Creía que era el mejor padre porque lo tenía todo… hasta que vio a su hijo riendo con la empleada
La noche de Navidad había caído sobre la ciudad, y la mansión de los Robles brillaba como si quisiera competir con las estrellas. Luces blancas recorrían las columnas de mármol, un enorme árbol de más de tres metros dominaba el salón principal y cada rincón estaba adornado con coronas, cintas doradas y velas aromáticas que nadie encendía. Todo estaba perfectamente colocado, como si alguien hubiese seguido un manual de decoración al pie de la letra. Sin embargo, dentro de aquella perfección, había un silencio extraño, casi incómodo, como si la casa, a pesar de su lujo, estuviera vacía por dentro.
Arturo Robles, multimillonario y dueño de varias empresas de tecnología y construcción, acababa de llegar. Entró hablando por teléfono, con el ceño fruncido, el abrigo aún sobre los hombros y la mirada clavada en la pantalla.
—No, Javier, no voy a firmar nada hasta que revise cada detalle —dijo con voz seca mientras cruzaba el vestíbulo—. Aunque sea Nochebuena, los números no esperan.
Colgó sin despedirse, guardó el móvil en el bolsillo y avanzó sin mirar a su alrededor. Para él, aquella mansión no era un hogar, era una demostración de éxito. Cada cuadro, cada estatua, cada alfombra de diseño formaba parte de una colección cuidadosamente elegida para impresionar a otros, no para vivir en paz.
Años atrás, Arturo había crecido en la pobreza, durmiendo en un cuarto húmedo con goteras, compartiendo un colchón con sus tres hermanos. Había prometido que, cuando fuese adulto, nadie de su familia volvería a pasar hambre. Cumplió su promesa… al menos en lo material. Pero en el camino olvidó que el hambre no siempre era de comida.
Mateo, su hijo de siete años, caminaba por el pasillo del segundo piso arrastrando las pantuflas, con un pijama azul demasiado grande para él. Tenía el cabello oscuro y algo desordenado, los ojos enormes y tristes, y una expresión que no encajaba con la imagen de un niño en Navidad. Se detuvo frente a una de las enormes ventanas y apoyó la frente en el vidrio frío, mirando las pequeñas luces a lo lejos.
Podría haber pedido cualquier juguete del mundo, pero no había escrito carta a ningún Papá Noel, ni había insistido en visitar tiendas llenas de juguetes. No quería nada de eso. Lo que deseaba no estaba en ningún catálogo.
—Mateo, cariño, ¿no quieres bajar a cenar? —preguntó una voz suave a su espalda.
Era Clara, la nueva empleada que había empezado a trabajar allí apenas dos semanas atrás. Tenía poco más de treinta años, el pelo recogido en una coleta desordenada y unas manos que parecían no conocer el descanso. Sus ojos, sin embargo, eran lo más llamativo: cálidos, atentos, como si siempre estuvieran buscando a alguien que necesitara ayuda.
—No tengo hambre —murmuró Mateo, sin apartar la vista de la ventana.
—Eso dices siempre —respondió ella, acercándose y agachándose a su lado—. El chef ha preparado cosas muy ricas. ¿Ni siquiera un pedacito de pavo?
Mateo negó con la cabeza. Clara lo miró en silencio un momento. En las pocas semanas que llevaba allí, se había dado cuenta de algo que nadie parecía ver: ese niño no era un malcriado que despreciaba la comida cara. Era un niño que se sentía solo. Y la soledad, pensaba ella, también cerraba el apetito.
—Bueno… —suspiró—. Si tienes sueño, puedo llevarte un vaso de leche caliente más tarde. Como hacía mi madre conmigo cuando era pequeña.
Mateo la miró de reojo. No sonrió, pero sus ojos se ablandaron un poco.
—¿Tenías miedo a la oscuridad? —preguntó él, con una curiosidad tímida.
—Mucho —respondió Clara, sonriendo—. Y mi madre decía que la leche caliente espantaba los malos sueños. Nunca supe si era verdad, pero a mí me funcionaba.
—Yo… no tengo miedo a la oscuridad —dijo Mateo—. Solo… no me gusta estar solo.
Clara sintió un nudo en la garganta. Extendió la mano, dudando un segundo, y luego le acarició el cabello con delicadeza.
—Entonces, mientras yo esté aquí, prometo que no estarás del todo solo —dijo en voz baja.
Mateo asintió apenas, como si esa promesa le diera un poco de aire.
En el piso de abajo, Arturo entró al salón comedor. La mesa estaba impecablemente servida para tres personas: él, su hijo y un tercer plato que siempre quedaba vacío desde que la madre de Mateo se había marchado años atrás. Nunca habían reemplazado esa silla, ni quitado ese plato. Era como un recordatorio mudo de algo que Arturo no se atrevía a enfrentar.
