Creí arruinar mi cena insultando a un extraño… pero terminé enamorándome del chef
Iba teniendo uno de esos días en los que sientes que el universo se ha puesto de acuerdo para fastidiarte.
Llegaba tarde al trabajo por culpa del metro, mi jefa me había escrito tres mensajes con MAYÚSCULAS PASIVO-AGRESIVAS, mi ex había subido una foto felizmente enamorado con otra y, para rematar, mi madre me había dejado un audio de cinco minutos preguntando cuándo pensaba “sentar cabeza”.
Así que cuando salí de la oficina, decidí que merecía al menos una buena cena. Abrí el mapa en el celular y empecé a seguir la ruta hacia el famoso restaurante italiano del que todo el mundo hablaba: La Stella. Iba tan concentrada en la pantallita, moviendo los dedos con rabia, que el mundo real dejó de existir… hasta que choqué contra algo muy sólido.
Bueno, contra alguien muy sólido.
—¡Ay, Dios! ¿Pero qué…? —protesté mientras mi bolso salía volando de mi hombro y caía al suelo, vomitando su contenido por toda la acera: llaves, labial, tampones, recibos arrugados, mi dignidad entera.
—Disculpe, yo… —empezó a decir una voz masculina.
—¿Disculpe? —lo corté, encendida de furia—. ¡Mire por dónde camina! ¿No ve que hay gente normal usando la calle? ¿O es que los gigantes despistados tienen su propio carril y nadie me avisó?
Un par de personas se volvieron a mirar. Él se agachó inmediatamente para ayudarme a recoger mis cosas.
—Permítame, se le ha caído…
—No necesito su ayuda, gracias —le aparté la mano de un manotazo—. Ya ha hecho suficiente.
Guardé el celular, los tampones, el orgullo herido, todo a la vez, sin mirar demasiado. Sentía el corazón desbocado, no sabía si de la rabia o de la vergüenza disfrazada.
Él se quedó de pie delante de mí, con las manos ahora enterradas en los bolsillos de su chaqueta blanca de chef, que yo, en mi ceguera emocional, ni registré. Tenía el cabello oscuro algo despeinado, la barba de un par de días y unos ojos que, para mi desgracia, no parecían enfadados, sino curiosos… y divertidos.
—Tiene razón —dijo, tranquilo—. Que tenga un buen día.
Y se fue, caminando con calma, como si no acabara de presenciar un huracán con patas.
Veinte minutos después, llegué a La Stella con la sensación de haber ganado una pequeña batalla contra el mundo. La fachada del restaurante brillaba con luces cálidas, gente bien vestida entrando y saliendo, el sonido lejano de copas chocando.
“Por lo menos comeré bien”, pensé, empujando la puerta de cristal.
Una hostess rubia, de sonrisa perfecta, se acercó enseguida.
—Buenas noches, ¿tiene reserva?
—Sí, a nombre de… —tragué saliva— de Lucía.
Revisó la lista, asintió y me hizo un gesto.
—Por aquí, señorita Lucía.
Mientras caminábamos entre las mesas, el aroma a ajo, vino blanco y pan recién horneado me envolvió como un abrazo que necesitaba urgentemente.
—El chef saldrá en un momento a saludar a los comensales —dijo la hostess, dejando la carta frente a mí—. Es una tradición de la casa.
—Qué detalle tan bonito —murmuré, aún con un poco de mal humor pegado a la piel.
Abrí el menú, fingiendo que entendía algo de cocina italiana más allá de “pasta con queso”, cuando escuché un murmullo general. Varias cabezas se giraron hacia la cocina. Levanté la vista… y sentí cómo mi estómago se caía hasta las rodillas.
Era él.
Salía por la puerta de la cocina con paso seguro, sin el gorro de chef, la chaqueta blanca impecable abrochada hasta el cuello. El mismo cabello oscuro ligeramente revuelto, la misma mandíbula marcada, los mismos ojos. Los ojos del “gigante despistado”.
Mis dedos se aferraron al borde de la mesa. Nuestra mirada se cruzó. Él sonrió, lento, como quien reconoce un chiste privado. Yo deseé convertirme en servilleta, plato, alfombra, lo que fuera, con tal de desaparecer.
Se acercó a mi mesa con una calma casi cruel.
—Buenas noches —dijo con una voz tan profunda que casi sentí que vibraban los cubiertos—. Bienvenida a La Stella. Soy Marco, el chef… y, aparentemente, un gigante despistado.
