El reto cruel de un millonario terminó destruyendo su propio ego
El silencio de la madrugada en la Universidad Tecnológica Prometeus solo era roto por el chirrido suave del trapeador deslizándose sobre el piso de mármol. Los pasillos, que durante el día hervían de estudiantes, risas y discusiones académicas, ahora eran un laberinto de luces frías y sombras largas.
Carmen Herrera empujaba el carrito de limpieza con cuidado, una mano en el metal frío, la otra reposando instintivamente sobre su vientre abultado. Ocho meses de embarazo. Cada escalón, cada giro, cada cubeta levantada le recordaba que su cuerpo ya no era el mismo, que cada noche trabajada era una pequeña batalla ganada a la fatiga.
Su uniforme azul oscuro estaba limpio, pero gastado en los codos. Sus manos, antes finas y elegantes, mostraban ahora la historia de los desinfectantes y detergentes: piel reseca, nudillos enrojecidos, pequeñas grietas invisibles a simple vista, pero que ardían con cada contacto con el cloro. Sin embargo, sus ojos traicionaban algo distinto: un brillo alerta, calculador, que parecía no pertenecer a una simple empleada de limpieza.
Se detuvo frente a la Sala de Conferencias Dr. Einstein, el aula magna donde se impartían las clases y seminarios más avanzados de física médica. Esa era siempre su última parada antes del amanecer. Conocía aquella sala como si fuera una extensión de su casa: cada fila de butacas, cada lámpara, cada enchufe suelto. La abría con una llave que colgaba de su cintura y, como siempre, fue recibida por el eco hueco del salón vacío.
Encendió solo la fila de luces más cercana al pizarrón principal. No necesitaba más. El enorme rectángulo negro dominaba la pared frontal, cubierto de símbolos matemáticos que habían permanecido allí, casi intactos, durante semanas. Derivadas parciales, integrales, exponentes, constantes, términos de difusión y absorción. No eran garabatos incomprensibles para ella; eran un idioma que alguna vez había hablado con fluidez.
Se acercó sin darse cuenta, con el trapeador todavía en la mano, hasta que pudo leer claramente la ecuación. Era un modelo farmacocinético para la distribución de medicamentos quimioterapéuticos en tumores sólidos, un sistema de ecuaciones diferenciales acopladas que describían la concentración del fármaco en sangre, tejido sano y tejido tumoral.
Carmen sintió un nudo en la garganta.
—Otra vez tú… —murmuró, pero no se refería a la ecuación, sino a su pasado.
Su vida anterior. Las palabras le atravesaron la mente como una aguja fría.
Antes de ser “Carmen la de limpieza”, había sido “la doctora Herrera” en entrenamiento: estudiante brillante, casi terminando un doctorado en física médica. Había pasado noches enteras en laboratorios parecidos, llenando pizarrones como ese con fórmulas. Había tenido una bata blanca, no un uniforme azul. Había tenido un futuro claro. Luego, todo se había derrumbado en cuestión de meses: una acusación de fraude científico que no pudo demostrar que era falsa, un director de tesis que dejó de responder sus mensajes, una beca retirada sin explicación, un embarazo inesperado, una madre enferma y demasiadas cuentas en la mesa.
Soltó el trapeador y apoyó la palma de la mano sobre el vientre.
—Tranquilo, mi amor —susurró—. Ya casi terminamos.
El bebé respondió con una patadita suave, como si entendiera. Carmen sonrió, pero fue una sonrisa cansada.
Se giró para volver a su trabajo cuando escuchó pasos apresurados en el pasillo. Tacones firmes, suela cara, el eco de alguien que estaba acostumbrado a que el mundo se apartara de su camino. Sus músculos se tensaron.
Reconocía perfectamente ese paso.
La puerta se abrió de golpe, chocando contra la pared con un estruendo seco.
—¡¿Dónde está el proyector nuevo?! —bramó una voz masculina antes siquiera de mirar a su alrededor.
