor Ramírez, lo peor que podría hacer ahora es intentar disminuir lo que ocurrió.

Ramírez sudaba a chorros.

—Esto se está saliendo de control… —murmuró para sí.

Mientras tanto, Hugo, el guardia, luchaba contra las esposas.

—Todo esto por un viejo que ni siquiera puede ver… —gruñó—. Si supieran quién soy, no me tratarían así.

El comisario lo miró con frialdad.

—¿Y quién se supone que eres, Fernández? —preguntó.

Hugo apretó la mandíbula, dudando. Luego se inclinó hacia delante, acercándose al comisario.

—Mi padre fue Raúl “El Zurdo” Fernández —escupió—. Seguro le suena, ¿no? Ustedes lo hicieron pedazos en aquella “operación heroica”. Lo llamaron “delincuente peligroso”. Para mí era mi padre. Se lo llevaron a sangre y fuego cuando yo tenía diez años. Crecí viendo cómo ustedes eran tratados como héroes mientras a mi viejo lo pintaban como un monstruo.

El ambiente se tensó aún más. Algunos se miraron, sin comprender todo, pero sintiendo que ahí había algo oscuro.

—Así que sí, comisario —continuó Hugo—. Cada vez que veo uno de sus “héroes”, me hierve la sangre. Este viejo seguro fue uno de los que apretó el gatillo. Para mí todos ustedes son iguales.

Por un segundo, el rostro de Don Manuel se ensombreció. Una sombra de culpa, o tal vez de memoria, cruzó por sus rasgos.

—Yo conocí a tu padre —dijo, con calma—. Y también conocí a los que trabajaban con él. No todos los que caen en la cárcel son inocentes, muchacho. Pero tampoco todos los que llevan uniforme son santos. Hay culpas para todos lados.

Ricardo miró a Hugo con algo que no era odio, sino una mezcla extraña de compasión y determinación.

—Tu rabia no te da derecho a golpear a un anciano indefenso —dijo—. Ni a nadie. Lo que pasó en aquella época fue una guerra sucia en ambos bandos. Pero aquí y ahora, el único agresor eres tú.

Hugo escupió al suelo, impotente.

—Llévenselo —ordenó el comisario—. Morales, acompáñelo a la patrulla. Y que el médico de la comisaría le revise esa cabeza dura que tiene, no vaya a decir luego que lo golpeamos.

Morales asintió y empezó a conducir a Hugo hacia la salida. El guardia, al pasar junto a Don Manuel, lo miró con una mezcla de rencor y derrota.

—Esto no acaba aquí —murmuró entre dientes—. No para ustedes.

—Tienes razón —respondió Don Manuel, sorprendentemente sereno—. No acaba aquí. Pero no como tú crees.

Cuando la puerta automática se cerró tras el guardia esposado, el murmullo volvió a llenar el supermercado. La tensión empezó a transformarse en indignación, en comentarios, en suspiros aliviados. Algunos se acercaron a Don Manuel, ofreciéndole ayuda para levantarse.

—Déjenme —dijo Ricardo—. Es mi comandante, lo ayudo yo.

Lo tomó de los brazos con delicadeza y lo ayudó a ponerse de pie. Don Manuel se tambaleó un poquito, pero se sostuvo con el bastón.

—Gracias, muchacho —dijo, con una pequeña sonrisa—. No pensé que volverías a salvarme la vida, tantos años después.

—Yo solo devolví un poco de lo que usted hizo por mí —respondió el comisario—. Y me quedé corto.

La niña se acercó de nuevo, agarrando de la falda de su madre.

—Abuelito… —dijo—. ¿De verdad usted es un héroe?

Don Manuel soltó una pequeña risa.

—No, mi niña —respondió—. Los héroes son inventos de las películas. Yo soy solo un viejo que hizo lo que pudo en tiempos difíciles. Como tu mamá, que hace lo que puede todos los días, o como el cajero que aguanta a clientes malhumorados con paciencia.

La madre de la niña sonrió, con los ojos húmedos.

—Déjeme pagarle sus cosas —dijo ella—. Es lo mínimo que puedo hacer.

—Y yo también —añadió el anciano de la gorra—. Pida lo que quiera, corremos con la cuenta entre varios.

