Mi hija me llamó ‘repugnante’… y desaparecí con toda mi fortuna
redactia redactia
- December 5, 2025
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En la casa de la esquina, la de las persianas verdes medio torcidas, todos sabían que vivía un viejo solo. Se llamaba Aurelio Mendizábal y tenía setenta y un años. Desde que murió su esposa, la casa se había llenado de ecos: el ruido de los cubiertos, la radio vieja sonando bajito, las conversaciones que ya no existían.
Aurelio se levantaba cada mañana a la misma hora, preparaba café para uno y hablaba en voz baja con la foto enmarcada de su mujer.
—¿Viste, Lucha? —susurraba—. Otra vez el café sin azúcar… como te gustaba a ti.
La soledad le dolía, pero era un dolor al que ya se había acostumbrado. Hasta que, una tarde lluviosa, sonó el teléfono.
—Papá… —era la voz de su hija, Esperanza, quebrada, nerviosa—. Me separé de Fernando. No tengo a dónde ir. ¿Puedo ir a la casa… con los niños?
Aurelio no lo pensó ni un segundo.
—Esta siempre ha sido tu casa, hija. Vente. Vente ya.
Dos días después, la casa silenciosa se llenó de vida. Llegó Esperanza con dos maletas enormes, dos niños inquietos y los ojos hinchados de tanto llorar.
—¡Abuelo! —gritó Mateo, el mayor, lanzándose a sus brazos.
—Abuelito, ¿aquí también hay WiFi? —preguntó Lucía, la menor, con una seriedad graciosa.
Aurelio se rio por primera vez en mucho tiempo. Cocinó su famoso guiso de carne, sacó platos que llevaban años guardados, puso música en la radio. Esa noche, la mesa volvió a ser una mesa de familia.
—Brindo por los nuevos comienzos —dijo Aurelio levantando su vaso de agua.
—Y porque ya no vamos a llorar —añadió Mateo, tratando de hacerse el valiente.
Los primeros días fueron casi perfectos. Desayunos en familia, risas de niños corriendo por el pasillo, Esperanza ayudando a limpiar mientras hablaba sin parar de cosas del trabajo, de amigos, de planes.
Pero, poco a poco, algo empezó a quebrarse.
Esperanza comenzó a notar lo que antes le parecía entrañable: la forma en que su padre arrastraba los pies, el olor a ungüento en la sala, los programas de televisión viejos a todo volumen.
—Papá, ¿tienes que dejar esos zapatos ahí tirados? —se quejó un día—. Casi me mato tropezando.
—Perdona, hija, se me pasó… —murmuró él, levantándolos de inmediato.
Otro día criticó su forma de comer. Al siguiente, su manera de estornudar. Y luego, su olor.
—Es que, papá, no sé —dijo, frunciendo la nariz—. Huele raro aquí… a viejo, a medicamento. Abre las ventanas, por favor.
Aurelio asentía en silencio. Iba abriendo ventanas, lavando la ropa más seguido, echándose colonia barata que le irritaba la piel. Empezó a moverse con más cuidado, a hablar menos. Sentía cómo, sin que nadie lo dijera, se volvía una molestia en su propia casa.
Hasta que una noche lo escuchó todo.
Era cerca de la medianoche. Aurelio se levantó para ir al baño, caminando despacio por el pasillo oscuro. Se detuvo al oír la voz de Esperanza en su habitación. La puerta estaba entreabierta.
—No, Elena, no entiendes —decía su hija, por teléfono, a su hermana—. No es solo que sea viejo… es que es… ¡repugnante!
Hubo una pausa, y luego, más bajo pero claro:
—Sí, asqueroso. Se mete en todo, hace ruido, huele mal… a veces siento que vivo con un desconocido. ¡No soporto verlo arrastrándose por la casa!
Aurelio se quedó inmóvil, con la mano apoyada en la pared. Sintió que el corazón le temblaba en el pecho.
—Bueno, es mi papá, sí —continuó Esperanza—, pero no puedo más. Si no fuera porque no tengo un peso, ya me habría ido.
El viejo tragó saliva. Retrocedió lentamente, como si cada paso pesara una tonelada. Entró en su cuarto sin hacer ruido, cerró la puerta con cuidado y se sentó al borde de la cama.
Miró la foto de su esposa.
—¿Me oíste, Lucha? —susurró con la voz rota—. “Repugnante”. “Asqueroso”. Tu hija… nuestra hija.
Las palabras se le quedaron clavadas, no en los oídos, sino en el pecho.
Esa noche no durmió. Cuando amaneció, ya había tomado una decisión.
Aurelio no era tan pobre como todos pensaban. Durante años había ahorrado en silencio: una indemnización del trabajo, la venta de un terreno que había heredado, pequeños ahorros invertidos. Nunca lo contó; pensaba dejarlo todo a sus hijas y a sus nietos cuando él muriera.
Pero ahora, cada vez que cerraba los ojos, escuchaba la voz de Esperanza: repugnante, asqueroso.