El doctor Sebastián Vega entró como una ráfaga de viento helado. Llevaba un traje oscuro a la medida, corbata de seda y un reloj que costaba más que todo lo que Carmen había ganado en los últimos dos años. Su expresión mostraba una irritación pulida, la de alguien que estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido.
Sus ojos recorrieron el salón y se detuvieron en Carmen como si fuera una mancha que alguien se había olvidado de limpiar.
—Otra vez tú —dijo, esta vez en voz alta, con un tono impregnado de desprecio—. ¿No pueden programar la limpieza cuando no hay actividades importantes?
Carmen bajó la mirada por reflejo.
—Disculpe, doctor Vega, me dijeron que esta sala no se usaría hasta las nueve… Yo ya casi termino.
Él soltó una risa corta, sarcástica.
—“Doctor Vega”… —repitió—. Me pregunto si alguien te hace caso cuando hablas.
Detrás de él, asomó la cabeza una joven de unos veintidós años, con gafas redondas y una carpeta contra el pecho.
—Profesor, el rector dijo que la rueda de prensa es a las seis —intervino tímidamente—. Querían revisar los detalles de la presentación antes de que llegue la prensa.
—Lo sé, Lucía, lo sé —contestó él sin mirarla—. Pero es imposible concentrarse con… esto.
“Esto” era Carmen, la cubeta, el trapeador, el vientre que se insinuaba bajo el uniforme.
Lucía le dedicó a Carmen una mirada de disculpa silenciosa.
—Puedo terminar rápido —dijo Carmen, apretando los dientes—. Solo me falta el frente.
Sebastián dio unos pasos más y se detuvo frente al pizarrón. La ecuación gigantesca lo miraba de vuelta, blanca y desafiante.
—Tres semanas —dijo en voz baja, más para sí mismo que para los demás—. Tres semanas y ninguno de estos genios ha podido resolverla.
Lucía se acercó con cautela.
—Profesor, quizá el problema está mal planteado… hay quienes dicen que la condición de contorno en el tercer término…
Sebastián levantó una mano para callarla sin ni siquiera voltear.
—La ecuación está perfecta. Yo mismo la formulé. El problema es que a esta universidad le sobran títulos y le falta talento real.
Carmen sintió una punzada en el pecho. Ella conocía esa ecuación demasiado bien. Reconocía incluso los errores escondidos, los atajos, las simplificaciones caprichosas. Era una versión mutilada del modelo que ella misma había propuesto años atrás en un seminario interno… antes de que todo explotara.
Tragó saliva. No iba a pensar en eso.
—¿Y el premio, profesor? —preguntó Lucía, intentando sonar casual—. ¿De verdad donará tres millones a quien la resuelva?
—Tres millones —repitió él, con una sonrisa torcida—. Tres millones para cualquiera que pueda darme una solución analítica y una interpretación física impecable. Pero al paso que vamos, mi dinero está muy seguro.
Sus ojos volvieron a fijarse en Carmen. Una chispa maliciosa cruzó por su mirada.
—Aunque… —dijo de pronto, con un tono de broma cruel—, tal vez estoy subestimando a nuestro personal de limpieza.
Lucía frunció el ceño.
—Profesor…
—Piénsalo, Lucía —continuó él, ignorándola—. Si una empleada embarazada con un trapeador es capaz de resolver lo que mis estudiantes de doctorado no, entonces esta universidad es un chiste más grande de lo que pensaba.
Se volvió completamente hacia Carmen.
—¿Qué dices? —preguntó, alzando la voz—. Te doy tres millones si resuelves esta ecuación imposible.
Hubo un silencio pesado.
Carmen pensó que había escuchado mal.
—¿Perdón? —murmuró.
Sebastián se cruzó de brazos, disfrutando del espectáculo.
—Tres millones de dólares —aclaró—. No pesos, no monedas. Dólares. Si puedes resolver esta ecuación antes de que termine la rueda de prensa.
Apareció otra figura en la puerta: Mateo, el guardia de seguridad del turno de noche, un hombre robusto con bigote y cara de sueño.
