Control del dinero, control del coche: así intentó dominarlo todo la nuera
Renata había pasado los sesenta hacía poco cuando, una mañana de junio, el calor pegajoso de Ciudad de México la sorprendió esperando un microbús en Insurgentes. Llevaba su bolsa vieja apretada contra el pecho, una carpeta llena de resultados médicos y la espalda ligeramente encorvada por años de trabajo y de prisas. Miró cómo pasaba un auto tras otro hasta que un BMW gris metálico se detuvo frente a ella, brillante, impecable.
La ventana se bajó.
—Mamá, súbete —dijo Gabriel, su hijo, con una sonrisa tan grande como cuando era niño.
Renata parpadeó, confundida.
—¿Y este carro? —preguntó, antes siquiera de abrir la puerta.
—Es tuyo —respondió él—. Feliz jubilación, mamá.
El mundo se le detuvo.
—¿Mío… cómo que mío? —balbuceó ella.
Gabriel salió, le abrió la puerta del copiloto como si fuera una reina, y del asiento trasero apareció Camila, su nuera, con el celular en la mano, grabando la reacción.
—¡Suegra! —dijo Camila, con voz cantarina—. Voltéese para acá, la estamos grabando. Dígale algo a la cámara.
Renata se llevó la mano a la boca, los ojos llenos de lágrimas.
—Yo… yo nunca pensé… —río nerviosa—. ¿De verdad es mío?
—Totalmente tuyo —insistió Gabriel, sacando un sobre del bolsillo—. Aquí están los papeles, a tu nombre. Te lo mereces. Toda una vida madrugando, cuidándome, sacando la casa adelante. Ahora tú vas a ir cómoda al mercado, a tus consultas, a donde quieras.
Camila acercó el celular, enfocando el logo del BMW.
—“De señora de microbús a señora de BMW”… esto se va a hacer viral, suegra —bromeó—. A ver, súbase, súbase.
Renata pasó la mano por el cofre como quien acaricia algo sagrado. Nunca había tenido ni un coche modesto, y ahora aquel monstruo elegante y silencioso era suyo. Se sentó al volante con torpeza, sintiendo el cuero suave bajo los dedos.
—No sé si voy a saber manejar algo tan fino —susurró.
—Yo te enseño, mamá —dijo Gabriel—. Y si no, yo te llevo. Lo importante es que esto es un “gracias” por todo.
En ese momento, Renata decidió que cualquier cosa que hubiera hecho en la vida había valido la pena. Lo que no sabía era que ese regalo se convertiría, poco a poco, en la llave que abriría todas las grietas de su familia.
Al principio, el BMW era motivo de risas y orgullo. Renata enviaba fotos a sus amigas del barrio:
“Miren lo que me regaló mi hijo. Ahora sí, ya soy señora bien”.
Los primeros días Gabriel la llevaba a todas partes. Iban al mercado de Coyoacán, a sus consultas en el IMSS, a desayunar chilaquiles un sábado. Camila tomaba fotos de todo: “Primera salida del BMW”, “Primera ida al súper de la suegra en BMW”.
Pero muy pronto, las dinámicas empezaron a deslizarse, casi sin que nadie pudiera señalar exactamente cuándo.
Una tarde, mientras Renata doblaba ropa en casa de Gabriel y Camila, ésta entró al cuarto con las llaves colgando en un dedo.
—Suegra, ¿le molesta si hoy uso el coche? —preguntó, con tono dulce—. Tengo que ir por unas cosas al Costco y la camionetita de mi hermana está en el taller.
Renata levantó la mirada, dudando apenas un segundo.
—No, mijita, para nada. Úsalo, si yo hoy no pienso salir.
—Ay, gracias, de verdad —Camila le dio un beso en la mejilla—. Además, así lo muevo tantito, no se queda ahí parado.
La primera vez no le dio importancia. Era lógico, pensó: si el coche estaba estacionado, mejor que alguien lo usara. Pero esa “primera vez” fue seguida de una segunda, y luego una tercera.
