Dejé a mi novio solo por broma… ahora tiene una familia perfecta.
redactia redactia
- December 11, 2025
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El cheque estaba doblado en cuatro dentro de su cartera, tan gastado en las esquinas que parecía mucho más viejo de lo que realmente era. Andrea lo sacó con cuidado, como si fuera una reliquia sagrada y al mismo tiempo una maldición. Se sentó en el colchón inflable que hacía las veces de cama en su apartamento diminuto, rodeada de cajas de cartón que jamás había desempacado del todo. El olor a comida rancia, humedad y fideos instantáneos recalentados impregnaba el aire.
En la parte de atrás del cheque, con la letra firme y ordenada que ella conocía mejor que la suya, alguien había escrito: “Para que por fin puedas dejarme ir”. Abajo, la firma de David.
Andrea tragó saliva. Diez años antes, él no tenía dinero ni para un billete de autobús. Diez años antes, ella lo había dejado tirado en una gasolinera como una broma. Diez años antes, todavía creía que era buena persona.
Cerró los ojos y volvió al principio, al día en que conoció a David.
Él trabajaba en administración en la misma empresa donde ella era recepcionista. No era guapo en el sentido clásico que presumían sus amigas, pero tenía una sonrisa tranquila y una paciencia infinita. La primera vez que se cruzaron fue en la sala de descanso: ella intentaba pelear con la máquina de café, que se había tragado sus monedas.
—Creo que la has ofendido —bromeó David, apoyado en la pared, con una taza en la mano.
—Me debe café y respeto —replicó Andrea, golpeando la máquina otra vez.
Él se acercó, introdujo una moneda y presionó el botón correcto.
—Prueba ahora. —Le ofreció el vasito de cartón—. Te invito este. Pero a la máquina no la provoques, es vengativa.
Andrea sonrió. Ese fue el inicio: un café mal hecho, un chiste tonto y una mirada que, en aquel momento, le pareció sincera y cálida. Con el tiempo, las cosas se volvieron casi perfectas. David era el tipo de hombre que aprendía su ciclo menstrual para prepararle té cuando tenía cólicos, el que le dejaba notas pegadas en el espejo del baño: “Hoy vas a poder con todo, lo sé” o “Te ves preciosa incluso cuando dices que no”.
Sus amigas, sin embargo, nunca lo vieron así.
—Es un mandilón —soltó Mónica una noche, agitando su margarita en el bar de siempre—. ¿No te aburre que esté tan pendiente?
—A mí me daría miedo —añadió Brenda, arreglándose el labial frente a la cámara frontal del móvil—. Un hombre así es una bomba de tiempo. Hoy te hace el desayuno, mañana te controla hasta la respiración.
—Yo lo veo… raro —dijo Laura, que siempre hablaba menos pero hería más—. Tan servicial. ¿No te parece un poco… desesperado?
Andrea rió, pero la risa le salió floja.
—Solo es atento —se defendió—. Me quiere.
—Te idolatra —corrigió Mónica—. Y entre nosotras, amiga, los hombres que idolatran se vuelven insoportables. Un poquito de misterio no hace daño.
Poco a poco, a fuerza de comentarios, risas y miradas cómplices, lo que antes eran gestos de amor empezaron a parecerle a Andrea una especie de prisión invisible. El té se convirtió en “¿por qué siempre tiene que estar encima?”. Las notas dulces, en “no me dejas en paz ni en el espejo”. Los desayunos en la cama, en “¿es que no puede hacer algo por sí mismo?”.
Una noche, en su pequeño apartamento, David llegó con una bolsa de supermercado.
—Te compré tu helado favorito —dijo, dejando la bolsa sobre la encimera—. Y traje ingredientes para hacer pasta. Pensé que podríamos ver esa película que tanto querías.
Andrea estaba en el sofá, chateando con el grupo de WhatsApp que tenía con Mónica, Brenda y Laura. El nombre del grupo era “Las Salvajes”.
—Otra vez pasta, David… —suspiró, sin mirarlo del todo—. A veces siento que no sales de un guion.
Se hizo un silencio corto, casi imperceptible, pero suficiente.
—Solo quería que tuvieras una noche tranquila. Has tenido una semana difícil —contestó él, suave.
—Siempre “noche tranquila”, siempre “te cuido”, siempre “te preparo”… —Andrea dejó el móvil a un lado—. ¡No soy una anciana, David! También quiero divertirme, salir, hacer cosas, no estar siempre… aquí.
Él tragó saliva, herido.
—Podemos salir —propuso—. Solo que pensé que estabas cansada.
Andrea se levantó del sofá con un gesto brusco.