—Señor Robles, ¿quiere que sirvamos ya la cena? —preguntó Esteban, el mayordomo, un hombre canoso, de traje oscuro y modales impecables que llevaba décadas trabajando para la familia.
—Sirvan cuando esté todo listo —contestó Arturo, breve—. Y díganle a Mateo que baje. No pienso cenar solo esta noche.
Esteban dudó un segundo.
—El joven Mateo ha dicho que no tiene hambre, señor.
La expresión de Arturo se endureció.
—Es un niño. No sabe lo que quiere. Dígale que baje —insistió, con tono cortante.
Esteban se inclinó, obediente, pero en sus ojos se dibujó una sombra de preocupación. Había visto crecer a Arturo, había visto cómo el dinero lo transformaba, cómo el dolor que nunca enfrentó se convertía en frialdad. Y ahora veía lo mismo ocurriendo con el pequeño Mateo, solo que en el sentido opuesto: el niño no se volvía duro, se volvía frágil.
Mientras tanto, en la cocina, el chef Mariela discutía con una de las ayudantes.
—Es absurdo —gruñía Mariela, señalando un plato—. Este pavo cuesta más que todo lo que mi familia come en un mes, y el niño lo mira como si fuera cartón.
—Dicen que no come casi nada —susurró la ayudante, bajando la voz—. Que apenas prueba el pan.
Clara entró en la cocina, cogiendo un delantal limpio.
—¿Queda algo de la sopa que preparaste para el personal? —preguntó.
Mariela la miró, algo desconfiada.
—Un poco. ¿Por qué?
—Solo preguntaba —respondió Clara—. Si sobra, no quiero que se tire. Podría comerla yo más tarde.
En realidad, no era para ella. Había notado que Mateo miraba con más interés las comidas sencillas, los guisos que a veces olían desde la cocina cuando el personal cenaba. Pero si decía que era para el niño, nadie lo permitiría. En aquella casa, todo debía ser perfecto, incluso lo que se tiraba a la basura.
Esteban apareció en la puerta de la cocina.
—Clara, el señor te pide que subas a buscar al joven Mateo y lo convenzas de bajar a cenar.
—Lo intentaré —dijo ella, secándose las manos.
Subió por la escalera de servicio, conocedora ya de los rincones por donde nadie pasaba. Encontró a Mateo todavía en el pasillo, sentado en el suelo, con las rodillas abrazadas.
—Tu padre quiere que bajes —dijo con suavidad.
—Él no quiere que baje —replicó Mateo, sin mirarla—. Quiere que la mesa esté completa. No es lo mismo.
Clara se quedó helada ante esa frase. Demasiado lúcida para un niño de siete años.
—Quizá hoy sea diferente —intentó.
—Nunca lo es —dijo él, con una seguridad triste.
Clara dudó. En su mente apareció la imagen de su propio hermanito, Luis, a quien cuidaba sola desde que sus padres habían muerto. Lo había dejado con una vecina de confianza para poder trabajar en la mansión. Cada llamada desde su barrio humilde le recordaba que Luis comía gracias a ese empleo. No podía perderlo. Pero tampoco podía ignorar el dolor evidente del niño frente a ella.
—Te propongo un trato —dijo al fin—. Bajemos a la cena, te sientas un ratito, comes lo que puedas o lo que quieras. Si no te gusta nada, yo misma te prepararé algo más tarde, ¿sí? En la cocina, solo tú y yo. Pero tienes que intentarlo.
Mateo la miró, dudando. Nadie le proponía tratos. Siempre le daban órdenes.
—¿De verdad harías eso? —preguntó—. ¿Comer conmigo?
—Claro —sonrió Clara—. Pero tendrás que contarme al menos una cosa sobre ti que nadie más sepa. Es la regla.
Sus ojos se encontraron unos segundos, y algo en la mirada de Clara le hizo sentir que aquella promesa era distinta, que no desaparecería al día siguiente.
—Está bien —aceptó en voz baja.
Bajaron juntos. Arturo, sentado a la cabecera de la mesa, los observó acercarse. Por un instante, le molestó ver que su hijo sonreía ligeramente al lado de una empleada. No estaba acostumbrado a que nadie más tuviera influencia sobre el niño.
—Buenas noches, papá —dijo Mateo, tomando asiento a su derecha.
—Buenas noches —respondió Arturo, sin dejar de pensar en los documentos que esperaba revisar más tarde—. Me alegra que hayas decidido cenar.
No preguntó cómo se sentía, ni por qué llevaba días comiendo tan poco. No había tiempo para esas cosas, se decía. El éxito requiere sacrificios, incluso emocionales.
La cena transcurrió casi en silencio. El sonido de los cubiertos sobre la porcelana fina llenaba el aire. Mateo jugaba con el puré, cortaba el pavo en trozos diminutos pero apenas se llevaba algo a la boca. Arturo lo observaba de reojo, irritado por esa falta de apetito que interpretaba como ingratitud.