—Suegra, hoy tengo junta en Santa Fe, el tráfico está pesado, mejor voy en el BMW porque gasta menos gasolina.
—Suegra, ¿me lo presta para ir por Luna al veterinario? Pobre, va a salir toda mareada si voy en taxi.
—Suegra, es que Gabriel trabaja lejos, y yo estoy llevando más cosas de la casa… es más práctico que lo use yo.
Gabriel, mientras tanto, parecía no notar el cambio. Llegaba tarde del trabajo, cansado, y cuando veía a su esposa entrar con bolsas y el BMW estacionado afuera, decía:
—Qué bueno que lo usas, así no se echa a perder, ma.
Renata se limitaba a sonreír.
Poco a poco, sin embargo, el coche empezó a “dormir” más en el estacionamiento del edificio de Gabriel y Camila, y menos en el de Renata. Hasta que un día, al intentar encontrar las llaves en su bolsa, se dio cuenta de que no las tenía.
—Ay, Camila, ¿tienes las llaves del coche? —preguntó, algo apenada, un domingo en que quería ir a visitar a una amiga enferma.
—Ah, sí, están ahí en la entrada… bueno, creo que se las llevó Gabriel —respondió Camila, sin mirar siquiera—. Pero si quiere yo le pido un Uber, suegrita.
Renata dudó.
—No… no te preocupes, voy en taxi.
Y así empezó a regresar al transporte público: al camión lleno, al metro saturado, al taxi viejo con el asiento roto. Mientras tanto, en redes sociales, Camila subía historias con la etiqueta #MiBMW, como si nunca hubiera tenido otro dueño.
El dinero empezó a irse de sus manos con la misma discreción peligrosa.
Una noche, Gabriel llegó con el ceño fruncido.
—Mamá, ¿tienes chance de prestarnos un poco de dinero? —preguntó, sentándose a la mesa de la pequeña cocina de Renata.
—¿Pasó algo? —Renata sintió un nudo en el estómago.
—Se acumuló la luz y el agua. Camila tuvo unos gastos extras con Luna, la perrita, y yo este mes me atrasé con unas comisiones. Pero te lo devolvemos en cuanto me paguen.
—Claro, hijo, no te preocupes —dijo ella, abriendo un cajón—. ¿Cuánto necesitan?
Él dudó, mirando sus manos.
—Unos… ocho mil. Para ponernos al corriente.
Renata tragó saliva. Era casi la mitad de su pensión mensual. Aun así, contó los billetes despacio, como si con cada uno se fuera un trocito de su tranquilidad.
—Toma. Pero no me los devuelvas con prisas, ¿eh? Primero que ustedes estén tranquilos.
—Te lo juro que este es el último mes difícil —aseguró él, dándole un beso en la frente.
No fue el último.
Después vinieron las consultas del perro, una “operación de urgencia”, un problema con la tarjeta de crédito de Camila, el enganche de un departamento que, según le dijeron, era una oportunidad única.
—Ma —dijo Gabriel, una tarde lluviosa—, salió un departamento increíble. Está cerca de una estación del metro, tiene seguridad, área de juegos para cuando tú vengas y, si algún día tienes algún problema de salud, vas a estar a quince minutos de nosotros. Pero… necesitamos un poco de ayuda con el enganche.
—¿Cuánto “un poco”? —preguntó Renata, intentando sonar ligera.
Camila intervino, con una carpeta bajo el brazo.
—Verá, suegra, el banco nos presta casi todo porque yo tengo buen historial, pero nos faltan como… setenta mil. Es que el enganche es pesado, y si no lo damos ahora perdemos la oportunidad. Es por el futuro, para no andar rentando toda la vida.
Renata sintió que el piso se le movía. Setenta mil. Era tocar su fondo de retiro, ese dinero que guardaba para cuando sus rodillas dejaran de obedecer o su corazón decidiera rendirse.
—¿Y si yo me enfermo? —preguntó con voz apenas audible.
—Pues para eso estamos nosotros, ma —dijo Gabriel, sin dudar—. Tú nos has dado todo, ahora nos toca a nosotros. Solo es que… ahora mismo no tenemos liquidez.