—Eh… doctor Vega, me dijeron que había que revisar las cámaras del corredor norte porque…
Se quedó a medio hablar, viendo la escena, confundido.
Lucía rodó los ojos.
—Profesor, esto no es serio —susurró—. No debería…
—Cállate, Lucía —soltó él, sin suavidad—. Estoy perfectamente serio. El reto está abierto a toda la comunidad académica, ¿no? No dice nada de que el participante tenga que ser catedrático, ni estudiante siquiera.
Se volvió hacia Carmen de nuevo.
—¿Qué dices? ¿Te animas? Por lo que veo, te vendrían bien tres millones. Podrías comprarle al bebé algo más que pañales de oferta.
Un murmullo de indignación recorrió el pecho de Carmen, pero se lo tragó. Sentía la sangre golpearle las sienes. Miró el pizarrón. Miró su vientre. Pensó en el aviso amarillo pegado en la puerta de su apartamento, el que decía “Aviso de desalojo”. Pensó en la factura del hospital que había doblado y escondido bajo el colchón.
—Profesor, ya basta —intervino Lucía, dando un paso hacia adelante—. Está siendo cruel.
Sebastián rio.
—Vamos, Herrera, ¿no? —dijo, mirando el gafete de Carmen—. No te ofendas, es solo una broma. Todos sabemos que esto está muy por encima de tu… formación. Pero si quieres intentarlo…
Algo en su tono, en esa mezcla de burla y seguridad absoluta, hizo clic dentro de Carmen. De pronto no oyó más el zumbido de las luces ni el eco de las voces. Solo escuchaba el latido de su corazón y el recuerdo de otra voz, la de un antiguo director de tesis, diciéndole: “Tu modelo es demasiado ambicioso, nadie va a tomarte en serio”.
Respiró hondo.
—¿Y si la resuelvo? —preguntó, con voz firme.
Sebastián parpadeó, sorprendido por un instante, y luego sonrió.
—Si la resuelves —dijo—, transfiero tres millones a la cuenta que me indiques y retiro la ecuación del pizarrón. Palabra de Vega.
—Lo está grabando todo —murmuró Mateo, señalando la cámara del pasillo—. Y hay cámaras dentro también. Este salón es área de alta seguridad desde que instalaron los equipos nuevos.
La mención de las cámaras pareció incomodar ligeramente a Sebastián, pero no lo suficiente como para hacerlo recular. Su ego hablaba más fuerte.
—Perfecto —dijo Carmen, dejando el trapeador junto al carrito—. Entonces… présteme la tiza.
Lucía abrió mucho los ojos.
—¿Señora Carmen? —susurró—. No tiene por qué hacerlo. Él solo quiere burlarse.
—Ya se ha burlado demasiado tiempo —respondió Carmen, sin mirarla.
Se acercó al pizarrón. Su mano tembló un poco cuando tomó la tiza, pero en el momento en que el polvo blanco rozó sus dedos, algo familiar se encendió en su interior. Como si una parte dormida de su cerebro despertara de golpe.
—Tienes diez minutos —dijo Sebastián, mirando su reloj—. No quiero que la prensa crea que estamos montando un circo.
Carmen lo ignoró. Se puso frente a la ecuación y la siguió con la mirada, línea por línea. Reconoció su estructura, sus fortalezas y sus fallas. Había términos mal acotados, una condición de frontera mal planteada, una constante que se suponía adimensional pero que, en realidad, escondía la tasa de perfusión tisular. Era “su” modelo, pero deformado.
Un recuerdo se impuso de golpe: ella, años antes, en ese mismo salón, presentando un seminario sobre modelos de distribución de fármacos. Al fondo, un joven doctor Vega, con sonrisa altiva, cuestionando cada detalle. Semanas después, una acusación anónima sobre supuestos datos inventados. La investigación interna. La retirada de su beca. El silencio de todos.
—Carmina —le había dicho su madre, en aquella época—, a veces los ricos ganan no porque tengan razón, sino porque tienen abogados.