Noté cómo mi cara se ponía del color de la salsa de tomate más intensa.
—Yo… esto… —tartamudeé—. No sabía que… que…
—¿Que los gigantes despistados también cocinamos? —terminó él, cruzándose de brazos. Una sonrisa juguetona se dibujó en sus labios—. Sí, sorprende. Incluso tenemos nuestro propio carril… en la cocina.
En la mesa de al lado, una pareja dejó de hablar y se inclinó para escuchar mejor. Sentí que me ardían las orejas.
—Lo siento muchísimo —dije por fin, casi escupiendo las palabras—. Fui… horriblemente grosera. Ha sido un día muy largo, pero eso no es excusa. Por favor, no escupa en mi comida.
Una carcajada escapó de sus labios. Varios comensales sonrieron sin disimulo.
—No lo hago —dijo, inclinándose ligeramente hacia mí—. Ni siquiera cuando me llaman gigante despistado en plena calle.
Se acercó un poco más; pude oler su colonia mezclada con tomillo, ajo y algo cálido que no supe identificar.
—Déjeme compensarla —añadió, bajando la voz—. Esta noche, yo elijo su cena. Cada plato será mi forma de disculparme por… haber estado en su camino.
—Pero el que se cruzó fui yo —protesté, casi en un susurro.
—Detalle técnico —respondió, encogiéndose de hombros—. Insisto.
Se inclinó aún más, guiñándome un ojo.
—Y tal vez, si la comida logra ablandar ese carácter de fuego suyo, podría invitarla a un café después del servicio. Uno en el que prometo mirar por dónde camino.
Lo miré, atónita.
—¿Está… coqueteando conmigo? —se me escapó.
—Eso depende —sonrió—. ¿Va a volver a insultarme… o va a dejar que la comida hable primero?
No supe qué contestar, así que solo asentí, como una idiota. Él sonrió satisfecho y se alejó hacia la cocina. En cuanto desapareció, la pareja de la mesa de al lado se giró hacia mí.
—Disculpa —dijo ella, con curiosidad—, ¿lo conocías de antes?
—Nos hemos… cruzado —respondí, sintiendo de nuevo el rubor—. Literalmente.
Su novio rió por lo bajo.
—Suertuda —murmuró—. Ese tipo es una leyenda aquí.
El primer plato llegó a los diez minutos: una bruschetta perfecta, con tomates brillantes, albahaca fresca y una montaña de queso.
En el borde del plato había una pequeña tarjeta doblada. La abrí:
“Para la mujer más sincera que he conocido hoy.”
— M.
Sonreí a pesar mío.
El camarero, un chico de rizos oscuros, esperó un segundo.
—¿Algún comentario para el chef? —preguntó, con una chispa cómplice en los ojos.
—Puede decirle que… esto huele tan bien que consideraría perdonarlo por homicidio involuntario, si fuera necesario —dije.
El camarero soltó una carcajada.
—Se lo diré palabra por palabra.
El siguiente plato fue pasta fresca con una salsa cremosa que sabía a gloria. Otra nota:
“Los gigantes también tienen sentimientos.”
— M.
Rodé los ojos, pero estaba sonriendo. De vez en cuando, veía a Marco asomarse desde la cocina, vigilando la sala. Nuestros ojos se encontraban un par de veces y yo apartaba la mirada, sintiéndome ridícula y… rara. Hacía mucho que alguien no me descolocaba así.
Entre plato y plato, revisé mi celular. Tenía un mensaje de voz de mi mejor amiga, Ana.
—Bueno, ¿y? ¿Ya estás en el restaurante caro ese? Te exijo una foto del chef si está bueno, para ver si por lo menos de algo sirve tanta pobreza después —decía su voz divertida.
Miré hacia la cocina. Marco estaba en plena acción, dando instrucciones, moviendo las manos, probando salsas. Era hipnótico.
Le saqué una foto de lejos, de perfil, sin que se diera cuenta, y se la mandé a Ana.
A los tres segundos me respondió:
—¿PERDONA? ¿POR QUÉ ESE HOMBRE NO ESTÁ YA ARRUINÁNDOTE LA VIDA ROMÁNTICAMENTE?
Tuve que taparme la boca para no reír a carcajadas.
El plato fuerte fue un risotto de setas y trufa que olía a bosque y lluvia. La nota decía:
“¿Todavía está enojada?”
— M.
Le pedí al camarero una pluma y le escribí detrás:
“Un poco. Pero esto ayuda.”
— L.
Se lo devolví.
—¿Se lo puede entregar, por favor?
