La sirvienta con un dije robado… ¿o una hija perdida?
—Tú robaste el dije de mi madre —gritó el millonario con furia en los ojos.
El cristal del enorme ventanal vibró con el eco de su voz. Lucía, con el corazón desbocado, apretó la pequeña rosa dorada que colgaba de su cuello como si así pudiera protegerse de las acusaciones. No sabía qué decir, no sabía ni siquiera cómo había llegado a ese punto. Lo único que ignoraba Alejandro Mendoza en ese momento era que, al pronunciar esas palabras, estaba a un paso de descubrir un secreto capaz de destrozar —y recomponer— toda su vida.
Mucho antes de ese grito, meses atrás, Lucía había llegado a la entrada principal de la mansión con una mochila vieja colgada al hombro y los zapatos perfectamente limpios, aunque ya gastados por el uso. Su blusa blanca estaba planchada con escrúpulo, sin una sola arruga, y llevaba una coleta bien apretada que le dejaba el rostro despejado. Tragó saliva cuando vio la enorme reja negra, tan alta que no alcanzaba a ver dónde terminaba. Por costumbre, se llevó la mano al dije que siempre llevaba colgado: una rosa dorada, pequeñita, brillante, con los bordes suavizados por los años. A veces lo sujetaba sin darse cuenta, sobre todo cuando estaba nerviosa, como ahora.
La reja se abrió hacia adentro con un chirrido grave, y en el umbral apareció una mujer de uniforme gris, corpulenta, de cabello recogido en un chongo perfecto y expresión severa. Tenía los ojos cansados, pero atentos.
—¿Sí? —preguntó, escrutándola de arriba abajo.
—Vengo… vengo por el trabajo de servicio —dijo Lucía, intentando que no se le quebrara la voz—. Me llamo Lucía… Lucía Campos.
La mujer miró una pequeña libreta que llevaba en la mano.
—Tomasa —se presentó escuetamente—. A ver tu bolsa.
Lucía se la entregó sin protestar. Tomasa revisó el interior con movimientos mecánicos: una muda de ropa, un cuaderno, un par de libros viejos, un monedero casi vacío. Asintió, algo más tranquila, y se hizo a un lado para dejarla entrar.
—Pasa. La señora Isabel te está esperando. No hables de más, responde solo lo que te pregunten. Y no mires todo con esa cara tan abierta, aquí no estamos en un zoológico —añadió, aunque sus ojos se ablandaron apenas un poco.
—Sí, señora… digo, sí, Tomasa —balbuceó Lucía.
Caminó dando pasos cortos por el sendero de piedra que llevaba a la puerta principal, mirando todo con una mezcla de curiosidad y deslumbramiento. Nunca había visto una casa así. La mansión se alzaba impecable, con paredes blancas, columnas altas y ventanales que reflejaban el cielo. El jardín parecía un parque: rosales recortados, fuentes, senderos, incluso una glorieta al fondo con enredaderas.
—Ciérrala boca, niña, que te van a entrar las moscas —murmuró Tomasa, pero sin malicia.
—Perdón —susurró Lucía, bajando la mirada.
Al entrar, la envolvió un olor a cera, flores frescas y algo caro que no sabía nombrar. Los pisos brillaban como espejo, las paredes estaban adornadas con cuadros enormes, y de los techos colgaban lámparas de cristal que le parecían de cuento. Tomasa la guió por un pasillo largo.
—La señora Isabel Mendoza es la dueña de la casa. Aquí se hace lo que ella dice. No grites, no corras y no hables de tu vida a nadie si no te preguntan, ¿entendido? —dijo, sin volverse.
—Entendido —asintió Lucía, intentando memorizar cada palabra.
La llevaron a una sala amplia con cortinas pesadas y muebles elegantes que parecían más de exhibición que para sentarse. En el centro, sobre un sillón color crema, estaba sentada una mujer de unos cincuenta años, delgada, con el cabello oscuro perfectamente peinado y un vestido que combinaba con la decoración. En una mesa cercana humeaba una taza de té que nadie había tocado.
—Señora, llegó la muchacha nueva —anunció Tomasa.
Isabel levantó la vista de unos papeles. Sus ojos, oscuros y penetrantes, se posaron en Lucía como si la midieran.
—Acércate —dijo, sin elevar la voz.
Lucía dio dos pasos adelante, apretando la correa de su mochila.
—¿Tu nombre completo? —preguntó Isabel.
—Lucía Campos… señora.
—Edad.
—Veinte, señora.
—¿Sabes limpiar? ¿Planchar? ¿Cocinar algo? —fue enumerando, sin perder esa expresión indescifrable.
—Sé limpiar y planchar… aprendí con mi mamá, bueno, con doña Rosa —se corrigió—. Cocino cosas sencillas, pero puedo aprender lo que haga falta.