Habían pasado cuatro años desde entonces. Ahora estaba allí, otra vez frente a un pizarrón, pero con un trapeador en vez de una bata. Y un bebé a punto de nacer.
—Muy bien —murmuró para sí—. Empecemos.
Empezó a borrar una parte del término en la esquina superior derecha.
—¿Qué hace? —saltó Sebastián—. ¡No puede borrar!
—¿No quería que la resolviera? —respondió Carmen sin volverse—. Entonces déjeme trabajar.
Mateo y Lucía intercambiaron una mirada. La joven asistente del profesor se acercó un poco más, fascinada.
Carmen reescribió el término, introduciendo una variable adimensional nueva.
—Si el coeficiente de difusión en tejido tumoral es mayor que en tejido sano, la ecuación pierde estabilidad con esta condición de frontera —explicó en voz alta, casi sin darse cuenta—. Hay que normalizar así y cambiar el sistema de coordenadas.
Tiza. Borrar. Escribir. Detenerse un segundo para respirar. El bebé se movió inquieto.
—Por favor, aguanta un poquito más —susurró.
En menos de cinco minutos, el pizarrón parecía otra cosa. La ecuación, antes caótica, se reordenaba en un sistema que Carmen conocía de memoria. Empezó a separar variables, a proponer una solución en serie. Su mano volaba sobre el pizarrón, mientras números y letras surgían como un torrente.
—Esto… esto es… —balbuceó Lucía, boquiabierta—. Está aplicando una transformada de Laplace, pero adaptada al término no lineal… Yo nunca había visto algo así.
Sebastián apretó la mandíbula.
—Es un truco de espectáculo —dijo, intentando sonar seguro—. No llegará a nada.
El sudor corría por la frente de Carmen. Una punzada fuerte de dolor la obligó a detenerse y tomar aire. Su vientre se endureció bajo la tela del uniforme.
—¿Está bien? —preguntó Mateo, preocupado—. Si quiere, llamo a una ambulancia.
—Estoy bien —respondió ella, aunque no estaba del todo segura—. Solo… solo falta un poco.
Cerró los ojos un instante, escuchando su respiración, sintiendo el peso de todas las personas que la observaban. Luego, con una calma que la sorprendió, escribió la última línea: una expresión compacta que describía la concentración de medicamento en el tumor en función del tiempo, con una condición que maximizaba el efecto citotóxico y minimizaba la toxicidad sistémica.
Puso el punto final. Dejó la tiza sobre el borde del pizarrón. El eco de ese pequeño sonido resonó como un disparo.
Nadie dijo nada durante unos segundos.
—Listo —dijo Carmen al fin—. Ahí tiene su solución.
Lucía fue la primera en reaccionar. Se acercó al pizarrón, leyendo cada término con los labios, casi en susurros.
—Esto… esto tiene sentido —dijo, con un temblor en la voz—. La condición de contorno corrige el problema que señaló el doctor Spencer en su artículo del año pasado. Y el término de perfusión… ¡Dios mío!
Lo miró a él.
—Profesor, esto es… esto es revolucionario.
Sebastián avanzó con pasos lentos, como si se acercara a un animal peligroso. Examinó el pizarrón, línea por línea. Al principio su expresión fue de desdén, luego de duda, y finalmente de algo que Carmen nunca le había visto en el rostro: miedo.
Reconocía el corazón de ese modelo. Lo reconocía porque lo había visto en un borrador de tesis años atrás. En un documento que él había guardado “por error” en una carpeta y que, poco a poco, había ido adaptando, simplificando, presentando como propio en conferencias internacionales.
La diferencia era que Carmen acababa de resolver, en veinte minutos y sin computadora, lo que él no había logrado terminar en cuatro años.
—Es imposible —murmuró—. Tuvo que haberlo copiado de alguna parte.
—¿De dónde? —preguntó Lucía—. La ecuación original es suya, profesor. Nadie más la conoce completa, excepto su equipo.