—Con gusto —dijo, con una sonrisa maliciosa.
Pasaron unos minutos. Desde mi mesa, vi cómo Marco tomaba la nota, la leía y levantaba la vista hacia mí. Alzó una ceja, divertido, y levantó el pulgar en mi dirección. Yo le respondí con una mueca que estaba a medio camino entre sonrisa y amenaza.
Cuando llegó el postre, me rendí. Era un tiramisú suave, casi etéreo, espolvoreado con cacao. Casi me dieron ganas de llorar de lo bueno que estaba. La última nota era más larga:
“Para la mujer que se estrelló conmigo en el peor momento posible… o tal vez en el mejor.
Si llegaste hasta aquí sin volver a insultarme, creo que me debo ese café.
— Marco”
Suspiré. No estaba preparada para esto. Ni para un chef guapo, ni para notas cursis, ni para sentir mariposas en el estómago cuando había pasado meses criticando públicamente el amor romántico.
Terminé la última cucharada justo cuando él salió otra vez de la cocina. Esta vez sin chaqueta de chef, solo con una camiseta negra y una chaqueta de cuero que le quedaba insultantemente bien. Se acercó a mi mesa, tirándose ligeramente del cuello de la chaqueta.
—Entonces —dijo, sentándose frente a mí sin pedir permiso, pero con una mirada que sí lo pedía—, ¿acepta ese café? ¿O necesita insultarme un poco más para equilibrar el universo?
—No suelo tomar café de noche —contesté, por reflejo defensivo.
—Tenemos descafeinado —replicó sin dudar.
—Soy complicada.
—Lo noté —sonrió—. Me gustan los retos.
Nos quedamos mirándonos unos segundos. Sentía el corazón latiendo demasiado rápido. Todo el día se me pasó por la cabeza: mi jefa gritándome por mensajes, el choque en la calle, mi arranque de furia, su paciencia, la comida perfecta, sus notas.
—Mire —empecé, y luego me corregí—. Mira… Marco. He tenido un día de mierda, he sido injusta contigo y no soy precisamente la persona más… dulce del mundo.
—Lo sé —asintió, con los ojos clavados en los míos—. Me gusta la gente que no pretende ser perfecta. Y, para ser sincero, fue refrescante que alguien me hablara sin ponerme en un pedestal porque “soy el chef”.
—Podrías haberte enfadado —señalé.
—Podría —dijo—. Pero me pareció más interesante ver qué pasaba si te ponía un plato delante en vez de una discusión.
Sonreí, bajando la mirada un segundo.
—¿Siempre eres así de seguro? —pregunté.
—No —admitió—. Solo cuando tengo la sensación de que, si no arriesgo, me voy a arrepentir después.
El silencio se hizo cómodo de repente. El murmullo del restaurante siguió de fondo: copas, risas, platos. Una canción suave sonaba de lejos.
Marco se inclinó hacia adelante.
—Lucía, ¿qué es lo peor que puede pasar si tomas un café conmigo? —preguntó—. Si no te gusto, puedes volver a llamarme gigante despistado y prometo no vetarte del restaurante.
—¿Y lo mejor? —pregunté, sin darme cuenta de que ya estaba negociando.
Su sonrisa se ensanchó.
—Lo mejor es que quizás… encuentres un lugar donde puedas venir a refugiarte cuando tengas días de mierda —dijo—. Y quizá alguien que aprenda a esquivar tus ataques verbales… y a cocinarte pasta cuando el mundo se ponga insoportable.
Me reí, por fin, de verdad. Sentí que algo en mi pecho se aflojaba un poco.
Lo miré fijamente unos segundos más, midiendo riesgos que no se pueden medir con lógica. Después, tomé aire.
—Está bien —dije al fin—. Acepto el café. Pero con una condición.
—Dime —respondió enseguida.
—Que la próxima vez que nos crucemos en la calle, seas tú quien se aparte.
Se echó a reír, esa risa limpia que había escuchado antes.
—Trato hecho —dijo, extendiendo la mano sobre la mesa.
Se la estreché. Su mano estaba caliente, firme, segura.
Y así, en medio de un restaurante lleno, después de un día que había empezado fatal, me encontré saliendo de La Stella a medianoche, caminando junto al chef al que había insultado en la calle, rumbo a un pequeño café que él conocía “solo para casos especiales”.
No sabía qué iba a pasar después. Pero por primera vez en mucho tiempo, la idea de no saber no me asustó. Me pareció… prometedora.