—¿Has trabajado antes en casas grandes?
—No tan grandes como esta, señora, pero sí en un par de casas. Y siempre cumplí, se lo juro.
Isabel la observó en silencio unos segundos que a Lucía se le hicieron eternos. Por un momento, creyó que la iba a rechazar. Pensó en don Manuel y doña Rosa, en cómo se habían esforzado para que ella tomara ese empleo. Pensó en el pasaje del autobús que no podían haber pagado dos veces.
Finalmente, Isabel soltó un suspiro casi imperceptible.
—Está bien. Empiezas hoy. Tomasa te explicará las reglas de la casa. Confío en que no tendré problemas contigo.
Los ojos de Lucía se llenaron de brillo.
—Muchas gracias, señora. No le voy a fallar, se lo prometo.
—Eso dicen todas —murmuró Isabel, volviendo a sus papeles.
Tomasa la llevó a la parte del fondo, donde estaba la zona de servicio. Los pasillos se estrechaban, el piso ya no brillaba tanto, y el olor a productos de limpieza reemplazó al perfume caro. Le mostraron un cuarto pequeño pero limpio, con una cama individual, una mesita y una ventana que daba al patio trasero donde se tendía la ropa. Lucía dejó su mochila en la esquina, se colgó nuevamente el dije al cuello y se dispuso a empezar.
Esa primera tarde lavó trastes, barrió la cocina, dobló ropa y ayudó a Clara, otra empleada de su edad, a preparar la cena. Clara era habladora, de ojos claros y sonrisa rápida.
—¿De dónde eres, Lucía? —le preguntó mientras cortaba verduras.
—De… bueno, me crié en un barrio al sur, con don Manuel y doña Rosa —explicó—. Ellos me adoptaron.
—¿Adoptada? —Clara soltó el cuchillo un segundo—. Ay, perdón, es que… qué fuerte. ¿Y tus papás de sangre?
Lucía se encogió de hombros.
—No los conozco. Me encontraron en una terminal de autobuses cuando tenía cuatro años. Solo tenía esto —dijo, tocándose el dije.
Clara miró la pequeña rosa dorada.
—Está bonito. Se ve caro.
—No lo sé. Para mí solo es… lo único que tengo de antes.
Tomasa, que escuchaba desde la estufa, carraspeó.
—Menos chismear y más pelar papas. Y tú —miró a Lucía—, no le andes contando tu vida a todo el mundo. Aquí los oídos sobran y las bocas también.
Lucía bajó la cabeza, apenada.
—Sí, Tomasa.
Cuando cayó la noche, la casa se llenó de luces y sombras elegantes. Lucía fue enviada a la sala de comedor para ayudar a servirle la cena al joven Alejandro, el hijo mayor de la señora Isabel. Había oído su nombre varias veces entre susurros: “el señorito”, “el licenciado”, “el que maneja todo ahora”. Decían que era duro, que había cambiado mucho desde “lo de la niña”. Lucía no entendía muy bien a qué se referían, pero no se atrevió a preguntar.
Escuchó pasos firmes bajando las escaleras. Alejandro apareció con una camisa blanca perfectamente abotonada, pantalón oscuro y el ceño levemente fruncido mientras revisaba su celular. No levantó la mirada hasta llegar al comedor. Besó a su madre en la mejilla con un gesto mecánico y se sentó en la cabecera.
—¿Cómo te fue en la reunión? —preguntó Isabel.
—Como siempre —respondió él, sirviéndose agua—. Todos quieren algo, nadie sabe qué hacer.
Su voz era firme y segura, con esa tonalidad que Lucía asociaba a los jefes que había visto de lejos en oficinas. Mientras dejaba un panecillo al lado de su plato, Lucía lo miró de reojo: era guapo, de facciones marcadas, mandíbula tensa y ojos oscuros que parecían analizar todo. Algo en su mirada la hizo apartar los ojos de inmediato. No quería llamar la atención.
—¿Y esa es la muchacha nueva? —preguntó Alejandro sin mirarla directamente, mientras cortaba la carne.
—Sí, se llama Lucía —respondió Isabel—. Me la recomendó una amiga de Rosa, la vecina de Manuel… en fin. Parece trabajadora.
Alejandro hizo un breve gesto con la cabeza, indiferente.
—Mientras haga bien su trabajo, no tengo objeciones.
Lucía sintió un leve pinchazo en el pecho. No sabía por qué le importaba lo que él pensara, pero le importaba.
Esa noche, cuando por fin pudo encerrarse en su cuarto, cayó rendida sobre la cama. Estaba exhausta, pero una extraña felicidad la mantenía despierta. Había dado un gran paso. Pensó en don Manuel y doña Rosa abrazándola antes de subir al autobús.