—¿Sabes qué? Saldré con las chicas. Ellas sí saben divertirse. Tú… tú puedes quedarte viendo tu documental de siempre o lo que sea.
David asintió, como si no se le ocurriera que podía decir que no.
—Está bien —murmuró—. Pásalo bien. Te preparo algo para cuando vuelvas.
Andrea no respondió. Cogió su bolso, se puso los tacones y salió, sintiendo en la espalda la mirada silenciosa de David. En el ascensor, abrió el chat.
Mónica: “¿Ya te libraste del santo?”
Andrea, con una mezcla de rencor y culpa, escribió: “Sí, ahí se queda con su pasta y sus documentales. Es un muermo”.
Ese fue el primer pequeño desliz. Una frase que deformaba la realidad para encajar en el molde de sus amigas.
Meses después, Mónica propuso el viaje a la casa del lago de los padres de Brenda.
—Fin de semana de chicas —dijo Mónica, eufórica—. Bueno, y puedes llevar a David si quieres, claro. Será divertido verle intentar relajarse.
—Voy a ir yo sola —respondió Andrea, dudando.
—No, tráelo —insistió Brenda—. Tengo curiosidad por ver cuánto tarda en hacerte la cama también allí.
El día que llegaron a la casa del lago, el aire olía a pino y a agua limpia. El lugar era precioso: una construcción de madera con un muelle pequeño que se adentraba en el agua. David, como siempre, ayudó con las maletas, organizó la cocina, se ofreció a encender la chimenea.
—Quédate quieto un momento, por Dios —bufó Mónica, ya con una copa en la mano—. Nos estás cansando solo de verte.
—Solo intento ayudar —respondió David, con una sonrisa incómoda.
Por la noche, después de varias rondas de margaritas, la conversación se volvió más cruel. David ya se había ido a dormir, agotado por el viaje y por un dolor de cabeza que llevaba arrastrando desde hacía días.
—Andrea, tienes que admitir que tu marido es… intenso —dijo Brenda, riéndose.
—No es intenso, es obsesivo —añadió Mónica—. ¿Sabes qué deberíamos hacer? Una broma. Algo para que se relaje.
—¿Qué tipo de broma? —preguntó Laura, con curiosidad en los ojos.
Mónica se inclinó hacia el centro de la mesa como si fuera a compartir un secreto de Estado.
—Mira, mañana, de camino de regreso, podemos dejarlo en una gasolinera perdida. Solo una hora. Para que vea lo que se siente cuando no tiene todo bajo control. Luego volvemos, nos reímos un rato, todos felices.
Andrea parpadeó, aturdida por el alcohol y por la voz insistente de sus amigas.
—No sé… David se lo tomaría muy mal.
—Es solo una broma —intervino Brenda, encendiendo un cigarrillo—. Le hará bien. Le bajará los humos de mártir.
—Además —añadió Laura, con una media sonrisa—, tú necesitas una historia buena, no ese relato aburrido de “mi marido perfecto que me hace tostadas”. Esto va a ser épico.
Andrea miró su copa, el reflejo distorsionado de su rostro en el cristal.
—¿Solo una hora? —preguntó.
—Solo una hora —confirmó Mónica—. Prometido.
Andrea asintió. En el fondo del estómago, sin embargo, algo se encogió.
Al día siguiente, el plan se puso en marcha. David conducía la camioneta, con Andrea a su lado y las tres amigas en el asiento trasero, hablando y riendo. La carretera se extendía interminable, entre campos secos y carteles gastados por el sol.
—Necesito ir al baño —anunció Mónica de repente—. Y quiero un café decente.
Como si lo hubieran ensayado, Brenda exclamó:
—Mira, allí hay una gasolinera. Perfecto.
Era una estación pequeña, casi abandonada, con una tienda de conveniencia y dos surtidores que parecían haber visto décadas mejores. Un hombre mayor, de gorra descolorida, fumaba junto a la puerta.
—¿Paro aquí? —preguntó David.
—Sí, por favor —respondió Andrea, sintiendo cómo el corazón le golpeaba el pecho.
Cuando la camioneta se detuvo, David apagó el motor.
—¿Quieres algo, mi amor? —preguntó, inclinándose hacia ella.
—No, estoy bien —mintió Andrea, incapaz de sostenerle la mirada.
Mónica y Brenda bajaron rápidamente. Laura fue la última.
—Vamos al baño, David, tú también deberías ir —dijo Mónica, dándole una palmada en el hombro—. Luego tú conduces, Andrea. Así él descansa.
—Claro, buena idea —aceptó David, despreocupado.