—Deberías comer más —dijo al fin—. Hay niños que no tienen nada.
Mateo bajó la mirada.
—Yo no tengo… otras cosas —susurró, pero tan bajito que Arturo no lo escuchó.
Clara, de pie en un rincón, sí lo oyó. Y notó cómo el pecho le dolía un poco más.
Cuando la cena terminó, Mateo había comido apenas unas cucharadas. Arturo se levantó apresurado.
—Tengo trabajo pendiente —anunció—. Que nadie me moleste en el despacho.
Se marchó sin mirar a su hijo, sin decirle “Feliz Navidad”. Ni siquiera semisonrió. Mateo lo siguió con la mirada hasta que desapareció detrás de la puerta.
Más tarde, ya con la casa casi en penumbra, Clara regresó a la cocina. Mariela había guardado la sopa para el personal.
—¿Podrías calentar un poco? —pidió Clara—. Para mí. Y… quizá, si nadie se molesta, un pedacito de pan.
Mariela la miró, y aunque fingió indiferencia, sus ojos revelaron que intuía algo.
—Está bien. Pero rápido. Si Esteban ve al niño aquí, me llamarán la atención.
Clara llevó un tazón de sopa humeante y un trozo de pan en un plato pequeño. Subió en silencio hasta el piso de Mateo. Tocó suavemente la puerta.
—¿Mateo? Soy yo.
El niño abrió, en pijama, con el cabello aún más revuelto.
—Pensé que te habías olvidado —dijo, con una mezcla de esperanza y desconfianza.
—Te dije que no estarías solo —respondió ella—. Vamos, la cocina está vacía. Es nuestro pequeño secreto.
Bajaron por la escalera de servicio, tratando de no hacer ruido. En la cocina, las luces estaban encendidas solo sobre una mesa pequeña. Clara dejó el plato frente a él.
—No es pavo con salsa de trufas —bromeó—. Pero es la sopa que yo comería en Navidad.
Mateo se sentó, miró la sopa y el pan sencillo. Había un olor cálido, familiar, que le recordó vagamente algo… quizás una memoria muy antigua de cuando su madre todavía vivía con ellos y le preparaba caldo cuando estaba enfermo.
—Huele bien —dijo.
—Pruébala —respondió Clara, sentándose frente a él con otro tazón.
Mateo probó una cucharada. Luego otra. Y otra. Sus ojos se iluminaron lentamente.
—Está rica —comentó—. Mucho más que el pavo.
—¿Ves? Te lo dije —sonrió Clara—. A veces, lo sencillo sabe mejor.
Durante un rato, solo se escuchó el sonido de las cucharas golpeando suavemente los bordes de los tazones. Entonces Mateo rompió el silencio.
—La regla —dijo—. Dijiste que tenía que contarte algo que nadie sabe.
—Es verdad —asintió ella, apoyando los codos en la mesa—. Te escucho.
Mateo bajó la mirada hacia la sopa, como si buscara valor allí dentro.
—A veces… —empezó—. A veces deseo no ser el hijo de mi papá.
Clara sintió que el corazón se le encogía.
—¿Por qué? —preguntó, con extrema delicadeza.
—Porque… —las palabras le salían a trompicones—. Todos dicen que tengo suerte. Que tengo todo. Que soy rico. Pero cuando estoy aquí, en esta casa, siento que no tengo a nadie. Papá siempre está trabajando, siempre hablando de dinero, de negocios. Cuando viene, está cansado o enojado. No le gusta cuando hablo mucho… así que dejé de hablar.
Un silencio pesado llenó la cocina.
—¿Y tu mamá? —preguntó Clara, con cuidado.
—Se fue cuando yo era más pequeño —respondió el niño, sin lágrimas, como si ya no le quedaran—. Papá dice que no era una buena madre. Pero yo recuerdo que me abrazaba fuerte. Y que se reía mucho. Nadie se ríe así aquí.
Clara cerró los ojos un instante, respirando hondo.
—¿Sabes? —dijo al fin—. A veces los adultos se equivocan al elegir la forma de cuidar a los que quieren. Tu papá cree que dándote todo esto —señaló en el aire hacia la mansión invisible— te está protegiendo. Pero puede que no se haya dado cuenta de que tú necesitas otra cosa.
—¿Qué cosa? —preguntó Mateo.
—A él —respondió Clara—. No a su dinero.
Mateo apretó los dedos alrededor de la cuchara.
—No se lo digas —pidió de repente, con urgencia—. Si se enoja, te despedirá. Y yo… no quiero que te vayas.
Clara tragó saliva.
—No diré nada que te haga daño —prometió—. Lo único que haré es cuidar de ti lo mejor que pueda. Aunque sea con sopa y pan.