Sus palabras quedaron flotando en el aire.
Mateo carraspeó.
—Y las cámaras lo grabaron todo —añadió—. Desde que usted le hizo la oferta hasta que ella terminó. No tocó ningún teléfono, no buscó nada.
Sebastián apartó la mirada del pizarrón y clavó los ojos en Carmen.
—¿Quién eres? —preguntó, con una mezcla de rabia y desconcierto.
Ella sostuvo su mirada. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió que tuviera que agachar la cabeza.
—Soy Carmen Herrera —dijo—. Aunque usted quizá me recuerde como Carmina Herrera, la estudiante a la que acusaron de fraude hace cuatro años. La que trabajaba justo en este tipo de modelos.
Lucía se llevó la mano a la boca.
—¿Usted es la del escándalo de la tesis? —susurró—. Pensé que… pensé que se había ido del país.
—No me fui —respondió Carmen, con una sonrisa triste—. Me quedé. Solo que cambié de pasillo.
Hubo un silencio denso. Sebastián blanqueó por un segundo. Recordaba bien aquel escándalo. Recordaba las reuniones a puerta cerrada, las conversaciones con el rector, las “sugerencias” de los patrocinadores. Recordaba que, si la culpa recaía sobre una estudiante becaria, su propio trabajo quedaba intacto.
—Esa investigación concluyó que usted manipuló datos —dijo, recuperando parte de su arrogancia—. La universidad no admite fraudes.
—Esa “investigación” jamás me dejó ver las pruebas en mi contra —replicó Carmen—. Y se cerró misteriosamente justo cuando usted consiguió el financiamiento de Pharmalex para su línea de investigación, ¿no es así?
Lucía miró a uno y otro, confundida.
—Profesor, ¿es cierto eso? —preguntó—. Yo… yo vi su artículo con Pharmalex. Pensé que el modelo era suyo.
Sebastián apretó los labios.
—No estamos aquí para discutir el pasado —dijo, brusco—. Esto no prueba nada. Puede ser una coincidencia. Además, el reto aún no ha sido validado. Necesito revisar esta supuesta solución con calma.
Carmen alzó las cejas.
—No dijo nada de eso —respondió—. Dijo: “Te doy tres millones si resuelves esta ecuación imposible”. La solución está ahí. Y su asistente, que entiende del tema, acaba de decir que tiene sentido.
Lucía se ruborizó, pero asintió.
—Yo… yo creo que es correcta —repitió, más firme—. Y si quiere, puedo escribir un informe técnico. La prensa llega en quince minutos. Podríamos presentarlo como un avance histórico.
—¿La prensa? —repitió Carmen, sorprendida.
En ese momento apareció Rosa, otra empleada de limpieza, en la puerta, con expresión curiosa.
—¿Qué pasa aquí? —susurró, acercándose a Carmen—. Los de recepción dicen que hay cámaras, periodistas, carros de lujo…
—Nada, Rosa —dijo Carmen—. Solo una ecuación y un rico arrepentido.
Mateo dio un paso al frente.
—Doctor, con todo respeto —dijo—. Hay cámaras. Si intenta echarse para atrás ahora, solo va a ser peor. Está su voz ofreciendo el dinero, está ella resolviéndolo… Alguien va a ver esto.
Sebastián miró alrededor. Se dio cuenta de que había perdido el control de la situación. Por primera vez, su dinero no bastaba para imponer la versión que quería… al menos, no de inmediato.
—Muy bien —dijo al fin, con una sonrisa que no le llegó a los ojos—. Si tanto confían en la “solución” de la señora Herrera, haremos las cosas como se debe. Lucía, prepararás un informe preliminar. Yo revisaré los detalles matemáticos. Y, si todo es correcto, los tres millones se entregarán.
—¿Cuándo? —preguntó Carmen.
—Cuando el comité de ética y el consejo de investigación lo hayan validado —respondió, seguro de que esos procesos podían extenderse meses, incluso años.