Camila añadió:
—Además, así la escritura queda a nombre de los dos, nosotros nos encargamos de todo, y usted no tiene que preocuparse por nada. Es una inversión para todos.
Una parte de Renata quería decir que no, que aquello era demasiado. Pero los años de callar, de “no ser carga”, de ver a su hijo luchar por un futuro mejor, pesaban más.
—Está bien —susurró—. Mañana voy al banco.
La bomba explotó en una cena familiar que, en teoría, iba a ser tranquila.
Era sábado. Renata había preparado su famoso pastel de elote, y había llegado en taxi al departamento nuevo de Gabriel y Camila, un lugar moderno, con elevador y vista a la ciudad. Al entrar, vio el BMW estacionado en su lugar, con una nueva abolladura en la parte trasera.
—¿Qué le pasó? —preguntó, señalando el golpe.
—Ay, nada, suegra, un menso me pegó saliendo del súper —respondió Camila—. Pero ya sabes cómo son los seguros, luego se arregla.
La mesa estaba puesta con esmero: copas de vino, velas pequeñas, un mantel que ella nunca se habría comprado porque lo habría considerado un lujo. A mitad de la cena, entre el ruido de los cubiertos y el murmullo de la televisión de fondo, Gabriel dejó el tenedor sobre el plato con un golpecito seco.
—Oigan —dijo, mirando primero a su esposa y luego a su madre—, hay algo que me está molestando desde hace tiempo.
Camila tensó los hombros.
—¿Otra vez con el trabajo, Gabo? —resopló—. De verdad, hablamos de eso diario…
—No —la interrumpió él—. Es sobre el coche. Y sobre el dinero.
El silencio se hizo espeso.
—¿Qué del coche? —preguntó Camila, fingiendo inocencia.
—Que es de mi mamá —respondió él—. Y últimamente pareciera que no.
La mirada de Renata se clavó en su plato. Sentía que las mejillas le ardían.
—Gabriel, por favor… —murmuró.
—No, ma, es que hoy me pasó algo raro —continuó él, sin hacerle caso—. Un compañero del trabajo me preguntó que por qué yo ando en metro y mi esposa en BMW. Y me escuché diciéndole: “Es que el coche es de mi mamá”. Y el tipo se rió, pensando que era un chiste.
Camila dejó la copa con un golpe.
—¿Y qué querías que le dijeras? —saltó—. Yo soy la que maneja porque tú estás todo el día fuera, y alguien tiene que hacerse cargo de las compras, del perro, de la casa. El coche lo usamos para la familia, Gabriel. Tu mamá no se queja.
—Pero tampoco lo usa —replicó él.
Renata abrió la boca.
—Yo… yo estoy bien así, hijo. No necesito…
—¿En serio, ma? —Gabriel la miró fijamente—. ¿De verdad estás bien yendo en taxi mientras tu coche está aquí?
Camila soltó una risa corta, nerviosa.
—Tu mamá y yo ya hablamos de esto. Ella me lo presta cuando lo necesito, ¿verdad, suegra?
Renata sintió que las palabras se le pegaban a la garganta. Asintió, muy despacio.
—Sí… yo se lo presto.
Los ojos de Gabriel parpadearon, sospechosos.
—¿Y el dinero? —añadió de pronto—. ¿Cuánto les hemos pedido, ma?
—Gabriel… —Camila apretó los labios—. No es el momento.
—Es precisamente el momento —dijo él—. Porque cada vez que pagamos algo importante, salen con que “ya está resuelto”, y tú dices: “No te preocupes, tu mamá nos ayudó”. Pero nunca hablamos de cuánto, ni de cómo.
Renata sintió una punzada de vergüenza, como si hubiera hecho algo malo.
—Hijo, no pasa nada, yo…
Camila respiró hondo, dejó la servilleta sobre la mesa y miró a Gabriel con frialdad.