—Acuérdate de quién eres —había dicho doña Rosa, llorando—. No por la sangre, sino por cómo te hemos criado.
—Y no sueltes nunca ese dije —añadió don Manuel—. Quién sabe, a lo mejor un día te trae respuestas.
Lucía había sonreído, sin creer del todo en esa posibilidad. Ahora, en la penumbra de su cuarto nuevo, se tocó el dije, y la cadena se soltó sin querer. El pequeño colgante cayó sobre la sábana. Lo tomó y lo miró con cariño antes de guardarlo en una cajita de madera que llevaba siempre con ella. Era lo único que tenía de su pasado. No sabía si algún día descubriría de dónde venía, pero ahora su prioridad era otra: demostrar que merecía ese trabajo.
A la mañana siguiente se levantó antes que nadie. Se puso el uniforme blanco que le habían dado, se recogió el cabello y salió directo a la cocina. Tomasa ya estaba amasando pan.
—Buenos días —saludó Lucía, animada.
—Ajá —fue todo lo que respondió Tomasa, aunque la miró de reojo con una pequeña aprobación escondida.
Lucía se puso a colocar platos, revisar los jugos, preparar café. Cuando estaba acomodando una bandeja, olvidó que había guardado el dije la noche anterior. Lo sacó, casi por instinto, se lo volvió a colgar al cuello y se apretó la blusa. La rosa dorada quedó justo a la altura de su pecho.
Alejandro bajó poco después, ya con traje y corbata. Mientras se servía café, Lucía pasó junto a él con la bandeja. La luz del comedor cayó justo sobre el dije, que brilló por un segundo. Alejandro se quedó inmóvil. Su mano, a medio camino hacia la taza, se detuvo. Sus ojos se clavaron en el pequeño colgante.
—¿Dónde conseguiste eso? —preguntó, con la voz más baja, pero cargada de algo que Lucía no supo descifrar.
Ella se sobresaltó.
—¿Esto? Siempre ha sido mío, señor. Desde que era niña.
Alejandro no respondió de inmediato. Sus pupilas se dilataron apenas y, por un instante, Lucía vio en su rostro una expresión mezcla de sorpresa, rabia y dolor. Luego, como si se obligara a sí mismo a reaccionar, dejó la taza sobre la mesa con más fuerza de la necesaria.
—No andes con joyas mientras trabajas. Puedes romperlas —dijo fríamente—. O perderlas.
Tomó las llaves del auto y se fue sin siquiera despedirse de su madre. Lucía lo siguió con la mirada, confundida. Notó que Tomasa también lo miraba, pero su expresión era distinta: estaba pálida.
—Tomasa… —se atrevió a preguntar en voz baja—. ¿Dije algo malo?
Tomasa la miró detenidamente, luego dejó el trapo sobre la barra.
—Ese dije… ¿dijiste que lo tienes desde niña?
—Sí. Me encontraron con él puesto. No me acuerdo de nada antes de eso.
La expresión de la mujer cambió a algo más sombrío.
—Guárdalo. Y no se lo enseñes a nadie más, ¿me oyes? —dijo en tono inesperadamente urgente.
—Pero si solo es un…
—Te dije que lo guardes —la interrumpió—. Hazme caso, Lucía.
Ese día pasó rápido, entre sábanas que cambiar, pisos que trapear y vajilla que lustrar. Sin embargo, la imagen de Alejandro mirando el dije con tanto odio revoloteaba en la mente de Lucía. ¿Por qué una simple joya lo había puesto así?
Esa tarde, mientras limpiaba la sala principal, se detuvo frente a una pared llena de fotos familiares enmarcadas en dorado. Había varias de Alejandro de niño, siempre serio, junto a su madre y a un hombre robusto de sonrisa amplia que debía ser su padre. En una foto en particular, Alejandro —de unos doce años— abrazaba a una niña pequeña de rizos oscuros y ojos vivos. La niña llevaba al cuello una pequeña rosa dorada, idéntica a la suya.
Lucía sintió que el aire se le escapaba. Se acercó más, casi pegando la nariz al cristal.
—No puede ser… —susurró.
—¿Qué haces ahí parada? —preguntó una voz a su espalda.
Lucía dio un brinco. Era Sergio, el primo de Alejandro, que vivía también en la mansión desde hacía unos meses. Tenía traje azul, barba bien recortada y una sonrisa que nunca le llegaba a los ojos.
—Nada, señor —dijo Lucía, apartándose—. Solo estaba limpiando.
Sergio miró la foto y luego a ella.
—Bonita, ¿verdad? —dijo—. La familia perfecta… antes de que todo se fuera al carajo.
Lucía no se atrevió a preguntar, pero sus ojos lo hicieron por ella.