Lo vio caminar hacia la puerta del baño, junto al pequeño edificio. Antes de entrar, se giró y le sonrió a Andrea, esa sonrisa de siempre, la que ella conocía mejor que cualquier gesto en el mundo. Andrea levantó la mano en un saludo débil.
—Es ahora —susurró Mónica, abriendo la puerta del conductor—. Cambia de sitio.
—Yo… —Andrea sintió que las piernas le temblaban.
—Vamos, Andrea —insistió Brenda—. Solo una hora. No seas pesada.
Laura ya estaba grabando con el móvil, riéndose en voz baja.
—Esto va a ser oro.
Andrea dio la vuelta al coche casi en automático, se sentó al volante, encendió el motor. El corazón le retumbaba en los oídos, en la garganta, en todos lados.
—Ve, ve —apuró Mónica—. Antes de que salga.
Andrea metió primera y arrancó. Vio por el retrovisor el baño de la gasolinera, la puerta cerrada, el cartel oxidado que decía “SERVICIOS”. Se alejó. Mónica aplaudía, Brenda gritaba de risa. Laura comentaba:
—La cara que va a poner cuando salga. ¡Dios, me muero!
Al principio, Andrea rió, porque todas reían, porque el coche era una burbuja de ruido y alcohol residual y crueldad disfrazada de diversión. Pero a los diez minutos, la risa se le congeló.
—Ya, demos la vuelta —dijo—. De verdad, esto no es gracioso.
—Todavía no —respondió Mónica—. Falta la mejor parte. Imagina cómo está ahora mismo, mirando a todos lados. Le hará bien. Se le bajarán los humos de perfecto esposo.
Media hora más tarde, el móvil de Andrea empezó a vibrar. Un mensaje de David.
“¿Dónde están? ¿Todo bien? Creo que el coche no está donde lo dejé…”
El siguiente:
“Andrea, cariño, ¿esto es una broma? No te estoy viendo. Llámame, por favor”.
Mónica se inclinó sobre su hombro y leyó los mensajes.
—Ay, pobre —dijo con sarcasmo—. ¿Le contesto?
Andrea tecleó: “Es una broma, enseguida volvemos”. Y luego no envió el mensaje. Su dedo temblaba sobre el botón.
—No se lo mandes —ordenó Brenda—. Si no, pierde gracia. Apaga el móvil. Que sienta un poquito de miedo.
—No quiero… —musitó Andrea.
—Andrea, siempre estás defendiendo a ese hombre como si fuera de cristal —saltó Mónica—. No te va a pasar nada. En una hora estaremos ahí. Ya habrá aprendido la lección.
Laura asintió, mirando por la ventana.
—Además, aquí no hay nada. No es como si lo hubiéramos dejado en otro país.
Andrea, contra su instinto, apagó el móvil. El silencio que siguió fue pesado.
Una hora se convirtió en dos. Pararon en un mirador a hacerse fotos. Mónica subió una historia con la frase: “Perdidas pero felices”, sin mencionar que otro ser humano estaba realmente perdido gracias a ellas. Andrea sonreía en las fotos, pero sus ojos no.
Cuando por fin, casi cuatro horas después, dieron la vuelta, el paisaje parecía diferente. La gasolinera apareció a lo lejos, pequeña y desolada.
—Va a estar furioso —dijo Brenda, riéndose—. Prepárate para el drama, Andrea.
Andrea no respondió. Sentía un nudo en el estómago que casi le cortaba la respiración. Aparcó junto a los surtidores. El hombre mayor de la gorra seguía allí, ahora barría el suelo.
David no estaba.
—Tal vez está dentro —dijo Laura, algo menos divertida.
Andrea bajó del coche casi corriendo.
—¿Ha visto a un hombre…? Alto, moreno, camisa azul, estaba conmigo hace unas horas —preguntó al hombre de la gorra.
El anciano la miró con ojos cansados.
—El chico del baño —dijo—. El que parecía que se iba a desmayar.
Andrea sintió que el suelo se abría.
—¿Dónde está? —susurró.
—Salió hace como… dos horas. Llorando, hablando solo. Dejasteis el coche, ¿verdad? —El hombre la miró con una mezcla de reproche y curiosidad—. Un camionero lo vio sentado ahí, al borde de la carretera. Me dejó el teléfono que encontró en el suelo, dijo que se lo había olvidado.
El anciano sacó un móvil del mostrador. Andrea lo reconoció al instante: el de David.
En ese momento, el teléfono fijo de la gasolinera sonó. El hombre contestó, murmuró algo y luego alargó el aparato hacia Andrea.
—Es el camionero —dijo—. Quiere hablar con quien dejó al chico.
Andrea apoyó el auricular en la oreja, con las manos temblando.