Carmen sintió cómo la esperanza que acababa de encenderse dentro de ella titilaba. Tres millones que probablemente nunca vería. La burocracia, las excusas, los comités… los conocía bien.
Pero antes de que pudiera decir algo, se escuchó una voz en el pasillo.
—¿Doctor Vega? —era el rector, un hombre delgado de traje gris, acompañado de dos personas con credenciales de prensa colgando del cuello—. La rueda de prensa se ha adelantado. Los periodistas ya están aquí.
Los recién llegados asomaron la cabeza al salón y vieron el pizarrón lleno de ecuaciones, a la mujer embarazada con el uniforme de limpieza aún con tiza en la mano, y al multimillonario con cara de quien acaba de tragarse un limón.
—¿Ocurre algo interesante aquí? —preguntó uno de los periodistas, oliendo la historia.
Lucía dio un pequeño paso hacia adelante.
—La señora… —miró a Carmen—, la doctora Herrera acaba de resolver la ecuación que el doctor Vega había presentado como un problema abierto para la comunidad.
La palabra “doctora” cayó en la sala como un rayo.
—¿Doctora? —repitió el rector.
Carmen dudó un segundo. No tenía título oficial. Su tesis nunca se había defendido.
—Fui candidata a doctora —aclaró—. Mi tesis se canceló cuando se me acusó de fraude. Pero esa investigación era mía. Y esta ecuación también.
Los flashes comenzaron a dispararse. Las cámaras enfocaron la ecuación, luego a Sebastián, luego a Carmen.
—Doctor Vega —dijo la periodista—, ¿es cierto que ofreció tres millones de dólares a quien pudiera resolverla?
Él sonrió, ese tipo de sonrisa entrenada para la prensa.
—Lo que ofrecí —respondió— fue una donación de tres millones a la universidad si este problema encontraba solución. Y, por supuesto, parece que estamos ante un avance inesperado.
—No —lo interrumpió Carmen, levantando la voz por encima de los murmullos—. Eso no fue lo que dijo. Me miró a la cara y me dijo: “Te doy tres millones si resuelves esta ecuación imposible”.
La sala entera pareció contener la respiración.
—¿Es verdad? —preguntó el periodista, enfocando ahora el micrófono en él.
Sebastián calculó. Podía negarlo, decir que era una exageración, una broma sacada de contexto. Pero las cámaras, pensó. Las malditas cámaras.
—Hice un comentario informal —dijo—. Un comentario que ahora se está sacando de proporción. Sin embargo, soy un hombre de palabra. Si se confirma la validez de la solución de la señora Herrera, honraré el compromiso.
El rector sonrió de inmediato, viendo el titular mentalmente.
—¡Extraordinario! —dijo—. La Universidad Tecnológica Prometeus reconoce el talento venga de donde venga. Este será un ejemplo de inclusión y meritocracia.
Carmen lo miró con frialdad.
—¿Inclusión? —repitió—. Me expulsaron de un programa de doctorado por una acusación sin pruebas. No me dieron derecho a defenderme. Y ahora, cuando sus cámaras están grabando, recuerdan la meritocracia.
Rosa le apretó el brazo.
—Carmen… —susurró—. No te metas en problemas…
Pero algo había cambiado dentro de ella. No era la misma chica aterrada de hacía cuatro años.
—Quiero una investigación formal —dijo, alzando la voz—. Quiero acceso a mi antiguo expediente, a los correos, a los informes. Quiero que se revise el caso. Y quiero un contrato por escrito donde conste ese pago, con fecha y condiciones claras.
Los periodistas casi se pelearon por anotar cada palabra.
El rector, atrapado, soltó una risa tensa.
—Por supuesto —dijo—. La universidad siempre ha estado abierta a la transparencia. Revisaremos su caso.
Sebastián lo miró con odio.
—Después hablamos —murmuró entre dientes.
Otra contracción fuerte obligó a Carmen a llevarse la mano al vientre. Esta vez el dolor fue tan intenso que tuvo que apoyarse en la mesa más cercana.