—La niña de la foto se llamaba Ana Sofía —continuó Sergio, disfrutando del efecto que causaban sus palabras—. La hermana pequeña de Alejandro. Un día desapareció. Nadie sabe exactamente qué pasó. Desde entonces, mi querido primo dejó de sonreír. Y mi tía Isabel dejó de vivir, solo respira.
—Lo siento mucho —murmuró Lucía.
—No lo sientas. Tú no estuviste ahí —replicó él, encogiéndose de hombros—. Aunque ese dije tuyo… —sus ojos se deslizaron a la cadena que asomaba por el cuello del uniforme—. Curiosa coincidencia, ¿no crees?
Lucía se cubrió el pecho con la mano.
—Es… es mío, señor.
—Claro que sí —dijo él, sonriendo con burla—. Solo te aconsejo una cosa, muchachita: en esta casa, las coincidencias suelen traer problemas.
Con esa frase, se alejó, dejando detrás un perfume caro y una nube de inquietud.
Esa noche, en su cuarto, Lucía sacó la cajita y puso el dije sobre la palma de su mano. Lo observó con detenimiento. En la parte de atrás, apenas visible, había unas iniciales grabadas. Nunca les había prestado atención. Las letras eran pequeñas: “I.M.” y “A.S.”, entrelazadas. Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Isabel Mendoza? ¿Ana Sofía?
—No puede ser… —repitió, con un hilo de voz.
Al día siguiente, la tensión en la casa parecía más espesa. Alejandro hablaba poco, Isabel se encerraba más tiempo en su estudio, Sergio se paseaba como si fuera dueño del lugar y Tomasa se mostraba inusualmente silenciosa. Clara, por su parte, no quitaba los ojos de encima del dije cuando Lucía olvidaba esconderlo.
—Te vas a meter en un problema por esa cosa —le susurró en la cocina—. No ves cómo te mira el jefe cada vez que la ve.
—Es lo único que me queda de antes. No lo voy a tirar —respondió Lucía, terca.
—No te digo que lo tires, tonta. Pero por lo menos escóndelo cuando él esté cerca. Los ricos son raros con sus cosas.
Ese mismo día, mientras Lucía limpiaba la biblioteca, tiró sin querer una caja de cartón vieja que estaba en lo alto de un estante. Papeles y recortes de periódico cayeron al suelo. Se agachó a recogerlos, temiendo el regaño, y entonces un titular llamó su atención. Era un periódico amarillento de hacía muchos años. La foto mostraba la imagen borrosa de una niña de rizos oscuros y un pequeño dije de rosa dorada colgando de su cuello.
“Niña de cuatro años desaparece en incidente confuso. Familia Mendoza ofrece recompensa.”
Las manos de Lucía empezaron a temblar. Leyó una y otra vez la nota, intentando sacar sentido. Una niña de cuatro años, perdida en una terminal de autobuses. Misma edad, mismo lugar, mismo dije. Se le erizó la piel.
—¿Qué estás haciendo? —tronó la voz de Alejandro detrás de ella.
Lucía pegó un salto y escondió el recorte tras su espalda.
—Yo… se cayó la caja, señor. Estoy acomodando.
Alejandro se acercó, serio.
—Esos son archivos viejos. No deberías tocar nada de esto sin permiso.
—Lo siento —balbuceó ella—. No volverá a pasar.
Él la miró fijamente, como si quisiera leerle la mente.
—¿Qué traes ahí? —preguntó finalmente.
Lucía dudó unos segundos, pero luego extendió el recorte. Alejandro lo tomó y, al ver la foto, su rostro se endureció. Sus dedos se crisparon.
—¿Quién te dio esto? —dijo, con un tono helado.
—Nadie, se cayó de la caja…
Alejandro la apartó con brusquedad y salió de la biblioteca con el recorte en la mano. Lucía se llevó la mano al pecho, donde, bajo la tela del uniforme, sentía el roce frío del dije. Esa noche casi no durmió. Soñó con una niña que la llamaba por su nombre, con una reja negra, con un grito de mujer, con un dije que brillaba demasiado.
Pasaron los días y la atmósfera se fue cargando. Sergio hablaba cada vez más al oído de Alejandro y este se volvía más distante. Una tarde, al regresar del mercado, Lucía encontró su cuarto revuelto. Sus pocas cosas estaban desperdigadas por el piso. La cajita de madera yacía abierta en la cama. El dije no estaba.
—¡No, no, no! —exclamó, buscándolo desesperada—. ¡Tiene que estar aquí!
Clara asomó la cabeza por la puerta.
—¿Qué pasó?
—Mi dije… alguien entró y… y se lo llevó.
Clara abrió mucho los ojos.
—¿Estás segura de que no lo dejaste en otro lado?