—¿Hola?
—¿Andrea? —La voz de un hombre grave sonó al otro lado—. Me llamo Tomás. El chico… David, creo. Estaba muy mal. Intenté que subiera al camión, pero se negó. Solo repetía que todo era culpa suya, que tenía que alejarse. Me pidió dinerillo para un billete y se fue hacia la carretera, dirección oeste. No quería que llamara a nadie.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Andrea, casi gritando.
—No lo sé. Lo dejé en una parada más adelante. No quiso decirme nada más. Oye, lo que le habéis hecho… no está bien.
La línea se cortó. Andrea quedó con el auricular en la mano, escuchando el pitido del tono muerto. Mónica entró en la tienda.
—¿Ha hecho mucha escena? —preguntó, sonriendo, sin entender.
Andrea se giró hacia ella, pálida.
—Se ha ido —dijo—. No está aquí. No tiene teléfono. No tiene nada.
—Pues lo buscamos —respondió Brenda, desde la puerta—. No exageres.
Condujeron arriba y abajo por la carretera durante una hora, luego dos. Gritaban su nombre por la ventana, preguntaban en otras gasolineras, en pequeños bares de carretera donde nadie sabía nada. Al atardecer, el miedo se había instalado definitivamente en el coche.
—Ya está —dijo finalmente Mónica, cruzándose de brazos—. No vamos a encontrarlo así. Seguramente se fue a casa o algo.
—¿Cómo, si no tiene dinero ni teléfono? —estalló Andrea—. ¡Lo hemos dejado tirado en medio de la nada!
—Lo has dejado tú —corrigió Brenda, con frialdad.
Al día siguiente, Andrea fue a la policía. El oficial que la atendió, un hombre de rostro curtido y ojos grises, escuchó la historia sin parpadear.
—¿Así que dejó a su marido en una gasolinera aislada como una broma? —repitió, apuntando en el informe.
—Fue… un error —balbuceó Andrea—. Íbamos a volver enseguida, pero…
—Pero no volvieron enseguida —concluyó el oficial—. Señora, usted comprende que lo que hizo no es solo “una broma”. Es abandono. Y si al hombre le ha pasado algo…
Andrea sintió la sangre abandonarle el rostro.
—¿Puede encontrarlo? —imploró—. Por favor, es un buen hombre. Yo… no pensé…
—Nos encargaremos —dijo él, con un tono que no prometía nada—. Pero no espere milagros.
Pasaron días. Luego semanas. Recibió llamadas, tuvo que repetir la historia a otros agentes, firmar papeles. Sus padres la llamaron, horrorizados. La madre de David, desde otra ciudad, la insultó entre sollozos.
—¿Qué le hiciste a mi hijo, Andrea? —gritó—. ¡Siempre confió demasiado en ti!
Mónica empezó a desaparecer de su vida. Brenda dejó de contestarle. Laura cambió de número. Nadie quería estar cerca de la mujer que había dejado a su marido en una gasolinera y lo había perdido.
Un mes después del incidente, Andrea recibió una carta certificada. Dentro había unos papeles. El remitente: un bufete de abogados en Colorado.
“Solicitud de divorcio”, decía el encabezado. Adjunta, una breve carta escrita por David.
“Andrea,
Estoy vivo. Eso es lo único que creo que te interesa saber. No quiero hablar contigo. No quiero verte. No quiero que me busques.
Lo que pasó en esa gasolinera me mostró algo que preferiría no haber sabido: que podías abandonarme para entretener a tus amigas. No fue una broma. Fue una decisión.
Este divorcio es otra.
Firmaré lo que sea necesario. No quiero nada de ti. Solo distancia.
David.”
Andrea firmó los documentos sin protestar. No pidió explicaciones. No escribió de vuelta. No sentía que tuviera derecho a hacerlo.
A partir de ahí, su vida se desmoronó como si alguien hubiera cortado el hilo que lo sostenía todo. En el trabajo, sus compañeros ya no la miraban igual. Algunas bromas incómodas, susurros a su paso, comentarios como “cuidado con ir a una gasolinera con ella”. La presión se volvió insoportable y terminó renunciando.
Intentó montar un pequeño negocio de venta online con la ayuda de una nueva amiga, Lucía, una compañera del gimnasio.
—Tienes que pasar página, nena —le decía Lucía, mientras embalaban cajas—. Todos cometemos errores.
Andrea asentía, pero por las noches seguía soñando con baños de gasolinera, teléfonos tirados en el suelo, carreteras infinitas.
El negocio fracasó en menos de un año. Luego vinieron relaciones que duraban lo que un suspiro: hombres infieles, egoístas, violentos, reflejos distorsionados de lo que había perdido. Cada vez que uno la engañaba, no podía evitar pensar: “Esto es lo que me merezco”.