—¿Está bien? —preguntó Mateo—. Ahora sí, voy a llamar a la ambulancia.
Carmen respiró hondo, conteniendo un gemido.
—Creo… creo que mi hijo también quiere participar en la rueda de prensa —bromeó, aunque el sudor frío le corría por la frente.
Las risas nerviosas llenaron el salón.
Dos días después, el nombre de Carmen Herrera estaba en todos los noticieros locales: “Empleada de limpieza embarazada resuelve complejo problema matemático”. Las imágenes mostraban la ecuación, el vientre abultado, el rostro tenso de Sebastián. Algunos programas hablaban de milagro; otros, de talento invisible.
En la universidad, la atmósfera se había vuelto densa. Algunos profesores evitaban a Carmen en los pasillos, otros la saludaban con una mezcla de culpa y admiración. Lucía se había convertido en su inesperada aliada: pasaba horas con ella en la cafetería, revisando juntas la solución, preparando presentaciones, explicándole la jerga legal de los comités.
—Lo que hiciste fue increíble —le dijo un día, sobre un café barato—. Yo tardé semanas en entender la mitad de lo que escribiste en ese pizarrón.
—Lo hice muchas veces antes… en mi cabeza —respondió Carmen, meciendo suavemente a su bebé en brazos. Había nacido la misma noche del escándalo, un niño de ojos oscuros al que había llamado Daniel.
—¿Vas a volver al doctorado? —preguntó Lucía—. El rector dijo que…
—El rector dice muchas cosas cuando hay cámaras —replicó Carmen—. Pero sí. Voy a intentarlo. Esta vez no pienso quedarme callada.
El contrato por los tres millones tardó semanas en materializarse. Sebastián intentó, por todos los medios, dilatarlo. Encargó revisiones externas, informes, reinterpretaciones. Propuso que el dinero se donara a un fondo general de la universidad, “para apoyar la ciencia”. Pero la presión mediática y el informe demoledor de Lucía, que demostraba sin lugar a dudas la originalidad y corrección del modelo de Carmen, lo acorralaron.
Al final, una tarde lluviosa, frente a una notaria y acompañado por un abogado de gesto pétreo, Sebastián estampó su firma en un documento donde se comprometía a transferir la suma completa a una cuenta a nombre de Carmen Herrera.
—Felicidades —dijo, tendiéndole la mano.
Carmen lo miró. Vio en sus ojos algo que no era arrepentimiento, pero sí un reconocimiento amargo.
—Esto no borra lo que hizo —dijo ella, sin tomarle la mano—. Pero sí cambia lo que yo voy a poder hacer a partir de ahora.
Él dejó caer el brazo.
—Te subestime —admitió—. Y ese fue mi error.
—Su error —respondió Carmen— fue pensar que su dinero podía comprar la verdad.
Se dio media vuelta y salió, con Daniel dormido en el portabebés contra su pecho.
Con el dinero pagó deudas, aseguró el futuro médico de su hijo, compró un pequeño apartamento cerca de la universidad y creó un fondo de becas para estudiantes de bajos recursos interesados en física médica. Rosa dejó de trabajar horas extras porque Carmen pagó la operación de su marido. Mateo recibió una oferta para trabajar como supervisor de seguridad en el nuevo edificio de investigación.
La universidad, intentando recuperar prestigio, le ofreció a Carmen una plaza como investigadora asociada y la posibilidad de retomar formalmente su doctorado. Esta vez, con un comité de supervisión externa.
Aceptó.
Un año después, la Sala de Conferencias Dr. Einstein volvió a estar casi vacía a las seis de la mañana. Pero esta vez, la escena era distinta.
Carmen, con una bata blanca ligeramente arrugada, escribía en el pizarrón una nueva ecuación. Daniel, ahora un bebé inquieto, dormía en una cuna portátil junto a la primera fila. Lucía, convertida ya en coautora de varios artículos con Carmen, revisaba unos datos en una tableta.