—Lo dejé aquí, Clara. Siempre lo guardo en esta caja.
Tomasa llegó poco después, alertada por el alboroto.
—¿Qué sucede?
—Le robaron el dije —explicó Clara—. La rosa esa que traía siempre.
Tomasa se quedó inmóvil unos segundos.
—Baja al comedor, Lucía. Ahora —ordenó, grave.
—Pero…
—Ahora —repitió, sin aceptar réplicas.
Cuando llegaron al comedor, Isabel estaba sentada en la cabecera, con un sobre en la mano. Alejandro estaba de pie, junto a ella, con el ceño fruncido. Sobre la mesa, en medio de los manteles blancos, brillaba la pequeña rosa dorada de Lucía.
Ella sintió que las piernas se le aflojaban.
—Reconoces esto, ¿verdad? —preguntó Alejandro, con la voz tensa.
—Sí… es mío. ¿Quién lo dejó aquí? —preguntó, mirando a todos.
—No es tuyo —intervino Isabel, fría—. Ese dije le pertenecía a mi hija. Desapareció el mismo día que la perdimos.
Lucía parpadeó, confundida.
—Señora, yo… a mí me encontraron con ese dije cuando tenía cuatro años. No lo robé. Siempre ha sido mío.
Sergio, sentado al costado, se inclinó hacia adelante con una sonrisa apenas disimulada.
—Qué coincidencia que vuelvas a recordar tu historia justo ahora, ¿no, Lucía? —dijo—. Según los papeles que revisé, la niña de la noticia también tenía cuatro años cuando desapareció. En la misma terminal donde te “encontraron”. Y llevaba este mismo dije.
Alejandro abrió el sobre que su primo sostenía. Sacó unos documentos y una fotocopia del viejo recorte de periódico.
—Investigamos —dijo, mirando a Lucía con rabia—. Hablé con un viejo policía que llevó el caso. El dije era una pieza única, un diseño especial. Mi padre lo mandó a hacer para mi madre y para mi hermana, con sus iniciales. No hay otro igual. ¿Cómo es posible que tú lo tengas?
—Porque me encontraron con él… —repitió ella, sintiendo que la voz se le rompía—. Yo no me acuerdo de nada. Solo sé lo que me contaron mis papás adoptivos.
—Conveniente —escupió Sergio.
Alejandro golpeó la mesa con la mano.
—¡Basta, Sergio! —pero sus ojos seguían llenos de sospecha—. Lucía, entiendo que la vida puede ser difícil, pero entrar a esta casa, ganarte nuestra confianza y usar un recuerdo de mi hermana para quién sabe qué… Eso no lo voy a permitir.
—No estoy usando nada —protestó ella, con lágrimas en los ojos—. Yo no sabía de su hermana, lo juro. Ni siquiera sabía que existía esta familia cuando…
—Mentira —cortó Sergio—. Tal vez tus queridos Manuel y Rosa sabían muy bien lo que hacían cuando te trajeron aquí.
Isabel, que había permanecido en silencio, se levantó de la silla. Tenía las manos temblando, pero sus ojos estaban secos, llenos de una dureza que lucía antigua.
—Quiero que te vayas —dijo, clavando la mirada en Lucía—. No puedo tolerar que alguien se aproveche así de nuestro dolor. Tomasa te pagará lo que corresponde. Desaparece de mi casa.
—¿Que me vaya? —Lucía sintió que el mundo se le desmoronaba—. Señora, por favor, yo no hice nada. Yo…
En ese momento, Tomasa dio un paso al frente.
—Señora… hay algo que debe saber —murmuró.
—No es momento, Tomasa —replicó Isabel, cortante.
—Sí lo es —insistió la mujer, con una firmeza que rara vez mostraba—. He callado demasiado tiempo. Y ahora este silencio está destruyendo más vidas.
Todos se volvieron hacia ella. Tomasa respiró hondo.
—Yo estaba con usted el día que se llevaron a la niña —dijo—. Yo la vi con mis propios ojos en la terminal. Vi cómo la empujaban, cómo se soltó de su mano…
Isabel palideció.
—No sigas —pidió, casi suplicando.
—Voy a seguir, porque cada noche me despierto con el grito que usted dio ese día —continuó Tomasa—. Vi también a un hombre que tomó a la niña y se la llevó entre la gente. Usted se desmayó. Su marido se volvió loco buscando. Pero… —tragó saliva— no todos querían que la niña apareciera.
Los ojos de Alejandro se entrecerraron.
—¿Qué estás diciendo?
Tomasa miró a Sergio.
—Su tío Alberto —dijo, poniendo en palabras un nombre maldito—. El hermano de su padre. Él debía acompañarlas, ¿recuerda? Él desapareció justo después del secuestro. Yo lo vi discutiendo días antes con su padre sobre la herencia, sobre la empresa. También lo vi hablar con un hombre en la puerta de la casa, un tipo que luego apareció mencionado en el informe de la policía.