Diez años después, cuando estaba casi en la ruina, con deudas, un apartamento miserable y un colchón inflable como cama, tomó una decisión que llevaba años postergando. Con sus últimos ahorros, contrató a un investigador privado.
La oficina de Raúl Vega estaba en el tercer piso de un edificio viejo, con un letrero neón medio fundido en la entrada. Él era un hombre de mediana edad, pelo canoso en las sienes y una mirada tan cansada como observadora.
—Así que busca a su exmarido —dijo, mientras tomaba notas—. ¿Hace cuánto que no sabe de él?
—Desde… desde la gasolinera —admitió Andrea, tragando saliva—. Sé que estaba en Colorado cuando me mandó los papeles de divorcio. Nada más.
Raúl la miró por encima de las gafas.
—¿Y por qué quiere encontrarlo ahora?
Andrea dudó. ¿Qué iba a decir? ¿Que necesitaba saber si era feliz? ¿Que quería ver con sus propios ojos lo que había hecho?
—Necesito… cerrar algo —respondió, simplemente.
Raúl no preguntó más. Dos semanas después, la llamó.
—Lo encontré —dijo, directo—. Vive en un pueblo pequeño de Colorado. Es dueño de tres restaurantes. Está casado, tiene dos hijos. Parece… bien.
Andrea sintió una punzada en el pecho.
—¿Está feliz? —preguntó, casi sin voz.
—Eso no puedo saberlo —contestó Raúl—. Pero en las fotos que vi, no parece un hombre infeliz.
Ella no quiso más detalles, pero cuando colgó, se pasó toda la noche buscándolo en internet. Lo encontró en LinkedIn: “David Morales, empresario gastronómico”. Una foto profesional: traje oscuro, barba perfectamente recortada, sonrisa segura. También encontró la página de los restaurantes: fotos de mesas llenas, platos exquisitos, camareros sonrientes. En algunas imágenes, al fondo, aparecía una mujer morena, de ojos grandes, riéndose con dos niños pequeños.
Andrea amplió la foto hasta que los píxeles se quebraron. Imaginó a David levantándose temprano para prepararles el desayuno, como hacía con ella. Imaginó a la nueva esposa apreciando cada taza de café, cada detalle que ella había despreciado.
Durante años, se volvió adicta a revisar el perfil de David. No lo agregaba, no le escribía. Solo miraba desde la sombra digital. Mientras tanto, su propia vida seguía siendo una sucesión de derrumbes: trabajos temporales, relaciones rotas, proyectos fallidos.
Entonces, un día cualquiera, recibió un mensaje de Mónica.
“Chicaaa, tanto tiempo. Brenda y yo estamos planeando un road trip por Estados Unidos. ¿Te apuntas? Podríamos recordar viejos tiempos”.
Andrea tardó varios minutos en responder. Sus dedos temblaban sobre el teclado.
“¿Viejos tiempos como la gasolinera?”, estuvo a punto de escribir. No lo hizo. En cambio, respondió: “¿Cuándo?”
El plan era simple: alquilar un coche, recorrer varios estados, hacer fotos, beber, reír. Andrea, con el mapa delante, vio la oportunidad. Si dibujaba la ruta un poco diferente, podían pasar cerca del pueblo de David.
—¿Y si hacemos una parada en Colorado? —propuso en la videollamada—. He oído que hay pueblitos preciosos por ahí, con montañas, nieve… Podría salirnos fotos increíbles.
Mónica, con el mismo brillo en los ojos de hacía diez años, aceptó encantada.
—Me sirve. Mientras haya bares y buena música, yo voy.
Brenda se rió.
—Y hombres guapos. No olvides los hombres guapos.
Andrea sonrió por inercia. Por dentro, su corazón latía con una mezcla de miedo, esperanza y algo oscuro que no sabía nombrar. Tal vez David necesitaba verla para cerrar de verdad. Tal vez su vida no era tan perfecta como aparentaba. Tal vez la esposa no era tan buena. Tal vez… aún había algo entre ellos.
El viaje empezó como todos los viajes de amigas: música alta, fotos en cada gasolinera, chistes sobre el paso del tiempo.
—¿Te acuerdas cuando te enfadabas porque David no te dejaba salir cada fin de semana? —dijo Brenda, riéndose mientras conducía—. Y ahora mírate, la más fiesta de las tres.
—Él… era demasiado controlador —mintió Andrea, con la mirada perdida en la carretera.
—Siempre supe que ese matrimonio no duraría —comentó Mónica—. Nunca fue para ti. Eres demasiado intensa para un hombre tan… simple.