—Si soy tan insoportable —murmuró frente al espejo—, les haré el favor de desaparecer.
Durante semanas, se movió en secreto.
Fue al banco.
—Señor Mendizábal, ¿está seguro de que quiere mover todo este dinero? —preguntó el gerente, sorprendido.
—Más que nunca —respondió Aurelio—. Quiero cerrar todas mis cuentas y transferir lo que corresponda.
Visitó a un viejo conocido, un abogado medio turbio que le había gestionado papeles años atrás.
—¿Cambiar de identidad? No es tan simple… —dijo el abogado, cruzando los brazos.
—No pregunté si era simple —replicó Aurelio, con una firmeza que sorprendió al otro—. Pregunté cuánto cuesta.
Vendió la casa en silencio. Aprovechó que estaba a su nombre. Los papeles se firmaron mientras Esperanza creía que él “solo había salido al médico”.
Hasta que, una madrugada, se fue. Dejando atrás muebles, recuerdos, fotos… y a una hija que lo consideraba una carga. No dejó carta. No dejó explicación. Solo dejó un silencio enorme.
Meses después, un hombre canoso con gafas oscuras descendía de un avión en Miami. En su pasaporte figuraba como Hernán Morales.
El calor pegajoso, el ruido del inglés por todas partes y el olor a mar lo envolvieron de inmediato. Rentó un pequeño apartamento cerca de la playa, en un edificio donde casi nadie preguntaba nada y todos parecían huir de algo.
—¿Recién mudado? —le preguntó una vecina cubana, Carmen, apoyada en el pasillo con un cigarrillo apagado en la mano.
—Sí, señora. Empezando de nuevo —respondió él con una sonrisa tímida.
—Aquí todos empezamos de nuevo, mi amor —dijo ella, dándole una palmada en el hombro.
Aurelio empezó a caminar cada día por el malecón, a sentarse en un café pequeño donde el dueño, un colombiano, lo llamaba “don Hernán”. Poco a poco, su risa volvió, pero cada vez que recordaba la voz de Esperanza, se le nublaban los ojos.
—Yo no los abandoné —se repetía—. Me echaron con palabras.
Mientras tanto, en la ciudad de origen, Esperanza se despertó una mañana y encontró la habitación de su padre vacía. La cama hecha, el armario casi vacío, el viejo abrigo gris desaparecido.
—¿Papá? ¡Papá! —gritó, recorriendo la casa.
Los niños salieron asustados.
—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Lucía, agarrando su peluche.
—Seguramente salió temprano… —balbuceó Esperanza, aunque su voz sonaba más nerviosa que segura.
Horas después, seguía sin noticias. Llamó al banco, furiosa, cuando recibió una carta certificada: la casa ya no era suya, la venta estaba cerrada, las cuentas de Aurelio, vaciadas.
En la sucursal, el gerente la miró con incomodidad.
—Su padre vino varias veces. Firmó todo personalmente. Estaba perfectamente consciente.
—¡Pero él no puede hacerme esto! —gritó ella, desesperada—. ¡Somos su familia!
El gerente bajó la voz.
—Señora, no sé qué pasó entre ustedes, pero… su padre no parecía un hombre vengativo. Parecía un hombre… herido.
Esa palabra le cayó como un balde de agua fría. Herido.
Esa noche, Esperanza se encerró en su cuarto y volvió a llamar a su hermana Elena.
—Tú no estabas aquí —dijo entre sollozos—. Yo… yo le dije cosas horribles. Estaba cansada, frustrada…
—¿Qué le dijiste, Esperanza? —preguntó Elena, en seco.
Hubo un silencio largo.
—Que era repugnante. Que era asqueroso. Que no soportaba verlo.
Del otro lado de la línea, Elena soltó un suspiro de incredulidad.
—Pues ahí tienes la respuesta de por qué se fue.
Los niños, por su parte, crecieron con un hueco extraño en el corazón.
—¿Por qué el abuelo nos abandonó? —preguntaba Mateo cuando no podía dormir.
Esperanza apretaba los dientes. No sabía qué dolía más: su propia culpa o las lágrimas de sus hijos.
Pasó casi un año antes de que Esperanza, con la culpa convertida en obsesión, decidiera buscarlo. Contrató a un investigador privado.
—No le prometo milagros —dijo el hombre, revisando documentos—. Pero su padre movió bastante dinero. Eso deja rastro.
El rastro, efectivamente, llevaba a Miami. Transferencias bancarias, compra de un boleto de avión, un alquiler a nombre de “Hernán Morales”, con un número de documento que coincidía sospechosamente con el de Aurelio modificado.
—Es él —susurró Esperanza, con los ojos llenos de lágrimas—. Es mi padre.
Vendió lo poco que le quedaba, pidió dinero prestado a Elena y viajó con Mateo, dejando a Lucía con su tía.
—Vamos a ver al abuelo —le dijo al niño en el aeropuerto.
—¿Y si no quiere vernos? —preguntó Mateo, con miedo.
Esperanza se quedó callada un segundo.