—Ok —dijo—. Te lo voy a decir de frente. Yo llevo las finanzas de esta casa. Yo sé cuánto entra, cuánto sale, qué se paga y qué no. Tu mamá ayuda, sí, porque ella quiere. Y yo necesito tener control del coche y del dinero porque si no, esto se nos desmorona.
—¿“Control”? —repitió Gabriel—. ¿Del BMW también?
—Pues sí, ¿o qué? —respondió Camila, subiendo el tono—. ¿Quién maneja a tu mamá a sus citas? ¿Quién apenas y duerme por estar pendiente de todo? Yo. Tú llegas, cenas y te vas a dormir. Si no te gusta cómo se arreglan las cosas, toma tú las riendas. Pero no me vengas a hacer sentir como una ladrona en mi propia casa.
La palabra “ladrona” flotó en el aire.
Gabriel la miró, luego miró a su madre. Renata no podía sostenerle la mirada. En sus manos temblorosas, la servilleta estaba hecha un puñado.
La cena terminó en un silencio incómodo. Nadie probó el pastel de elote.
Horas más tarde, Gabriel acompañó a Renata a su departamento. El BMW, por supuesto, lo conducía él.
En el trayecto nadie dijo gran cosa. Sólo el sonido del motor y la ciudad parpadeando a través del parabrisas.
—Mamá —dijo por fin Gabriel, al estacionarse frente al edificio modesto donde ella vivía—, ¿puedo subir un momento?
—Es tarde, hijo —intentó esquivar ella—. Debes estar cansado.
—Quiero ver algo —respondió, con una seriedad que a Renata le recordó al niño que se golpeaba y decía “no me dolió” con los ojos llenos de lágrimas.
Subieron. El departamento olía a café y a ropa recién lavada. Gabriel miró alrededor: muebles viejos, la tele pequeña, el altar con las fotos del padre de Gabriel y de los abuelos.
En la mesa del comedor, un montón de sobres sin abrir, apilados con cuidado.
—¿Y eso? —preguntó Gabriel.
Renata palideció.
—Nada, son… cosas mías —dijo, tratando de juntar los papeles—. No te preocupes.
Él fue más rápido. Tomó un sobre, lo abrió. Sus ojos recorrieron las líneas.
—Hospital privado… pago efectuado… ¿Mamá, desde cuándo vas al privado?
Renata se llevó una mano al pecho.
—Fue una cosa del corazón, nada grave. No quise preocuparlos.
Gabriel tomó otro sobre: estado de cuenta del banco. Transferencias a su número de cuenta y a la de Camila, una y otra vez, con cantidades que se le antojaron obscenas de tan altas. Otro sobre: comprobante de un retiro fuerte de su fondo de retiro. Otro más: el comprobante del enganche del departamento en el que ahora vivían él y su esposa.
—No… —murmuró—. No puede ser.
—Hijo, por favor… —las lágrimas empezaron a asomar en los ojos de Renata—. Yo sólo quería ayudar. Ustedes están empezando, la vida está muy cara, y yo ya viví lo mío. ¿Para qué voy a guardar dinero si ustedes lo necesitan ahora?
Gabriel la miró como si la estuviera viendo por primera vez.
—¿Y quién te ayuda a ti? —preguntó, con la voz quebrada—. ¿Por qué no me dijiste nada de estas cuentas? ¿Por qué tengo que enterarme así?
—Porque no quería ser una carga —respondió ella, al fin, entre sollozos—. Porque tú ya tienes suficientes problemas. Porque pensé que si decía algo, iban a sentir que yo estorbaba.
Algo se rompió en el pecho de Gabriel. Sus años de “mi mamá siempre está bien” se los tragó en un segundo.
—Mañana hablo con Camila —dijo, con una determinación nueva—. Esto se acabó.
La discusión con Camila fue todo menos tranquila.
Gabriel llegó al departamento al día siguiente con todos los papeles en una carpeta. Camila estaba en la sala, con Luna en brazos, viendo una serie.
—Tenemos que hablar —dijo él, dejando la carpeta sobre la mesa.
Ella soltó una risita nerviosa.