En una noche de hotel barato, con botellas vacías sobre la mesa, Mónica recordó la gasolinera como quien recuerda una anécdota de juventud sin consecuencias.
—El día de la gasolinera fue genial —dijo, entre risas—. La cara que debió de poner cuando salió del baño y no vio el coche. ¡Me habría encantado verlo!
Brenda se carcajeó.
—Andrea, ¿te acuerdas de cómo veníamos llorando de la risa? Y tú tan dramática, diciendo “hay que volver, hay que volver”.
Andrea fingió reír.
—Sí… luego tomó un bus y ya está. Nos divorciamos después… normal, cosas de pareja.
—Obvio —dijo Mónica, condescendiente—. Él nunca fue para ti, te lo dije desde el principio.
Andrea se fue a dormir con un nudo en la garganta. Miró el techo del cuarto de hotel, escuchó los ronquidos de sus amigas en la cama de al lado y se preguntó cómo había podido darles tanto poder sobre su vida.
Días después, llegaron al pueblo de Colorado. Era pequeño, acogedor, rodeado de montañas. La calle principal estaba llena de luces cálidas y carteles pintados a mano. Entre ellos, uno que Andrea reconoció al instante: el nombre del restaurante de David, el que había visto decenas de veces en internet.
—Este sitio tiene buena pinta —comentó Brenda—. Entramos aquí.
Andrea sintió que el corazón se le paraba.
—Sí —respondió, con voz casi inaudible.
El interior del restaurante era amplio, con mesas de madera oscura y olor a café recién hecho y pan horneado. El murmullo de conversaciones, el tintinear de los platos, la risa de un niño en alguna mesa del fondo. Una camarera joven, con el pelo recogido y un delantal impecable, se acercó.
—Bienvenidas. ¿Mesa para tres?
—Sí, por favor —respondió Mónica, ya en modo encantador—. Y si el dueño está por aquí, dile que le queremos felicitar. El lugar es precioso.
La camarera sonrió.
—Claro, ahora le aviso.
Andrea no apartaba la mirada de la puerta de la cocina. Y entonces lo vio.
David salió con una bandeja en la mano, dando indicaciones a un camarero, revisando un pedido. Vestía una camisa clara, el delantal atado a la cintura, la barba ligeramente más canosa, el cuerpo algo más robusto. Caminaba con seguridad, como un hombre que había construido su propio lugar en el mundo.
Cuando levantó la vista y la vio, se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron un poco más, luego se entornaron, como si el músculo de la memoria se hubiera activado solo para volverse piedra al instante.
La camarera le susurró algo al oído, señalando su mesa. David asintió, dejó la bandeja a un lado y se acercó.
—Buenas tardes —dijo con voz neutra—. ¿Qué… qué quieren?
Andrea sintió que las palabras se le atragantaban.
—Hola, David —murmuró—. Soy yo.
—Lo sé —respondió él, sin un solo rastro de sonrisa—. No he tenido un accidente de memoria.
Mónica intervino enseguida, estirando la mano.
—¡David! Qué sorpresa. Soy Mónica, ¿te acuerdas? Fuimos todos al lago hace años. Qué lindo verte tan… exitoso.
Él ignoró la mano extendida. Brenda, incómoda, jugueteó con la servilleta.
—Pasábamos por aquí y vimos tu restaurante —dijo Andrea, con la voz quebrada—. Solo quería… verte. Saber que estabas bien.
David la miró en silencio unos segundos que parecieron meses.
—Estoy bien —dijo al fin—. Gracias por la preocupación. ¿Es todo?
Mónica soltó una risa nerviosa.
—Ay, no seas así. Han pasado muchos años. Todos éramos jóvenes, tontos… La broma de la gasolinera, ¿te acuerdas? Ya sabes cómo somos las chicas.
La palabra “broma” flotó en el aire como un insulto. Algunos clientes cercanos giraron la cabeza, curiosos.
David apoyó ambas manos en el respaldo de una silla, como si necesitara contener algo dentro de sí.
—¿Broma? —repitió, despacio—. Dejar a tu esposo en medio de la nada, sin teléfono, sin dinero, sin nada… ¿eso era una broma?
Andrea sintió que las lágrimas le ardían en los ojos.
—David, yo… lo siento. Lo siento de verdad. No sabía… no pensé…
—No —la interrumpió él—. No pensaste. Eso es lo que más claro me quedó ese día. No pensaste en mí. Pensaste en gustarles a ellas.
