December 10, 2025
Drama Familia

Le dijeron estéril, su esposa quedó embarazada de mellizos… y descubrió la traición menos esperada

  • December 5, 2025
  • 16 min read
Le dijeron estéril, su esposa quedó embarazada de mellizos… y descubrió la traición menos esperada

Vitali siempre había pensado que la vida no podía ser mucho mejor de lo que ya era. Tenía un trabajo estable, un pequeño piso con vistas a la ciudad y, sobre todo, tenía a Sonia. Llevaban siete años juntos, siete años de rutinas compartidas, cenas improvisadas en la cocina, viajes cortos de fin de semana y mensajes llenos de corazones y caritas felices. Para él, su matrimonio era casi perfecto, una burbuja tranquila en medio del caos del mundo.

Por eso, aquella tarde de martes, cuando el móvil vibró y vio un mensaje corto y seco de Sonia, sintió un pequeño pinchazo de inquietud.

“Necesitamos hablar.”

Nada de “amor”, nada de emoticonos, nada de esos gifs cursis que ella solía enviarle para hacerle reír. Solo tres palabras frías que parecían pesar toneladas.

Vitali se quedó mirándolas unos segundos, como si el texto fuera a cambiar por arte de magia.

—¿Hablar de qué? —murmuró para sí, con el corazón acelerado—. ¿Se habrá enfadado por algo? ¿Me habré olvidado de alguna fecha importante?

Intentó calmarse. Tal vez Sonia quería organizar una sorpresa, tal vez le diría que habían aprobado la hipoteca para el piso más grande con el que soñaban, o quizás quería hablar de algún tema familiar. Se obligó a pensar en cosas positivas.

Sin embargo, la inquietud siguió creciendo, como una sombra alargada detrás de su nuca.


Quedaron en su cafetería habitual, un pequeño local en la esquina de la plaza, donde habían tenido sus primeras citas. Vitali llegó antes de la hora, con un ramo de flores en la mano —gerberas y lirios, los favoritos de Sonia—, esperando que ese gesto suavizara cualquier tensión que pudiera haber.

A través del cristal vio a Sonia sentada en su mesa de siempre, junto a la ventana. No estaba mirando el móvil ni leyendo nada; tenía las manos entrelazadas sobre la mesa y la espalda rígida. Cuando él entró, ella levantó la vista y forzó una sonrisa que se deshizo enseguida.

—Hola, amor —saludó él, acercándose y ofreciéndole las flores—. Son para ti.

Sonia las tomó, pero sus dedos temblaron ligeramente.

—Gracias, están preciosas… —dijo, sin llegar a mirarlas del todo—. Siéntate, por favor.

Vitali se quitó el abrigo con movimientos lentos, intentando leer en sus ojos alguna pista. Algo estaba mal, muy mal. La barista les acercó dos cafés, ya pedidos por Sonia, y se retiró discretamente.

—Me estás asustando —admitió Vitali, con una sonrisa nerviosa—. ¿Ha pasado algo en el trabajo? ¿Con tu madre?

Sonia respiró hondo. Sus ojos brillaban, pero no de felicidad.

—No voy a endulzarlo, ¿vale? —dijo finalmente—. Necesito decirlo de una vez, porque si no, no voy a poder.

—Dilo —susurró él, apoyando la taza en el plato con un leve tintineo—. Sea lo que sea, lo afrontamos juntos. Como siempre.

Sonia tragó saliva.

—Vitali… estoy embarazada.

El mundo se quedó en silencio. El ruido de las cucharillas, las conversaciones ajenas, la música suave de fondo… todo se apagó de golpe en la cabeza de Vitali. Solo quedaron esas palabras flotando entre ellos.

—¿Qué… qué has dicho? —preguntó, como si no hubiera oído bien.

—Estoy embarazada —repitió ella, esta vez más firme—. Y no de uno… Son mellizos.

Sus dedos comenzaron a jugar con el borde de la servilleta, rompiéndola a tiras pequeñas.

El corazón de Vitali se detuvo un segundo. No fue alegría lo que sintió. Fue un frío brutal subiendo desde el estómago hasta la garganta. Porque él, durante años, había vivido convencido de una verdad incontestable: no podía tener hijos. Así se lo habían dicho los médicos. Así se lo había repetido su madre, una y otra vez, hasta que él lo aceptó como una condena silenciosa.

—Eso no es posible —susurró, casi sin voz—. No… no puede ser.

Sonia frunció el ceño.

—¿Cómo que no puede ser? —preguntó, dolida—. Sé que es una sorpresa, Vitali, pero…

—No entiendes —la interrumpió él, con la voz quebrada—. A mí me dijeron que era estéril. Que nunca iba a poder tener hijos. ¿Te acuerdas? Te lo conté antes de casarnos.