No sabían que alguien más estaba escuchando.
En el pasillo, a unos metros de la cocina, Esteban se había detenido, atraído por el murmullo de voces. No era un hombre curioso por naturaleza, pero el tono del niño le había llegado. Escuchó lo suficiente para comprender que Mateo no estaba simplemente “difícil” o “caprichoso”. Estaba roto por dentro.
Se fue en silencio, con el rostro serio. Por primera vez en muchos años, se atrevió a pensar que tenía que hacer algo, aunque significara enfrentarse a Arturo.
Pero esa misma noche, sería Arturo quien vería con sus propios ojos algo que no estaba preparado para aceptar.
Horas después, cuando el reloj marcaba casi la medianoche, Arturo salió de su despacho, con la garganta seca y la mente llena de cifras. Caminó hacia la cocina para pedir un café. No era habitual que lo hiciera él mismo, pero no quería llamar a nadie.
Al acercarse, escuchó risas. Risas suaves, contenidas, pero inconfundibles. Se detuvo.
“Risas… ¿de Mateo?”, pensó, sorprendido.
Se asomó por la rendija de la puerta entreabierta y vio la escena: su hijo sentado a una mesa sencilla, con un tazón casi vacío frente a él, y Clara frente a él, haciéndole alguna mueca graciosa con una servilleta en la cabeza a modo de sombrero. Mateo, el niño silencioso, el niño que no comía, se estaba riendo. Con una risa limpia, tan honesta que por un segundo a Arturo se le hizo un nudo en el estómago. Esa risa, recordó, se parecía dolorosamente a otra risa del pasado. La de Elena, la madre de Mateo.
Pero la reacción inmediata de Arturo no fue ternura. Fue furia.
Empujó la puerta con fuerza, haciéndola golpear contra la pared. El sonido hizo que ambos se sobresaltaran. Clara se puso de pie de un salto; Mateo se encogió en la silla.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —tronó Arturo—. ¿Por qué mi hijo está comiendo… qué es eso?
—Sopa, señor —dijo Clara, intentando mantener la calma—. El joven Mateo no había comido casi nada durante la cena y…
—¿Sopa del personal? ¿Sobrantes? —interrumpió Arturo, con la voz cargada de desprecio—. ¿Así es como cree que debe alimentarse mi hijo?
Mateo temblaba ligeramente.
—Papá, yo…
—Tú no hables —lo cortó él sin mirarlo siquiera—. Estoy hablando con la señorita que cree que puede tomar decisiones en mi casa sin consultarme.
Clara sintió como si la hubieran golpeado.
—Solo intentaba que comiera algo —dijo, apretando las manos—. El chef prepara platos muy elaborados, pero a veces a los niños les cuesta… pensé que…
—No le pagan para pensar, Clara —dijo Arturo, con frialdad—. Le pagan para obedecer.
Las palabras cayeron como cuchillos. Mateo apretó los puños.
—Fue idea mía bajar a la cocina —se atrevió a decir—. Yo le dije que tenía hambre…
—Mateo —lo interrumpió Arturo otra vez—, subirás a tu habitación ahora mismo.
—Pero…
—Ahora.
La mirada de Arturo no admitía réplica. El niño se levantó despacio, con los ojos vidriosos. Antes de salir, miró a Clara como buscando algo: una respuesta, un perdón, una promesa de que eso no sería el final.
—Lo siento —susurró Mateo, como si él tuviera la culpa.
Cuando el niño desapareció del marco de la puerta, Arturo se giró hacia Clara.
—En esta casa hay normas —dijo—. No quiero que vuelva a darle a mi hijo sobras de comida como si fuera un mendigo. Tenemos a los mejores chefs, la mejor comida. No voy a permitir que lo traten como si no pudiese tener aquello por lo que he trabajado toda mi vida.
Clara lo miró directo a los ojos. Estaba asustada, pero también había algo más en su mirada: una indignación que llevaba demasiado tiempo callada.
—Con todo respeto, señor —se atrevió—, su hijo no necesita mejores chefs. Necesita a su padre.
El silencio que siguió fue helado. Incluso el ruido distante del viento pareció desaparecer.
—¿Cómo se atreve? —susurró Arturo, con la cara enrojecida de rabia—. No tiene idea de lo que necesita mi hijo.
—Sé lo que necesita un niño cuando está triste —respondió Clara, la voz temblorosa pero firme—. Lo veo en sus ojos. He visto esa mirada antes. En mi hermano, cuando se quedó huérfano. En otros niños que crecen sin nadie que los escuche. El joven Mateo no está enfermo de falta de comida. Está enfermo de soledad.
Arturo dio un paso hacia ella.
—Está despedida —dijo, cortante—. Recogerá sus cosas y se irá mañana a primera hora. No quiero volver a verla en mi casa.