Se hizo un silencio incómodo. La camarera, a lo lejos, observaba la escena con gesto preocupado. Un hombre de unos cuarenta años, tal vez socio o jefe de cocina, se asomó desde la barra. Al fondo, cerca de una ventana, Andrea alcanzó a ver fugazmente a la mujer morena de las fotos, con un niño en brazos. Sus miradas se cruzaron un segundo, pero la mujer, al percibir la tensión, se volvió hacia el niño, ajena al pasado que había entrado por la puerta.
—Mira —intentó Mónica de nuevo, modulando la voz en un tono dulzón—, todos hemos hecho cosas de las que no estamos orgullosos. Andrea lo ha pasado fatal, ¿eh? Está arruinada, ha tenido mil problemas, relaciones horribles…
Brenda asintió, como corroborando.
—Solo queríamos saludarte. Y quizá… —Mónica sonrió—. Quién sabe, invertir en algo. Tu restaurante se ve muy rentable.
Andrea se giró hacia ella, atónita.
—¿Invertir? —susurró.
—Claro —susurró Mónica de vuelta, sin borrar la sonrisa—. Un pequeño socio internacional nunca viene mal, ¿no, David?
David la miró como si fuera un insecto.
—Así que eso es —dijo—. No solo vienes con las mismas amigas que te incitaron a dejarme tirado. También vienes a ver si puedes sacar algo. Muy coherente.
Andrea negó rápidamente.
—No, no… Yo no… Yo solo quería pedirte perdón. Decirte que sé que lo destruí todo. Que lo lamento cada día de mi vida.
—Me alegra que lo sepas —respondió él—. Pero tu arrepentimiento no me devolvió los años en los que no sabía quién era, ni la ansiedad de no confiar en nadie, ni las noches que pasé recordando tu risa mientras me alejabas en aquel coche.
Andrea empezó a llorar en silencio. Los clientes intentaban no mirar, pero el drama estaba ahí, a plena luz.
David se enderezó.
—Esperad aquí —dijo, seco.
Se fue hacia la oficina del fondo. Mónica suspiró.
—Está muy resentido, ¿eh? —murmuró—. No le vendría mal un terapeuta.
—Cállate —escupió Andrea, por primera vez en mucho tiempo—. Cállate de una vez.
Brenda la miró como si no la reconociera.
—No te pongas así, Andrea. Siempre tan exagerada.
David regresó unos minutos después con un sobre blanco en la mano. Lo dejó sobre la mesa, frente a Andrea.
—Ábrelo.
Andrea abrió el sobre con dedos temblorosos. Dentro había un cheque. La cantidad era exacta, al centavo, de lo que costaba un billete de autobús desde aquella gasolinera hasta la ciudad donde habían vivido juntos. Lo supo porque, antes de contratar al investigador, había buscado ese trayecto mil veces, imaginando el camino que él quizá había tenido que hacer a pie.
—En aquel entonces —dijo David, con la voz firme—, no tenía ese dinero. No tenía casi nada. Solo tenía a mi esposa, y ya ves cómo me lo pagó. Caminé horas. Tomé trabajos de mierda. Aprendí a sobrevivir sin esperar nada de nadie.
Señaló el cheque.
—Esto es lo que me habría gustado tener aquel día. Dinero para alejarme de ti sin mirar atrás. Tardé años en conseguirlo, metafóricamente. Ahora lo tengo también literalmente. Así que aquí está: el billete que no pude pagar cuando me dejaste tirado. Considéralo mi manera de cerrar la cuenta. Te pago para dejarte ir. De verdad.
Andrea sacudió la cabeza, sollozando.
—No quiero tu dinero…
—No es para que lo quieras —replicó él—. Es para que entiendas cuánto valías en aquel momento para mí: menos que un billete de autobús que no podía comprar.
Se giró hacia Mónica y Brenda.
—Y vosotras… —las miró con desprecio—. Si alguna vez pensasteis que vuestra opinión importaba más que mi dignidad, os equivocasteis. No quiero volver a veros aquí. Este es mi lugar, mi casa, mi familia. No os acerquéis.
Mónica, ofendida, se levantó de golpe.
—No tienes derecho a hablarnos así.
—Tengo todo el derecho —respondió David—. Estáis en mi restaurante. Esta es mi vida. Y no hay mesa para quienes disfrutan abandonando a otros.
Se giró hacia la camarera.
—Cobra las bebidas de la casa. Luego, acompáñalas a la puerta, por favor.
Sin esperar respuesta, se dio media vuelta y regresó a la cocina. Andrea lo vio abrazar brevemente a la mujer morena del fondo, que le preguntó algo en voz baja. Él negó con la cabeza y le besó la frente. El niño en brazos los miró, confundido, sin entender que la pesadilla de otro tiempo acababa de colarse en su tarde de domingo.