El rostro de Sonia palideció. Las flores, abandonadas sobre la mesa, parecían fuera de lugar en aquella escena.

—Sí… me lo contaste —dijo, en un hilo de voz—. Pero… yo… —Parpadeó varias veces, desesperada—. Vitali, te juro que no he estado con nadie más. Te lo juro por todo lo que más quiero.

Él se levantó bruscamente, chocando con la mesa y haciendo que el café se derramara un poco.

—Necesito salir —murmuró, mareado—. Necesito pensar.

—¡Vitali, espera! —Sonia se levantó también, agarrándolo del brazo—. No te vayas así, por favor, hablemos.

Él se soltó, con cuidado pero decidido.

—Hablaremos… —dijo, mirando al suelo—. Pero primero tengo que entender qué está pasando.

Y salió de la cafetería dejando a Sonia con las flores, el café frío y dos vidas creciendo en su vientre… rodeadas por la duda.


Las horas siguientes fueron una mezcla de rabia y confusión. Vitali no durmió esa noche. Caminó por el piso oscuro, revisando una y otra vez los recuerdos, las palabras de los médicos, las conversaciones con su madre años atrás.

Recordó con nitidez la consulta: el médico hablando en voz grave, su madre apretándole la mano, diciéndole que, pasara lo que pasara, ella siempre estaría a su lado. Recordó también cómo, después, había aceptado resignado que no sería padre, convenciéndose de que su vida con Sonia, aunque sin hijos, seguía siendo valiosa.

Ahora, de repente, ese edificio de certezas se venía abajo.

Las dudas lo consumían:
¿Sonia le había sido infiel? ¿Los médicos se habían equivocado? ¿Alguien le había mentido deliberadamente?

Un pensamiento comenzó a crecer, venenoso: su madre. Ella siempre había tenido una influencia enorme en su vida. Siempre había opinado sobre su relación, su matrimonio, sus decisiones. ¿Y si…?

La idea era tan perturbadora que casi le daba miedo terminarla.


Los días siguientes, Vitali empezó a vigilar a Sonia. No se lo dijo a nadie. Cambió su horario en el trabajo con la excusa de un proyecto nuevo y cada tarde, a una distancia prudente, la seguía cuando salía de casa o de la oficina.

La vio ir al supermercado, a la farmacia, a la consulta del ginecólogo. La vio tomar notas en una libreta pequeña, acariciar distraídamente su vientre aún plano, sonreírle a una mujer mayor en la parada del autobús.

Nada fuera de lo normal. Nada que delatara una doble vida, un amante secreto, una traición.

Hasta que un sábado por la mañana, Sonia tomó un autobús distinto. No iba hacia la ciudad ni hacia el centro comercial. El trayecto se alargó, dejando atrás los edificios, luego las urbanizaciones, hasta adentrarse en una zona rural.

Vitali, escondido unas filas detrás, sentía cómo la adrenalina le helaba las manos. El paisaje se llenaba de campos, árboles desnudos y casitas dispersas. Finalmente, el autobús se detuvo en una pequeña aldea.

Sonia bajó y caminó por una calle de tierra hasta llegar a una casa antigua, de paredes encaladas y ventanas verdes. Llamó a la puerta y desapareció dentro.

Vitali dudó unos segundos, pero el miedo a la verdad ya no era suficiente para detenerlo. Esperó unos minutos, miró a su alrededor y, cuando estuvo seguro de que nadie lo observaba, se acercó a la puerta lateral del patio, que estaba entreabierta. Entró silenciosamente.

El interior olía a hierbas secas y a algo más… incienso, quizá. Desde un pasillo estrecho se oían voces.

—Vas a estar bien, niña —decía una voz anciana y áspera—. Los mellizos están fuertes. Pero tienes que dejar de estresarte.

—No puedo —respondió la voz de Sonia, rota—. Vitali no me cree. Me vio tan raro cuando se lo dije… Creo que piensa que le he engañado.

—Ese muchacho ha vivido engañado toda su vida —contestó la anciana—. Y no solo por los médicos.

El corazón de Vitali dio un vuelco. Se pegó a la pared, avanzando hasta una puerta entreabierta. Desde allí pudo ver a Sonia sentada en una silla, con una mujer anciana a su lado, de pelo blanco recogido en un moño y manos enjutas que se movían con seguridad sobre unas cartas viejas y frascos de vidrio.

No parecía una simple vecina. Parecía una curandera, una mujer de secretos.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Sonia, en voz baja.

La anciana suspiró.

—No es mi historia para contar, hija. Pero alguien le hizo creer que no podía ser padre… y esa persona no fue Dios, ni la ciencia.

Vitali sintió un sudor frío recorrerle la columna.

Sin pensar, empujó la puerta y entró.