Sergio se puso rígido.
—Eso son solo suposiciones de una sirvienta —bufó—. Mi padre…
—Su padre no era ningún santo, muchacho —lo atajó Tomasa—. Y usted lo sabe.
Alejandro, aún con la respiración agitada, miró a Lucía, luego al dije sobre la mesa, y por último a su madre.
—¿Qué recuerdas tú de ese día, mamá? —preguntó, con una voz que de pronto parecía la de un niño.
Isabel se apoyó en el respaldo de la silla. Tenía la mirada perdida en algún punto lejano.
—Recuerdo la terminal llena de gente… —susurró—. Recuerdo que tú tiraste tu helado, Alejandro, y yo me solté de la mano de Ana solo un segundo para limpiarte. Al volver la vista… ella ya no estaba. Grité, corrí, pregunté, pero todos eran rostros desconocidos. Solo… —cerró los ojos—. Solo recuerdo el dije. Lo vi caer al suelo y luego una mano… una mano que lo levantó y se lo llevó entre la multitud. Creí que era la mano de Ana, pero… no lo sé.
Tomasa la miró con compasión.
—Lucía dijo que la encontraron en una terminal con ese dije. Tenía la misma edad, el mismo colgante, ninguna memoria de antes. ¿No cree que, antes de correrla, deberíamos preguntarnos si no la estamos echando de su propia casa?
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Sergio se levantó de golpe.
—Esto es absurdo. No hay forma de probar…
—Sí la hay —lo interrumpió Alejandro con dureza—. Una prueba de ADN.
La idea cayó como un trueno. Isabel lo miró, entre temor y esperanza.
—Alejandro…
—Mamá, si existe la posibilidad, aunque sea mínima, de que ella sea Ana Sofía… tenemos que saberlo —dijo él, mirando a Lucía—. Por todas las noches que te he visto llorar a escondidas. Por los años que vivimos sin respuesta.
Lucía, con el corazón acelerado, apenas pudo hablar.
—¿Y si no lo soy? —preguntó, con voz temblorosa.
—Entonces yo mismo te pediré perdón por haber dudado de ti —respondió Alejandro—. Y te dejaré ir con la frente en alto.
Sergio apretó los puños.
—Están perdiendo la cabeza. No tienen idea de en lo que se están metiendo. Revivir ese caso solo traerá problemas. A la empresa, a la familia, a todos.
—Si tanto miedo tienes, Sergio, tal vez seas tú el que esconde algo —disparó Alejandro, fulminándolo con la mirada.
Los días siguientes fueron un infierno de espera. Se tomó la muestra de sangre de Lucía y de Isabel. Un médico de confianza de la familia se encargó del procedimiento. Lucía no dejó de trabajar, pero cada tarea le parecía automática, como si estuviera en sueños. Clara intentaba animarla.
—Imagínate, ¿eh? Que termines siendo la hija de la señora Isabel —decía en voz baja—. Te convertirías en la señorita de la casa.
—No quiero ser la señorita de nada —replicó Lucía—. Solo quiero saber quién soy.
Por las noches, Lucía lloraba en silencio, pensando en Manuel y Rosa. ¿Qué pasaría si resultaba cierto? ¿Habían sabido ellos algo? ¿La perdería la gente que la había criado con tanto amor? Tomasa, al verla derrumbada, se sentaba a su lado en la cama, como una madre cansada.
—Pase lo que pase, tú no eres culpable de nada, niña —decía—. Tú no elegiste dónde nacer ni dónde perderte.
—¿Y si mis papás adoptivos…? —Lucía no podía terminar la frase.
—Ellos te encontraron —respondía Tomasa—. Quien encuentra a un niño y lo cría con amor, también es padre. No olvides eso.
Cuando por fin llegaron los resultados, la mansión entera parecía contener la respiración. El médico los entregó en un sobre cerrado. Se reunieron en el mismo comedor donde todo había explotado días antes: Isabel, Alejandro, Sergio, Tomasa y Lucía. El silencio era tan denso que se escuchaba el tic-tac del reloj del salón.
Alejandro tomó el sobre con manos firmes, pero su voz tembló al hablar.
—Lo abriré yo —dijo.
Lucía apretó las manos sobre su falda. Sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. Tomasa murmuró una oración entre dientes. Sergio miraba a todos con una mezcla de nerviosismo y desprecio.
El papel se rasgó. Alejandro leyó en silencio, sus ojos recorriendo las líneas una y otra vez. Sus labios se entreabrieron, pero no salía ningún sonido. Isabel dio un paso hacia él.
—¿Qué dice? —susurró.