—Y yo —dijo Lidia, la cajera—. Hoy no paga nada. Si hace falta lo saco de mi sueldo.

Don Manuel parecía abrumado.

—No es necesario… —protestó.

El periodista Javier se acercó, grabadora en mano.

—Don Manuel, ¿le importaría contarme su historia? —preguntó—. No para el morbo, se lo prometo, sino para que la gente sepa que todavía hay personas que dieron todo por este país y acaban tratadas como sospechosas por querer comprar unas manzanas.

Don Manuel dudó. El pasado dolía. Pero luego asintió lentamente.

—Si con eso evitamos que a otro viejo ciego lo tiren al suelo en un supermercado —dijo—, entonces vale la pena.

Ricardo se acercó al gerente, que aún no sabía dónde ponerse.

—Señor Ramírez —dijo el comisario—, voy a necesitar las grabaciones de las cámaras de seguridad. Y le recomiendo que reevalúe sus protocolos de contratación para seguridad privada. No cualquiera con músculos puede manejar el poder de un uniforme.

—Por supuesto, por supuesto —asintió el gerente, servil—. Lo que usted diga. Revisaremos todo, haremos un curso de trato al cliente, una campaña de inclusión… lo que haga falta.

—Empiece por mirar a los ojos a las personas que entran por esa puerta —añadió Ricardo—. Aunque algunos no puedan devolvérsela la mirada.

Yo, que había sido testigo de cada segundo, guardé mi móvil en el bolsillo. Tenía el video entero. Pero me quedé pensando qué hacer con él. Subirlo a redes, mandarlo a la prensa, guardarlo como prueba… o simplemente conservarlo como recordatorio de lo que puede pasar cuando alguien se cree más que los demás.

Mientras tanto, Lidia pasó por la caja las pocas cosas de Don Manuel: unas manzanas, un poco de pan, leche, arroz. El lector de códigos pitaba como siempre, pero esta vez sonaba distinto.

—No se preocupe por el pago —dijo ella—. Ya está cubierto.

Don Manuel avanzó lentamente hacia la salida, acompañado por el comisario, por la niña y su madre, por el periodista curiosón y por todos nosotros con la mirada. Afuera, el cielo empezaba a abrirse, dejando entrar un poco de luz entre las nubes.

Antes de cruzar la puerta, Don Manuel se detuvo y giró el rostro hacia la nada, como si viera algo que nosotros no.

—¿Sabe qué es lo peor de perder la vista, comisario? —preguntó.

—¿Qué cosa, mi comandante? —respondió Ricardo.

—Que ya no puedes engañarte con las apariencias —dijo, sonriendo de lado—. Solo te queda escuchar lo que la gente es por dentro. Hoy he escuchado miedo, odio, indiferencia… pero también valentía, vergüenza, justicia. Lo que ha pasado aquí es feo, pero también es una señal de que no todo está perdido.

Ricardo asintió, con los ojos brillantes.

—Tal vez sea el inicio de algo mejor —dijo—. Tal vez este supermercado idiota y una bolsa de manzanas terminen cambiando algo más grande.

—O tal vez no —respondió Don Manuel—. Pero al menos hoy un hombre aprendió que no puede pisotear a los demás sin consecuencias. Y eso ya es una victoria.

La puerta se abrió con su característico zumbido. El aire de la calle le dio de lleno en el rostro arrugado, moviendo apenas la medalla dorada que colgaba de su pecho, ahora escondida de nuevo bajo la camisa.

Mientras lo veía alejarse, apoyándose en el bastón y acompañado por el comisario, pensé que probablemente nunca volvería a mirar a un guardia de seguridad, a un anciano desconocido o a una simple medalla de la misma forma.

En el interior del supermercado, el gerente ordenaba nervioso que recogieran las manzanas caídas, que limpiaran el suelo, que siguieran como si nada. Pero era imposible. Algo había cambiado. En las miradas, en las conversaciones en voz baja, en los móviles que subirían la historia a la red, en cada persona que había estado allí y que al llegar a casa la contaría una y otra vez.

Y, en algún lugar del barrio, un anciano ciego se sentaría esa noche a cenar sus manzanas, tal vez recordando disparos lejanos y voces de jóvenes asustados, mientras el brillo tenue de una vieja medalla dorada iluminaba, por un instante, la oscuridad que lo rodeaba.

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