Clara sintió que el mundo le daba vueltas. Pensó en Luis, en el alquiler atrasado, en las medicinas que necesitaba. Sintió ganas de llorar, pero se contuvo.
—Entendido, señor —murmuró, con un hilo de voz.
Arturo se giró y se marchó, con los puños apretados. Pero lo que había visto —la risa de su hijo, la sopa, la cercanía— seguía clavado como una astilla en su mente.
Esa noche, Mateo no durmió. Lloró en silencio, con la cara enterrada en la almohada, mordiéndose los labios para no hacer ruido. Tenía miedo de que si hacía demasiado escándalo, echaran a Clara antes de tiempo. Pensó en bajar a pedirle perdón a su padre por haber hecho algo “malo”, pero las piernas no le respondían.
Al amanecer, Esteban subió a su habitación para llevarle el desayuno, como cada día de fiesta. Lo encontró pálido, con los ojos hinchados.
—Señorito Mateo —dijo con suavidad—. ¿Se encuentra bien?
El niño intentó ponerse de pie, pero el mundo le dio vueltas. Esteban, asustado, corrió hacia él justo a tiempo para evitar que se desplomara.
—¡Mateo!
El ruido alertó a varios empleados. En cuestión de minutos, había un médico en la habitación. Arturo, despertado de golpe, irrumpió en el cuarto, desarreglado, sin corbata.
—¿Qué le pasa? —preguntó, con una ansiedad que trataba de ocultar—. ¿Qué tiene?
El médico, un hombre de mediana edad con gafas y expresión cansada, tomó nota de la presión, revisó su pulso, su respiración.
—Físicamente no parece grave —dijo al terminar—. Está débil, agotado. Me preocupa que no esté comiendo bien desde hace tiempo. Pero no es solo eso.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Arturo, irritado—. ¿Es anemia? ¿Falta de vitaminas? Si hay que traer especialistas, los traeré. No escatimaré en gastos.
El médico lo miró con seriedad.
—No todo se arregla con dinero, señor Robles —dijo—. Lo que veo en este niño es estrés. Tristeza profunda. Lo que ustedes llaman “decaimiento” muchas veces es un grito silencioso. Una forma de decir: “Necesito algo más”.
Arturo frunció el ceño.
—¿Está insinuando que no cuido de mi hijo?
—Estoy diciendo que tal vez ha cuidado mucho de su bienestar material y no tanto de su bienestar emocional —respondió el médico, con prudencia—. A veces, lo que un niño necesita… es que alguien se siente a su lado y lo escuche. Que cene con él sin mirar el teléfono. Que le pregunte cómo se siente. Que le lea un cuento antes de dormir.
Cada palabra era como un golpe. Arturo apretó la mandíbula.
—Haré lo que sea necesario —dijo, casi entre dientes.
—Empiece por estar —sugirió el médico—. No es lo mismo pagar por todo, que estar presente.
Cuando el médico se fue, Esteban se quedó junto a la puerta, sin atreverse a intervenir. Mateo dormía, exhausto.
Arturo se acercó a la cama y lo miró de cerca. Vio entonces lo que no había querido ver: las ojeras, la palidez, la forma en que sus dedos se aferraban a la sábana como si tuviera miedo de que se la quitaran. Una visión, de repente, lo sacudió: se vio a sí mismo de niño, delgado, con la ropa rota, mirando desde la ventana de una casa pobre cómo otros niños jugaban con sus padres en la calle. Recordó la promesa que se había hecho: “Cuando yo sea grande, tendré tanto dinero que nadie me podrá hacer daño”.
Había cumplido esa promesa… pero en el proceso, había aprendido a protegerse endureciendo el corazón. Y ahora, sin querer, le estaba enseñando lo mismo a su hijo, solo que en lugar de hacerlo fuerte, lo estaba quebrando.
Se llevó la mano a la frente. Recordó a Clara, la sopa, la risa de Mateo. Recordó las palabras que ella había pronunciado: “Su hijo no necesita mejores chefs. Necesita a su padre.”
Sin darse cuenta, sus pasos lo llevaron hacia la planta baja, a la zona donde dormían los empleados. Tocó la puerta del pequeño cuarto que le habían asignado a Clara.
No obtuvo respuesta.
Abrió. La habitación estaba casi vacía. La cama hecha, las pocas pertenencias que había visto antes —una maleta sencilla, una foto de ella con un niño más pequeño— habían desaparecido.
—Se fue al amanecer, señor —dijo Esteban, que había aparecido detrás de él—. Dijo que ya no era bienvenida.
—Pero yo ordené que se fuera “a primera hora” —dijo Arturo, como si aquella precisión absurda explicara algo—. Quería… hablar con ella.
Esteban lo miró con una mezcla de respeto y atrevimiento.