Alejandro levantó la vista. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, algo que nadie en esa casa había visto en años.
—Coincidencia del noventa y nueve punto nueve por ciento —dijo, con la voz quebrada—. Lucía… —se volvió hacia ella, casi sin creerlo—. Eres mi hermana.
El mundo se detuvo para Lucía. Las palabras flotaron en el aire, irreales. Quiso hablar, pero solo logró soltar un sollozo. Isabel llevó una mano a la boca, ahogando un grito. Sus piernas fallaron y Tomasa la sostuvo del brazo.
—Ana… —susurró la mujer, mirándola como si fuera un milagro—. Mi niña… mi Ana Sofía…
Lucía negó con la cabeza, llorando.
—Yo… yo no recuerdo… —dijo—. Solo sé que me llamo Lucía.
Isabel se acercó, tambaleante, y la tomó del rostro con ambas manos.
—Te pusimos Ana por tu abuela y Sofía por el segundo nombre de tu padre —le dijo, acariciándole las mejillas—. Tenías un lunar pequeño en el hombro derecho… y cuando te reías, hacías este gesto —le tocó la comisura de los labios—. Eres tú. No necesito papeles para saberlo. Lo veo en tus ojos.
Lucía, entre lágrimas, se dejó abrazar. Sintió el perfume de Isabel, una mezcla de flores y nostalgia, y algo dentro de ella, muy hondo, se acomodó por primera vez.
Detrás, Alejandro apretó los puños, inundado por la culpa.
—Yo te acusé… —dijo, acercándose lentamente—. Te grité… pensé que estabas jugando con el recuerdo de mi hermana y resulta que todo este tiempo… Eras tú.
Lucía lo miró. En sus ojos ya no vio al hombre frío de la primera cena, ni al millonario que la había señalado como ladrona, sino a un niño que había perdido algo irremplazable.
—Tampoco yo sabía quién era —susurró—. No podíamos saberlo.
Sergio, en un rincón, apretó la mandíbula.
—Bueno, qué emotivo todo —dijo, con sarcasmo—. Pero que ella sea la niña perdida no cambia el hecho de que el caso está cerrado y que removerlo puede destruir la imagen de la empresa. El nombre Mendoza…
Alejandro se volvió hacia él, diferente, como si llevara años esperando este momento.
—¿Eso es lo único que te importa? —preguntó, con calma peligrosa—. El nombre, la empresa, el dinero.
—Es lo único que siempre les importó a todos aquí —replicó Sergio, levantando la voz—. Mi padre lo sabía. Por eso…
Se mordió la lengua, demasiado tarde. Alejandro entrecerró los ojos.
—¿Por eso qué? —insistió.
Sergio titubeó y luego explotó.
—Por eso aceptó el trato. ¡Sí! ¡Está bien! ¡Tu bendito tío arregló el secuestro! Iban a devolver a la niña después de que tu padre firmara ciertos documentos… pero algo salió mal. El tipo que se la llevó desapareció. Mi padre siempre dijo que no fue su culpa, que el otro se pasó de listo. ¿Contento? ¿Ya tienes tu drama familiar completo?
El silencio fue brutal. Isabel se apoyó en la silla, pálida.
—Tu padre… —murmuró—. ¿Tu padre nos hizo esto?
—No es tan simple —se defendió Sergio—. Él…
—Es suficientemente simple —lo cortó Alejandro—. Se acabó, Sergio. Mañana mismo hablaré con nuestros abogados. No quiero que tú ni el apellido de tu padre vuelvan a decidir sobre esta familia. Ni sobre la empresa.
—No puedes hacer eso —se indignó Sergio—. Mi padre fue socio fundador, tengo acciones…
—Puedes quedarte con tus acciones —dijo Alejandro—. Pero no con nuestra conciencia. Y si vuelve a salir de tu boca algo que ponga en duda la existencia de mi hermana, ahora que sabemos quién es, yo mismo me encargaré de que ningún Mendoza, ni ningún Campos, ni nadie en esta ciudad quiera hacer negocios contigo.
Sergio miró alrededor, comprendiendo que había perdido. Lanzó una última mirada de desprecio a Lucía.
—Disfruta tu nueva vida, “hermanita” —escupió—. Pero recuerda que en este mundo nada es gratis.
Se fue dando un portazo que hizo temblar los cuadros. Nadie lo detuvo.
Pasaron las semanas y todo cambió, aunque nada era sencillo. Lucía —o Ana Sofía, como insistía en llamarla Isabel, aunque ella se resistía a abandonar el nombre que le habían dado Manuel y Rosa— dejó el cuarto de servicio y se mudó a una habitación en el segundo piso, con vista al jardín. Le compraron ropa nueva, le mostraron álbumes de fotos, le hablaron de su padre, que había muerto algunos años atrás sin haber perdido nunca la esperanza de encontrarla.