—¿De qué está hablando? —espetó, la voz más alta de lo que pretendía.

Sonia se levantó como un resorte.

—¡Vitali! ¿Qué haces aquí? ¿Me… me seguiste?

—Sí —admitió él, sin apartar la mirada de la anciana—. Y no me importa parecer el villano ahora mismo. Quiero saber la verdad. Toda.

La anciana lo miró con unos ojos pequeños pero sorprendentemente vivos.

—Así que tú eres el famoso Vitali —dijo, con una media sonrisa cansada—. Tu madre habló de ti más de una vez.

El nombre “madre” le atravesó el pecho como un cuchillo.

—¿Conoce a mi madre? —preguntó, aturdido—. ¿Qué tiene que ver ella con todo esto?

La anciana se levantó despacio, apoyándose en un bastón.

—Mucho más de lo que te imaginas, hijo. Pero si te digo algo, tienes que prometer que no harás nada de lo que luego te puedas arrepentir.

—Solo quiero la verdad —susurró Vitali, sin poder controlar el temblor en su voz—. Lo demás… lo ya veré.

La anciana intercambió una mirada con Sonia. Ella asintió, con los ojos enrojecidos.

—Dígaselo —pidió Sonia—. Por favor. Ya no puedo con esta carga.

La vieja se acercó a una cómoda y sacó una caja metálica vieja, abollada. De dentro, extrajo unos papeles doblados y amarillentos.

—Tu madre vino a verme hace años —empezó—. Estabas destrozado por los resultados de unas pruebas médicas. Te habían dicho que no podrías ser padre. Ella lloraba, decía que no sabía cómo ayudarte. Pero cuando le propuse buscar otra opinión, otro médico, insistió en que no. “Es mejor así”, dijo. “Así no se complica su vida… ni la mía”.

Vitali sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

—No… no puede ser —susurró—. Mi madre siempre quiso lo mejor para mí.

—¿Lo mejor? —La anciana lo miró con dureza—. Lo que quería era no perderte. Tenía miedo de que, cuando formaras una familia, la dejaras sola. Y en vez de apoyarte, te dejó vivir con una mentira. Aquí —alzó los papeles— hay copias de tus resultados reales. Años después, consiguió que otro médico revisara el caso. Resultó que tu “esterilidad” no era concluyente. Había margen, muchas posibilidades de que sí pudieras tener hijos. Pero ella nunca te lo dijo.

Sonia se tapó la boca con la mano, conteniendo un sollozo. Vitali, con la mirada fija en los papeles, sintió una mezcla explosiva de dolor y furia.

—¿Por qué tiene usted esos documentos? —preguntó, con la garganta seca.

—Porque tu madre, en el fondo, sabía que estaba haciendo algo terrible —explicó la anciana—. Vino a mí buscando alivio para su conciencia. Me pidió que guardara estos papeles “por si algún día alguien los necesitaba”. Y ese día ha llegado.

Le tendió los papeles. Vitali los tomó con manos temblorosas, leyendo su nombre, las fechas, los resultados… No hacía falta ser médico para entender las conclusiones: nunca se había confirmado que fuera estéril. Había sido un diagnóstico apresurado, mal interpretado… manipulado.

—Entonces… —levantó la vista hacia Sonia, con lágrimas en los ojos—. ¿Es posible que los mellizos…?

—Son tuyos, Vitali —dijo ella, dando un paso al frente—. Te lo juro. Nunca he estado con nadie más. Jamás te habría traicionado así.

Un silencio denso llenó la habitación. La rabia que había llevado consigo durante días se mezcló con la culpa por haber sospechado de ella. Había dudado de la mujer que amaba por una mentira sembrada muchos años atrás.

Vitali apretó los papeles contra el pecho, como si fueran la prueba de un crimen cometido en su propia vida.

—Tengo que hablar con ella —dijo, refiriéndose a su madre—. Necesito escuchar de su boca por qué.


Esa misma tarde, Vitali se presentó en casa de su madre. La mujer lo recibió con la sonrisa habitual, con el delantal aún puesto, oliendo a sopa recién hecha.

—¡Hijo! —exclamó—. Qué sorpresa. Pasa, estaba justo…

Él la interrumpió, dejando caer los papeles sobre la mesa de la cocina.

—Explícame esto.

La sonrisa de la mujer se desvaneció. Sus ojos se clavaron en los documentos y, por un segundo, Vitali vio algo que nunca había visto en ella: miedo.

—Vitali, yo… —balbuceó—. No deberías…

—¿No debería qué? —la cortó, ahora sí con la rabia aflorando—. ¿No debería saber que no soy estéril? ¿No debería saber que me mentiste durante años, que me condenaste a una vida de dudas, que casi destruyes mi matrimonio?