—Con todo el respeto, señor, quizá debería buscarla —dijo—. El joven Mateo le tiene un cariño especial. Y, si me permite decirlo, en estas semanas he visto más cambios en el niño por la presencia de la señorita Clara que en años de psicólogos caros.
Arturo lo miró sorprendido.
—¿Por qué nadie me dijo nada?
—Porque nadie quería molestarlo —respondió Esteban, con honestidad dolorosa—. Usted siempre está ocupado, señor. Y cuando no lo está, parece… lejos.
Esas palabras le dolieron más que cualquier crítica pública. Sin pensarlo demasiado, tomó su abrigo y salió de la mansión. El cielo estaba gris, el aire frío le golpeó el rostro, pero por primera vez en mucho tiempo no pensó en negocios, ni en firmas, ni en reuniones. Solo pensó en Clara, en Mateo, y en aquel niño de siete años que no sonreía, excepto cuando estaba con ella.
Después de hablar con algunos empleados, supo el nombre del barrio donde vivía Clara. Era una zona humilde, muy lejos del lujo de su mansión. Condujo él mismo, sin chofer, sorteando el tráfico. Cada semáforo le parecía una eternidad.
Al llegar, dejó el coche en una esquina. Las calles eran estrechas, con paredes descascaradas y ropa colgando de los balcones. Niños jugaban en la acera. Uno de ellos, un chico de unos diez años, lo miró con curiosidad.
—Busco a Clara —dijo Arturo, sintiéndose extrañamente fuera de lugar—. Ella trabaja… trabajaba en mi casa.
El niño lo miró con recelo.
—¿La señora Clara de Luis? —preguntó.
—Supongo que sí. Tiene un hermano llamado Luis.
El niño señaló una puerta azul al fondo de la calle.
—Vive ahí.
Arturo se acercó y llamó. Tardaron unos segundos en abrir. Apareció un niño delgado, de unos once años, con el mismo tipo de ojos cálidos de Clara.
—¿Sí? —preguntó.
—Busco a Clara —dijo Arturo—. Soy… su jefe. Bueno, lo era.
Luis frunció el ceño. Antes de contestar, apareció Clara detrás de él, con el rostro cansado, ojeras marcadas y un suéter viejo.
—Señor Robles —dijo, sorprendida—. ¿Qué hace aquí?
Arturo la miró un momento. Allí, en aquel pequeño departamento, no había mármol, ni luces de diseño, ni mesas de cristal. Solo una mesa de madera gastada, unas sillas desparejadas y una decoración sencilla de papel que Luis había hecho con sus propias manos.
—Vengo a disculparme —dijo Arturo, sin rodeos—. Y a pedirle algo.
Clara lo miró con desconfianza.
—No hace falta que se disculpe —respondió ella—. Ya entendí cómo funciona su mundo. Yo solo soy una empleada más.
—No —dijo Arturo, negando con la cabeza—. No “solo” eso. Usted fue la única que vio lo que yo no quise ver de mi hijo. Y por eso la despedí. Porque me dolió. Porque no quise escuchar.
Luis miraba la escena en silencio, sin entender del todo, pero notando la tensión.
—Mateo se desmayó esta mañana —continuó Arturo—. El médico dice que no es solo falta de comida. Es tristeza. Soledad. Usted ya lo sabía. Yo no.
Clara sintió un vuelco en el corazón.
—¿Está bien? —preguntó, con genuina preocupación.
—Se está recuperando —respondió él—. Pero… cuando despierte, va a buscarla. Y no la va a encontrar. Y no pienso permitir que esta Navidad se convierta en el recuerdo de la noche en que perdió a la única persona que lo hacía reír.
Clara bajó la mirada.
—Señor, yo necesito este trabajo —dijo—. Pero también necesito respeto. No puedo volver a un lugar donde cualquier intento de ayudar al niño se interprete como una falta.
—Lo sé —admitió Arturo—. Por eso no vengo a exigirle que vuelva. Vengo a pedirle que… me dé la oportunidad de cambiar. No solo como jefe. Como padre.
Clara lo estudió un momento. No estaba viendo al hombre frío de la noche anterior. Había algo roto en él, algo sincero.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó.
—Quiero que vuelva esta noche —respondió Arturo—. No como empleada cualquiera, sino como alguien de confianza. Quiero que cene con nosotros. Que esté cuando hable con Mateo. Necesito que él vea que no la ha perdido. Y necesito que vea que su padre está dispuesto a escuchar, por primera vez.
Luis tiró de la manga de su hermana.
—Ve, Clara —susurró—. El niño te necesita. Y si él mejora, tú podrás trabajar tranquila.
Clara lo miró, enternecida.
—¿Estarás bien aquí solo? —preguntó.
—La señora Rosa de al lado dijo que podía quedarme con ellos si tú trabajabas de noche —respondió Luis—. Y además, mañana es Navidad. No quiero que ese niño esté triste.
Hubo un momento de silencio. Luego, Clara asintió.