—Él habría querido verte así —decía Isabel, acariciándole el cabello—. Grande, fuerte… viva.
También hubo lágrimas y discusiones. Manuel y Rosa fueron invitados a la mansión. El reencuentro fue incómodo y hermoso a la vez. Isabel les agradeció en voz alta lo que habían hecho.
—Ustedes la salvaron —dijo, tomándoles las manos—. Cuando nosotros la perdimos, ustedes la encontraron. No tengo palabras para agradecer tantos años de amor.
—Nosotros nunca supimos quién era —lloraba Rosa—. Si lo hubiéramos sabido, tal vez…
—Tal vez la habrían traído antes —intervino Manuel—. O tal vez, con todo ese dinero de por medio, alguien se la habría querido quitar. El destino es raro, señora. Lo importante es que la niña estuvo siempre rodeada de cariño. Primero del suyo, luego del nuestro, y ahora otra vez del suyo.
Lucía lloró con ellos, atrapada entre dos familias, dos apellidos, dos vidas.
—No quiero perderlos a ninguno —confesó.
—No tienes por qué elegir —dijo Alejandro, que los observaba desde la puerta—. Si algo he aprendido de esto es que la familia no se mide solo por sangre ni por dinero.
La relación entre Alejandro y Lucía también cambió. Él se volvió protector, atento, casi torpe a veces.
—Si no quieres seguir trabajando como empleada, no lo hagas —le dijo un día—. Puedes estudiar, viajar, hacer lo que quieras. La mitad de esta casa también es tuya.
—No quiero que me veas como una responsabilidad —respondió ella—. Toda mi vida he trabajado. No sé estar sentada sin hacer nada.
—Entonces busca algo que te llene —propuso él—. No solo limpiar. Tienes derecho a soñar, Lucía.
Ella sonrió, por primera vez sin miedo.
—Tal vez podría estudiar algo de administración… o comunicación. Quiero entender este mundo que ustedes manejan tan fácil.
Alejandro se rió.
—Te sorprendería saber lo poco que lo entendemos en realidad.
Con el tiempo, la mansión dejó de sentirse como un museo de recuerdos tristes. Las luces parecían más cálidas, las risas empezaron a sonar de nuevo en el comedor. Tomasa, orgullosa, caminaba por los pasillos como si le hubieran quitado un peso de encima. Clara, aunque al principio se sintió desplazada, terminó alegrándose de que su amiga hubiera encontrado su lugar.
Una noche, algunos meses después, Lucía estaba en la sala principal, frente a la pared de fotos. Habían añadido una nueva: ella, entre Isabel y Alejandro, sonriendo tímidamente. En su cuello brillaba la pequeña rosa dorada. Esta vez no la escondía.
Alejandro se acercó y se quedó a su lado.
—¿Te acuerdas de la primera vez que vi ese dije? —preguntó él.
—No creo que pueda olvidarlo —respondió ella, con media sonrisa.
—Yo sí quisiera olvidar lo que te dije después —admitió, bajando la mirada—. “Tú robaste el dije de mi madre”… Qué idiota fui.
Lucía lo miró con ternura.
—Estabas herido —dijo—. Yo también lo habría pensado en tu lugar.
Alejandro negó con la cabeza.
—No hay excusa para tratar así a alguien que solo buscaba un lugar en el mundo.
Ella se llevó la mano al dije.
—Al final, el dije sí me trajo respuestas —comentó—. Solo que ninguna como me la imaginaba.
—A mí también —dijo Alejandro—. Me trajo de vuelta a mi hermana.
Un silencio cómodo se instaló entre los dos. La casa, que alguna vez había sido un mausoleo de culpas, se sentía ahora como un hogar.
—¿Sabes? —añadió Lucía—. Creo que por fin entiendo algo que siempre me decía don Manuel: “el pasado no se puede borrar, pero se puede reescribir con lo que hacemos ahora”.
Alejandro asintió, mirando la foto de la niña de rizos oscuros que alguna vez fue y de la joven que ahora estaba a su lado.
—Y tú lo estás reescribiendo mejor que nadie —dijo—. Niña perdida, empleada, heredera… hermana. Nada mal para una sola vida.
Lucía rió, y esa risa llenó por completo la sala. Acarició la pequeña rosa dorada, que ya no era solo un misterio doloroso, sino un puente entre sus dos mundos. El dije que un día había sido motivo de acusaciones, ahora era el símbolo de una verdad encontrada.
Y así, en aquella mansión que había sido escenario de pérdidas, mentiras y culpas, la historia que empezó con un grito de odio terminó convirtiéndose en una historia de reencuentro. No perfecta, no sin cicatrices, pero al fin una historia de familia.