—Ay, qué formal. ¿Qué pasó ahora?
Gabriel abrió la carpeta y empezó a colocar los documentos uno por uno: las transferencias, las cuentas del hospital, el comprobante del enganche.
—Quiero que mires esto —dijo, sin levantar la voz, pero con una frialdad que la puso en alerta.
Camila hojeó los papeles, su expresión cambiando de confusión a incomodidad.
—Ya sabía que te ibas a poner así —murmuró—. Tu mamá lo ofreció. Yo sólo organicé las cosas.
—¿Organizaste que mi madre pagara tus deudas de tarjeta? —preguntó él—. ¿Organizaste que usáramos SU fondo de retiro para nuestro enganche? ¿Organizaste que ella ocultara sus cuentas médicas para que nosotros pudiéramos “tener liquidez”?
Camila apretó los labios.
—No lo pongas así. Tu mamá siempre ha sido generosa. Y tú nunca dices que no a nada. Si de verdad no querías, habrías hablado antes. Pero es más fácil culparme a mí, ¿no?
—Yo confié en ti —dijo Gabriel—. Y confié en que si mi mamá te ofrecía algo, tú pondrías límites. No que te adueñaras del coche y del dinero como si fueran tuyos.
Los ojos de Camila chispearon.
—¿“Adueñarme”? —repitió—. Yo mantengo esta casa, Gabriel. Yo pago la despensa, yo organizo las cuentas, yo he hecho que subas de puesto porque te apoyo en todo. Si a tu mamá le duele sacar dinero pero no dice nada, ¿cómo se supone que yo adivine? No soy bruja.
—No hace falta ser bruja para ver que ella iba en taxi mientras tú subías historias con “mi BMW” —respondió él, señalando su celular—. Quiero las llaves y los papeles del coche. Hoy mismo.
Camila lo miró como si de pronto se hubiera convertido en un extraño.
—Si me vas a tratar como una ladrona —dijo, con la voz temblorosa—, entonces tal vez no debería estar aquí.
—No te estoy tratando como ladrona —contestó Gabriel—. Te estoy pidiendo que devolvamos a mi madre lo que es suyo, y que hablemos en serio de lo que hemos hecho con su dinero.
Camila se quedó en silencio unos segundos. Luego, se levantó, fue a la entrada, tomó las llaves del BMW del pequeño plato junto a la puerta y se las lanzó sobre la mesa.
—Ahí las tienes —dijo, con los ojos brillando de rabia y dolor—. Quédate con el coche, con tu mamá, con tu culpa. Yo no voy a ser la mala de la película.
Sin agregar nada más, fue al cuarto, sacó una maleta, echó ropa a toda prisa y pasó frente a Gabriel arrastrándola.
—Si cambias de opinión —añadió, antes de cerrar la puerta—, ya sabes dónde encontrarme. Pero no vuelvas a llamarme ladrona, porque el día que yo cuente todo lo que he hecho por ustedes, no te va a alcanzar la cara.
La puerta se azotó. El eco resonó en el departamento vacío.
Horas después, Gabriel llamó a su madre.
—Ma, baja —dijo—. Estoy afuera.
Renata se asomó por la ventana y vio el BMW, su BMW, esperándola en la calle. Bajó con cuidado, con el corazón acelerado.
—¿Qué pasó? —preguntó, al ver a su hijo con los ojos enrojecidos.
Él le entregó las llaves, cerrándole los dedos alrededor del llavero.
—Es tuyo, mamá —dijo—. Siempre lo fue. Y hoy me aseguré de que vuelva a serlo. Mañana vamos a cambiar el título para que esté sólo a tu nombre.
Renata miró las llaves como si pesaran una tonelada.
—¿Y Camila? —preguntó, temiendo la respuesta.
—Se fue a casa de su hermana —respondió Gabriel, bajando la mirada—. Vamos a ir a terapia. O lo arreglamos o… no sé. Pero ya no más mentiras. Ni contigo ni entre nosotros.