—Está bien, señor Robles —dijo—. Volveré. Pero si quiero ayudar a Mateo, tendrá que aceptar cosas que quizá no le gusten. Tendrá que estar. Tendrá que escuchar. Tendrá que dejar de hablar solo de dinero.
Arturo respiró hondo.
—Haré lo que sea necesario —dijo—. Esta vez… de verdad.
Volvieron a la mansión juntos. La casa seguía igual de imponente, pero Arturo la miraba distinto, como si de pronto viera lo fría que era. Al entrar, subieron directamente a la habitación de Mateo. El niño seguía dormido, pero comenzó a moverse, inquieto, como si sintiera presencias.
—Mateo —susurró Arturo, sentándose a su lado—. Hijo… estoy aquí.
Los ojos del niño se abrieron lentamente. Vio primero el rostro de su padre, más cerca de lo normal. Luego, al girar la cabeza, vio a Clara. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Creí que te habías ido —dijo, con la voz quebrada—. Por mi culpa.
Clara se acercó y le tomó la mano.
—No, Mateo —respondió—. No fue por tu culpa. Y no me voy a ir, ¿de acuerdo? Al menos no sin despedirme como es debido. Tu papá y yo… hemos hablado.
Mateo miró a Arturo, temeroso.
—Lo siento —murmuró—. No quería desobedecerte. Solo tenía hambre. Pero no de esas cosas raras que prepara el chef. Hambre de… no sé.
Arturo sintió que la garganta se le cerraba.
—No tienes que pedir perdón por sentirte solo —dijo, con un hilo de voz—. El que debería disculparse soy yo.
Mateo frunció el ceño, sorprendido.
—¿Tú?
Arturo tragó saliva.
—He estado ausente —continuó—. Pensé que dándote todo lo que nunca tuve, estaba siendo un buen padre. Pero me olvidé de lo más importante. De sentarme contigo. De escucharte. De saber qué te gusta, qué te da miedo, qué te hace feliz. Dejé que otros se encargaran de todo eso. Y… eso estuvo mal.
Un silencio cargado llenó la habitación. Mateo lo miraba como si no lo reconociera. Clara, a un lado, se mantenía en silencio, respetando ese momento.
—Quiero intentar hacerlo mejor —dijo Arturo—. No sé si lo lograré a la primera. Estoy acostumbrado a firmar contratos, no a hablar de mis sentimientos. Pero si tú me das una oportunidad, quiero aprender.
Mateo parpadeó.
—¿De verdad… quieres aprender? —preguntó.
—Sí —asintió Arturo—. Y necesito que me digas cuando meto la pata. Que no te calles. Que no dejes de hablar.
Un pequeño destello apareció en los ojos del niño.
—Entonces… —dijo, con timidez—. Lo primero que quiero es que esta noche no cenen sin mí. Y que… ¿podemos comer sopa? Como la de Clara. Y pan. Todos juntos.
Arturo dejó escapar una pequeña risa nerviosa.
—Creo que eso puedo arreglarlo —respondió—. Y sin despedir a nadie esta vez.
Clara sonrió por primera vez en muchas horas.
Esa noche, en la mansión de Arturo Robles, la Navidad fue distinta. No hubo una cena ostentosa servida por un ejército de empleados que se movían en silencio. En su lugar, la mesa del comedor, aunque seguía siendo elegante, tenía algo nuevo: sencillez. En el centro, una gran sopera humeante, pan cortado en rebanadas y un par de platos con comida menos recargada.
Mariela, la chef, observaba desde la puerta, incrédula pero con una sonrisa.
—Parece que esta vez mi sopa tiene invitación a la mesa principal —comentó en voz baja.
Esteban asintió.
—Y no será la única en subir —respondió.
Arturo se sentó frente a Mateo, con Clara a un lado del niño. Por primera vez en años, dejó el teléfono en otra habitación. Se sirvió sopa, algo torpe, y esperó a que Mateo se sirviera también.
—Feliz Navidad, hijo —dijo, levantando la cuchara.
—Feliz Navidad, papá —respondió Mateo.
Y esa vez, cuando lo dijo, lo sintió un poquito de verdad.
Clara los miraba, conmovida. A su mente acudió el recuerdo de Luis, comiendo solo alguna vez. Decidió que aquella escena, un padre y un hijo intentando reconstruirse, valía la pena todos los riesgos.
La conversación durante la cena fue torpe al principio. Arturo no sabía qué preguntar. Mateo no sabía qué responder. Clara, discreta, fue guiando el diálogo.
—Mateo me contó algo de ti esta tarde —dijo ella, sonriendo—. Dice que eras muy bueno construyendo cosas con bloques cuando tenías su edad.
Arturo se sorprendió.
—¿Te conté eso? —preguntó a su hijo.