—Si aumentamos el término de perfusión en pacientes pediátricos, la toxicidad se dispara —dijo Lucía—. Necesitamos una función de corrección.
—Lo sé —respondió Carmen—. Pero aún no encuentro la forma elegante de escribirla.
Se quedó mirando el pizarrón, perdida en sus pensamientos, cuando escuchó el chirrido familiar de un carrito de limpieza en el pasillo. Sonrió.
La puerta se abrió con cuidado y apareció un joven con uniforme azul, visiblemente nervioso.
—Disculpe… —dijo—. Me dijeron que esta sala estaba libre. No quería interrumpir.
—No interrumpes —respondió Carmen, dejando la tiza—. Pase, señor… —leyó el gafete—. Diego.
Él miró el pizarrón con ojos enormes.
—Eso… ¿eso es matemática aplicada? —preguntó—. Yo… bueno, me gusta leer cosas de física en internet, pero… no entiendo casi nada.
Lucía sonrió, reconociendo la mirada.
—¿Te interesa la física? —preguntó.
Diego se encogió de hombros.
—Me interesa todo lo que parece imposible —dijo—. Pero… bueno, esto no es para gente como yo.
Carmen se acercó, con la misma tiza en la mano.
—Yo también pensaba eso —respondió—. Que había cosas que no eran “para gente como yo”. Hasta que un día me cansé de escuchar esa voz. ¿Ves esa ecuación? —señaló el pizarrón—. Hace un año, alguien dijo que era “imposible”. Y yo estaba en un uniforme igualito al tuyo.
Diego la miró, incrédulo.
—¿Usted?
Lucía intervino, divertida.
—Ella resolvió un problema al que la comunidad llevaba años dándole vueltas —dijo—. Y de paso, le sacó tres millones a un millonario arrogante.
Diego soltó una carcajada nerviosa.
—¿En serio?
Carmen asintió.
—En serio. Y ahora estoy aquí, enseñando y aprendiendo otra vez. Y tú estás aquí, viendo cosas que te despiertan curiosidad. Eso ya es un comienzo.
Le tendió la tiza.
—¿Quieres escribir tu nombre en la esquina del pizarrón? Para que quede constancia de que estuviste aquí el día que empezamos este nuevo modelo.
Diego dudó, luego tomó la tiza con mano temblorosa y escribió “Diego” en una esquina.
—Nunca había escrito nada en un pizarrón así —dijo—. Siempre pensé que si me acercaba, alguien me iba a gritar.
—A mí me gritaron muchas veces —respondió Carmen—. Pero esta sala también es tuya. Si quieres, después de tu turno, puedo mostrarte algunos libros. Y si te interesa de verdad, hay becas nuevas para estudiar aquí. Conozco a la que las maneja.
Señaló su propio pecho, sonriendo.
Diego miró el pizarrón, el bebé dormido, la bata blanca de Carmen. Y por un momento, creyó que lo imposible no era tan imposible.
Cuando él se fue, empujando el carrito con algo más de orgullo, Lucía se acercó a Carmen.
—Nunca te cansas, ¿verdad? —preguntó, divertida.
—No puedo —respondió Carmen, mirando a Daniel—. Pasé demasiado tiempo callada. Ahora tengo una vida nueva… y quiero llenarla de segundas oportunidades, no solo para mí.
Volvió al pizarrón. Levantó la tiza una vez más.
—Ahora sí —dijo—. Volvamos a la perfusión pediátrica. Esta vez, prometo que no le voy a dar ningún millón a nadie por resolverla.
Lucía rió.
—No hace falta —respondió—. Esta vez, los genios ya están en casa.
El sol comenzaba a filtrarse por las grandes ventanas del aula, tiñendo de dorado el polvo de tiza suspendido en el aire. Y en medio de ese resplandor, Carmen Herrera, la mujer que había pasado de trapeador a tiza, sabía que, aunque la vida nunca garantizaba ecuaciones perfectas, había aprendido al fin a resolver las suyas.