Se acercaron al coche. Al verlo de cerca, Renata notó detalles que antes no había visto: los golpes, los rayones, el interior lleno de tickets, botellas vacías, pelos de perro en la tapicería. El símbolo perfecto de lo que se había hecho con su regalo… y con ella misma.
—Mira nada más cómo lo han traído —dijo, con una mezcla de enojo y tristeza.
—Lo vamos a arreglar —respondió Gabriel—. Al coche… y a nosotros.
Esa noche se quedaron en el coche, estacionados frente al edificio de Renata, hablando por primera vez sin prisas ni excusas. Él le preguntó por sus miedos, por sus dolores, por sus cuentas. Ella le confesó que había tenido miedo de envejecer sola, de convertirse en estorbo, de que la vieran como un gasto más.
—Yo pensé que mientras tú no dijeras nada, estabas bien —admitió Gabriel—. Y eso fue muy cómodo para mí. No te pregunté porque no quise ver.
—Y yo pensé que si pedía ayuda, ibas a cansarte de mí —dijo ella—. Que ibas a decir: “Mi mamá siempre tiene problemas”.
Se miraron, con el cansancio de toda una vida en los ojos.
—No quiero que te desaparezcas en tu generosidad —dijo él—. No más.
—Y yo no quiero desaparecer más —respondió ella.
Al día siguiente, Renata se puso su mejor blusa, se peinó con cuidado y, con los papeles en el bolso, condujo el BMW hasta la oficina donde harían el trámite para que el título del coche quedara sólo a su nombre. Tenía las manos un poco temblorosas, pero había algo nuevo en su pecho: una mezcla de miedo y emoción.
Mientras esperaba su turno, Gabriel le mandó un mensaje:
“Hoy tengo cita con la terapeuta. Camila va a ir también. Pase lo que pase, ya no vamos a ocultar nada. Te llamo en la noche. Te amo, ma.”
Renata sonrió. Cuando terminó el trámite, salió con los papeles en la mano y se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo, el futuro no le parecía sólo una cuesta arriba.
Esa misma tarde pasó frente a un cartel pegado en un poste: “Grupo de caminatas para adultos mayores. Desierto de los Leones. Inscripciones abiertas”.
Se acercó, leyó los detalles y se sorprendió a sí misma tomando una foto con su celular.
—¿Y por qué no? —se dijo en voz baja.
Al llegar a casa, se sentó frente a la computadora viejita, buscó el número y llamó.
—Buenas tardes —dijo, con un nerviosismo casi adolescente—. Hablo para inscribirme al grupo de caminatas. Sí, tengo sesenta y tres. No, no tengo problemas para caminar… bueno, un poco de la rodilla, pero nada grave. ¿Qué necesito llevar?
Apuntó la lista, colgó y se quedó mirando sus manos. Esas manos que habían limpiado casas, tendido camas, preparado comidas, sostenido a un hijo enfermo, firmado cheques para un fondo de retiro que hoy estaba menguado pero no vacío.
Al día siguiente, se puso unas zapatillas cómodas, subió al BMW ya con los papeles a su nombre y condujo rumbo al Desierto de los Leones. En el retrovisor vio su propia mirada: ya no tan joven, pero más firme.
Mientras el coche subía por la carretera, Renata pensó en Camila, en Gabriel, en la casa nueva, en las sesiones de terapia que vendrían, en las heridas que quizá se cerrarían… o quizá no. Pensó también en las amigas a las que invitaría a sus caminatas, en las cosas que siempre quiso hacer y que fue guardando “para después”.
Un día, frente a la cámara de un taller de relatos para adultos mayores al que se apuntó poco después, le pidieron que contara su historia. Ella miró a la lente, respiró hondo y dijo:
—Esta historia no termina con un coche ni con una nuera que se fue. Termina —o más bien empieza— con una mujer de sesenta y tres años que, por fin, deja de desaparecer en su propia generosidad y empieza a elegirse a sí misma.
Y mientras lo decía, supo que esta vez no estaba prometiendo algo para los demás. Se lo prometía a ella.