—Entonces tendremos que soportarlo —respondió—. Pero al menos escuchará que lo siento.
Lo encontraron una tarde, sentado en una mesa de plástico blanca frente a un café en la esquina, observando el mar. Aurelio tenía el cabello más blanco, la piel más morena por el sol, pero seguía siendo él.
—Ahí está —susurró Mateo, la voz temblorosa.
Esperanza se quedó paralizada en la acera, viendo a su padre como si fuera un fantasma. Respiró hondo y caminó hacia él.
—Papá…
Aurelio levantó la vista. Por un segundo, su rostro se quedó en blanco. Luego, la taza le tembló en la mano.
—No puede ser… —murmuró.
Mateo corrió hacia él.
—¡Abuelo!
El viejo se levantó de golpe, sin saber si abrazar o huir. El niño lo rodeó con los brazos. Aurelio cerró los ojos y apoyó la mano en la nuca de su nieto.
—Pensé que… tú también me odiabas —susurró.
—Yo nunca te odié —respondió Mateo, llorando—. Pensé que nos habías olvidado.
Esperanza se acercó, con los ojos rojos.
—Papá, yo…
Él la miró, y en sus ojos había algo más fuerte que la rabia: había dolor.
—No me llames “papá” como si nada hubiera pasado —dijo, lentamente—. Las últimas palabras que escuché de ti fueron que yo era repugnante. Que te daba asco.
La gente del café empezó a mirar, pero nadie se acercó.
—Lo sé —dijo Esperanza, bajando la cabeza—. Y merezco que me odies. Estaba destruida, llena de rabia, y te usé como saco de boxeo. No tengo excusa. Solo tengo estas palabras: lo siento. Lo siento de verdad.
Se le quebró la voz.
—Pensé que no me escuchabas. Pensé que eran solo palabras… que se las llevaba el aire. Y tú… tú desapareciste.
Aurelio apretó los labios.
—Las palabras no se las llevó el aire, hija. Se quedaron aquí —se tocó el pecho—. Y cada noche, durante meses, las escuché otra vez.
Mateo miró a su abuelo y luego a su madre.
—Abuelo, mamá llora muchas noches por ti —dijo—. Yo también. Si tú no quieres perdonarla, está bien, pero… ¿puedes al menos no olvidarnos a nosotros?
El viejo lo miró, y algo se quebró dentro de él. No era solo el recuerdo del insulto. También eran las risas, los desayunos, la voz de su esposa diciéndole, desde alguna parte de su memoria: “Son tus hijos, Aurelio. Son tus nietos”.
Se sentó de nuevo, exhausto.
—Siéntense —dijo al fin—. No prometo nada. No puedo fingir que no me dolió. Pero… si he de empezar algo nuevo, que sea con la verdad.
Se sentaron los tres. El mar seguía rompiendo contra la costa.
—No me vine aquí para vengarme —explicó Aurelio—. Me vine para dejar de sentirme una cosa, un estorbo. Quería recuperar mi dignidad.
—Y lo hiciste —respondió Esperanza, limpiándose las lágrimas—. Y tenías razón. Yo te la había quitado con mis palabras.
Lo miró a los ojos.
—No te pido que olvides. Solo te pido que me dejes demostrarte que no volveré a hablarte así. Que puedo ser una hija que honra al padre que la crió.
Hubo un silencio largo. El viento movía las servilletas de papel sobre la mesa.
—Te perdono —dijo Aurelio, al fin, con voz cansada—. Pero el perdón no borra las cicatrices.
—Lo sé —susurró ella—. Las llevaré conmigo.
Él miró a Mateo y esbozó una sonrisa.
—Y tú, muchacho, deja de preguntar si te abandoné. Nunca los abandoné. Solo… huí de algo que me estaba matando por dentro.
Mateo asintió, abrazándolo de nuevo.
Los días siguientes, Esperanza y Mateo se quedaron en un pequeño hostal cerca del edificio de Aurelio. Caminaron juntos por la playa, comieron helado, se sentaron en el mismo café. La relación no se arregló de la noche a la mañana, pero las conversaciones fueron honestas.
—Si volvemos a vivir juntos algún día —dijo Aurelio—, será con reglas claras. Nada de gritos, nada de insultos.
—Yo seré la primera en recordarlo —respondió Esperanza—. He aprendido, a golpes, que las palabras no desaparecen.
Regresaron a su país unas semanas después, pero esta vez sin ese silencio cruel. Empezaron a llamarse por videollamada, los domingos. Lucía conoció el nuevo departamento del abuelo a través de la pantalla.
Los “te quiero” eran torpes al principio, pero existían.
Las palabras que una vez casi destruyeron a Aurelio no se podían desdecir. Pero otras palabras, nuevas, empezaron a construir algo diferente: respeto, límites, cariño.
Y, aunque las cicatrices no se borraron, dejaron de sangrar. Porque Aurelio había aprendido que, sí, las palabras pueden romper una vida… pero también, con esfuerzo y verdad, pueden ayudar a recomponerla.