—Lo hice por tu bien —soltó ella, casi automáticamente, como una defensa aprendida—. Siempre has sido tan sensible, tan frágil… Tenía miedo de que sufrieras más si te aferrabas a la idea de ser padre y luego no podías. Quise que aceptaras la realidad y vivieras en paz.

—¿Paz? —Vitali se echó a reír, una risa amarga—. ¿Te parece paz vivir creyendo que eres menos, que estás roto? ¿Te parece paz ver a tu esposa embarazada y pensar que te ha traicionado porque tú, supuestamente, no podías darle hijos?

La madre apretó los labios.

—Esa chica siempre quiso formarse una familia grande —dijo con frialdad—. Tenía miedo de que te dejara, de que te cambiara por otro, de que te llevara lejos de mí. Yo solo…

—No sigas —la detuvo él—. Lo que hiciste no fue por amor, fue por egoísmo. Me robaste la posibilidad de decidir por mí mismo, de hablar con Sonia con la verdad, de vivir sin esta sombra.

Ella lo miró, con los ojos brillantes, pero no pidió perdón.

—Algún día lo entenderás —musitó—. Una madre hace lo que tiene que hacer.

Vitali sintió que algo se rompía definitivamente dentro de él. Esa frase, dicha con tanta soberbia, sellaba una distancia nueva entre ellos.

—No, mamá —dijo con calma helada—. Una madre que ama de verdad no destruye la vida de su hijo para retenerlo. No te voy a gritar más. No pienso vengarme ni hacer un escándalo. Pero… necesito espacio. Mucho. No sé cuándo volveré.

Ella abrió la boca, pero él ya se estaba marchando. Cerró la puerta con suavidad, más dolorido que furioso. Lo que había descubierto no solo cambiaba su presente, sino todos sus recuerdos.


De regreso a casa, Vitali pasó por una tienda. Miró las estanterías durante unos segundos, todavía con la mente hirviendo, y tomó dos cosas: un ramo nuevo de flores y una caja de chocolates.

No era el regalo perfecto. No compensaba las noches de insomnio, las lágrimas de Sonia, sus propios pensamientos oscuros. Pero era un comienzo.

Cuando abrió la puerta de su piso, la encontró sentada en el sofá, abrazada a una almohada, los ojos hinchados. Al verlo con las flores, se llevó una mano a la boca.

—Pensé que no ibas a volver hoy —dijo, con la voz ronca.

Vitali cerró la puerta tras de sí y se acercó despacio.

—Fui a ver a mi madre —explicó—. Tenías razón. Y la anciana también. Ella me mintió. Todos estos años… —Su voz se quebró—. Sonia, lo siento. Lo siento por haberte sospechado, por haberte seguido, por haberte hecho sentir sola precisamente ahora que más me necesitabas.

Le tendió las flores y la caja de chocolates.

—No sé cómo reparar todo esto —continuó—. Pero quiero intentarlo. Porque te amo. Porque esos mellizos… si el universo me da la oportunidad de ser su padre, quiero estar a la altura, no escondido detrás de miedos y mentiras.

Sonia rompió a llorar, pero no de tristeza. Lo abrazó con fuerza, casi con desesperación, apoyando la frente en su pecho.

—Yo también te amo —susurró—. Me dolió que dudases de mí, pero también entiendo por qué lo hiciste. Has vivido una mentira desde antes de que yo te conociera. Tal vez ahora podamos empezar de cero… los cuatro.

Vitali sonrió entre lágrimas y posó una mano sobre el vientre de ella, que apenas empezaba a dibujar una curva.

—Les prometo que, a partir de ahora, no habrá secretos —dijo—. Si mentiras destruyeron mi pasado, será la verdad la que construya nuestro futuro.

Sonia asintió, todavía llorando, pero con una luz nueva en la mirada.

Se quedaron así, abrazados en medio del salón, rodeados de flores, chocolates y un montón de preguntas sin resolver. No sería fácil. Tendrían que reconstruir la confianza, poner límites a la interferencia de su madre, aprender a convivir con la sombra de aquella mentira que había marcado sus vidas.

Pero, por primera vez en mucho tiempo, Vitali sentía que la historia ya no estaba escrita por otros. Ahora, la pluma estaba en sus manos.

Y mientras Sonia se acomodaba a su lado, acariciando sus dedos entrelazados, él se preguntó, no sin cierto miedo, pero también con esperanza:
¿Pueden las mentiras destruir un matrimonio… o son precisamente las verdades dolorosas las que, al salir a la luz, abren la puerta a una nueva oportunidad?

En su caso, decidió, la respuesta estaba clara: el amor había sido herido, sí, pero todavía estaba vivo. Y ese, a pesar de todo, era el mejor comienzo para escribir su nueva historia.

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