En el aparcamiento, el aire se sentía más frío.
—Menudo espectáculo has montado —soltó Mónica, encendiendo un cigarrillo—. Siempre igual, arruinando todo con tu drama.
—¿Mi drama? —Andrea la miró con incredulidad—. Vosotras inventasteis esa broma. Vosotras me empujasteis.
Brenda se acercó, el rostro endurecido.
—Nadie te puso una pistola en la cabeza, Andrea. Tú conducías. Tú te reíste. Tú apagaste el móvil. Asume tu parte, por una vez.
Andrea apretó el cheque entre las manos.
—Ya la asumí. Todos estos años…
Mónica bufó y abrió la puerta del coche.
—No pienso seguir escuchando tus lamentos. Nos has humillado delante de medio restaurante. Y encima, ni siquiera hemos conseguido nada. Ni inversión, ni contacto, ni una copa gratis. Siempre igual contigo: fracaso asegurado.
Brenda abrió también su puerta y, antes de entrar, sacó un billete de cien dólares del bolsillo.
—Toma —dijo, arrojándoselo a Andrea—. Para que no digas que no te ayudamos. Hay una estación de autobuses unas calles más abajo. Pregunta, seguro que alguien te indica.
Andrea tardó un par de segundos en entender.
—¿Me vais a dejar aquí? —susurró.
Mónica encendió el motor.
—No es como si no supieras cómo funciona, ¿no? —sonrió, cruel—. Es solo una broma, Andrea. En unas horitas quizá volvamos.
Brenda se rió. Cerraron las puertas. El coche se alejó, levantando algo de polvo en la calle tranquila. Andrea se quedó de pie en el aparcamiento, con el billete arrugado en una mano y el sobre con el cheque en la otra.
La sensación era extrañamente familiar: el cielo abierto, el ruido lejano del tráfico, la soledad repentina. Solo que esta vez, ella era la que se quedaba atrás.
Caminó hasta la estación de autobuses. Era un edificio pequeño, con bancos de plástico y un anciano leyendo el periódico. Detrás del mostrador, un chico joven la miró con curiosidad.
—¿A dónde viaja? —preguntó.
Andrea miró la pantalla con horarios. Podía ir a otra ciudad, a otro estado, a donde fuera que hubiera un autobús. Podía correr tras las ruinas de su vida o simplemente huir.
Abrió la cartera y vio el cheque de David, cuidadosamente guardado. No lo cambió. Compró un billete con el billete de cien dólares de Mónica, sin saber muy bien hacia dónde, solo escogiendo el primer destino que salía.
Horas después, ya en el autobús, mirando por la ventana el pueblo que se hacía pequeño, pensó en David. En el día en que lo conoció junto a la máquina de café, en su paciencia, en su manera de amarla. Pensó en la Andrea que había sido entonces, tan desesperada por pertenecer a un grupo que sacrificó al único que de verdad la quería.
Entendió, más que nunca, que David había convertido aquel día en la gasolinera en el punto de partida de algo mejor. Había utilizado el abandono como combustible, como recordatorio de lo que nunca aceptaría de nuevo. Había encontrado una mujer que valoraba sus detalles, hijos que le devolvían la mirada con confianza, una comunidad que lo respetaba.
Andrea, en cambio, se había quedado atrapada emocionalmente en aquella gasolinera. Cada decisión, cada relación, cada fracaso, habían sido ecos de esa broma cruel. Había permitido que su culpa la definiera, que el desprecio de sus amigas pesara más que el amor que había perdido.
De vuelta en su apartamento, días después, dobló con cuidado el cheque de David y lo guardó en la cartera, donde seguiría años más, como un recordatorio preciso y frío del precio real de su “broma”.
No lo guardaba por el dinero. Lo guardaba porque en esa cantidad exacta estaba resumido todo: lo poco que supo valorar al hombre que la amó, lo mucho que le costó a él liberarse de ella y el altísimo precio que estaba pagando por haber reído aquel día en lugar de haber frenado el coche.
Se tumbó en el colchón inflable, mientras el olor a comida rancia llenaba el cuarto, y por primera vez en mucho tiempo, no pensó en cómo sería su vida si David la perdonara. Pensó, en cambio, en cómo sería su vida si empezaba a perdonarse a sí misma… y si dejaba, al fin, aquella gasolinera atrás.
El cheque, silencioso, siguió ahí, como una voz que nunca se apagaría del todo, recordándole que hay bromas que no tienen gracia, heridas que no se cierran y abandonos que, en realidad, terminan definiendo quién eres: la que abandona… o el que se levanta y sigue adelante.