—Lo leí en un artículo —admitió Mateo, bajando la mirada—. Decía que antes de ser rico, te pasabas horas construyendo cosas con cajas y latas. Me hubiera gustado verte.
Arturo se rascó la nuca, incómodo.
—Supongo que… aún puedo construir algo —dijo—. No sé si torres de latas, pero… quizá podemos armar algo juntos. Un rompecabezas. Un castillo de cartas. Lo que quieras.
—¿Mañana? —preguntó Mateo, con una chispa de ilusión.
—Mañana —confirmó Arturo—. Y pasado mañana también. Y el siguiente. Voy a reorganizar mis horarios. Habrá negocios, pero también habrá tardes que serán solo tuyas.
Mateo intentó contener la sonrisa, pero no pudo. Clara los observaba, sintiendo que algo, finalmente, se estaba moviendo en la dirección correcta.
La noche avanzó entre anécdotas torpes, risas tímidas y silencios menos incómodos. Cuando fueron a dormir, Mateo pidió algo que nunca antes había pedido.
—Papá… ¿puedes quedarte un ratito conmigo hasta que me duerma?
Arturo dudó un segundo, miró su reloj… y luego lo apagó.
—Claro —dijo, sentándose en el borde de la cama—. Cuéntame… ¿qué quieres que te lea?
Mateo señaló una estantería llena de libros que casi nadie tocaba.
—No quiero que leas —dijo—. Quiero que me cuentes cómo era tu Navidad cuando era niño.
Arturo respiró hondo. No era un recuerdo agradable. Pero entendió que compartir su vulnerabilidad era parte de esa nueva forma de ser padre.
—Bueno… —empezó—. No teníamos árbol. Ni luces. A veces, ni siquiera había cena. Pero mi madre hacía algo especial: recortaba estrellas de papel y las pegaba en la ventana para que pareciera que el cielo estaba más cerca…
Mientras hablaba, vio que los ojos de Mateo se iban cerrando poco a poco, con una expresión tranquila que no le había visto en mucho tiempo. Cuando el niño se durmió, Arturo se quedó un momento mirándolo. Sintió una mezcla de culpa y esperanza. Todavía tenía tiempo de cambiar. No podría borrar los años de ausencia, pero sí escribir los que venían de otra forma.
Al salir de la habitación, encontró a Clara en el pasillo.
—Gracias —le dijo, mirándola con sinceridad—. Por la sopa. Por decirme la verdad cuando nadie más se atrevía. Si no hubiera sido por usted, quizá hoy estaría firmando contratos en lugar de… aprender a ser padre.
Clara sonrió con humildad.
—Yo solo hice lo que hubiera querido que hicieran por mi hermano —respondió—. Usted hizo lo difícil: admitir que estaba equivocado.
—¿Se quedará? —preguntó Arturo—. No quiero imponerle nada. Pero… creo que Mateo la necesita. Y yo también. Para recordarme, cuando empiece a desviarme otra vez, que la sopa y el pan a veces valen más que el caviar.
Clara soltó una pequeña risa.
—Me quedaré —dijo—. Pero con una condición.
—La que sea.
—Que de vez en cuando, además de cuidar a su hijo, se deje cuidar usted también. Nadie puede cargar con un mundo entero sobre los hombros sin caerse.
Arturo asintió, con una humildad nueva.
—Trato hecho.
Pasaron los meses. La mansión Robles seguía siendo grande, lujosa, impresionante. Pero algo había cambiado. Las luces ya no parecían frías; la casa se llenó de ruidos nuevos: risas, carreras de niño, discusiones sobre qué película ver, voces hablando de cosas que no tenían nada que ver con dinero.
Arturo empezó a llegar antes del trabajo algunas tardes. Se sentaba en el suelo con Mateo a construir ciudades imaginarias con bloques. De vez en cuando, invitaban a Luis a pasar el fin de semana, y los dos niños se convertían en cómplices, compartiendo videojuegos y secretos. Clara trabajaba con más calma, sabiendo que su voz importaba.
La Navidad siguiente, la mansión volvió a iluminarse. Hubo un árbol grande, sí, pero también había estrellas de papel recortadas y pegadas en las ventanas, hechas por Mateo y Luis. En la mesa, junto a los platos elaborados de Mariela, había una gran sopera de la misma vieja sopa que había cambiado tantas cosas.
Antes de empezar la cena, Arturo levantó su copa.
—Brindo —dijo— por la noche en que aprendí que no se puede llenar un corazón con dinero. Y por quienes me lo enseñaron, aunque doliera.
Mateo sonrió, orgulloso.
—Y yo brindo —añadió el niño— porque ahora sí siento que la Navidad es especial.
Mientras las luces titilaban y las risas llenaban la casa, la mansión dejó de ser solo una demostración de éxito. Por primera vez, se parecía a lo que siempre debería haber sido: un hogar.




