Custodia, culpa y coraje: la decisión de una abuela
Iliana Morales tenía sesenta y ocho años y unas manos llenas de pequeñas cicatrices: de lavar ropa a mano, de pelar papas con cuchillos mellados, de cargar bolsas del mercado más pesadas de lo que su espalda aguantaba. Esas mismas manos habían criado a su única hija, Camila, y en los últimos ocho años habían vuelto a empezar de cero: cambiando pañales, preparando loncheras, acompañando tareas.
En el barrio ya casi nadie la llamaba Iliana; para todos era “la abuelita de Leonel y la niña Camila”.
Durante años, cada vez que sonaba el teléfono y aparecía el nombre de su hija, Iliana sabía que venía un favor:
—Mamá, ¿puedes quedarte con los niños hoy? —aunque no era realmente una pregunta.
—Mamá, se me juntó todo, ¿te los dejo el fin de semana?
—Mamá, tú sabes que sin ti no puedo.
Y ella siempre decía que sí. Aunque le dolieran las rodillas. Aunque se hubiera prometido descansar. Aunque tuviera que cancelar sus propias citas. La culpa la vencía: “para eso están las madres”, se repetía, mientras doblaba la ropa de los nietos con un cansancio que ya no se quitaba con una siesta.
Pero aquella semana de octubre amaneció distinta.
Sobre la mesa de la cocina, junto a una taza de café tibio, Iliana miraba dos papeles que para ella eran casi símbolos de otra vida: el papelito arrugado con la fecha y la hora de una cita médica importante —el cardiólogo que llevaba meses postergando— y un folleto de un taller de cerámica. Cerámica. Algo que no hacía desde que Camila era niña y ella modelaba pequeñas tazas de barro en la casa de cultura del barrio. Le había dicho a la instructora, la última vez que se vieron hacía diez años, que algún día volvería. Nunca volvió. Hasta ahora.
Tomó aire, muy hondo, cuando sonó el teléfono. Era Camila.
—Mamá, este fin de semana necesito que te quedes con los niños —empezó su hija, rápida, con ese tono de “asunto ya decidido”—. Bernardo tiene guardia doble y yo tengo que cubrir el cierre del mes.
Iliana se sujetó la taza con ambas manos, como si el calor del café pudiera darle valor.
—Hija, este fin de semana no puedo —dijo despacio, cada palabra pesada como una piedra—. Tengo la cita con el cardiólogo y… mi primera clase de cerámica. Ya te había dicho.
Del otro lado de la línea, se hizo un silencio helado.
—¿Cerámica? —repitió Camila, como si hubiera escuchado un chiste de mal gusto—. ¿Estás hablando en serio, mamá?
Iliana tragó saliva.
—Estoy hablando en serio. La cita médica es importante. Y lo de la cerámica… es algo que quiero hacer para mí. Solo este fin de semana no puedo.
Camila resopló con tanta fuerza que Iliana casi pudo sentir el aire en el oído.
—Claro —soltó su hija, con una risa amarga—. Después dices que yo soy egoísta. Qué conveniente que justo ahora descubres que tienes vida propia. ¿Sabes qué? Gracias por nada, mamá.
—Camila, no es eso, yo siempre…
—Siempre, siempre, siempre —la interrumpió—. Siempre dices que me apoyas, pero cuando realmente te necesito, no estás.
Y antes de que Iliana pudiera responder, escuchó el golpe seco del teléfono cortándose.
Se quedó un rato mirando la pantalla negra del celular. Sintió cómo la culpa subía como un nudo a la garganta. Por un segundo, estuvo a punto de marcar de vuelta, de decir “está bien, tráelos”. Pero algo dentro de ella, una voz pequeña y firme, le dijo: “si no dices que no ahora, no lo vas a hacer nunca”.
Pasaron los días. Camila no volvió a llamar. Bernardo mandó un par de mensajes cortos, neutros, hablando de cosas prácticas de los niños. Iliana intuyó que había problemas en casa, esa tensión que se huele sin que nadie lo diga. Pero decidió no meterse… o al menos intentarlo.
La mañana del viernes, Iliana preparó su ropa para el sábado, ordenó algunos papeles del seguro, pensó en la figura de barro que quería moldear: quizá una tacita con el nombre de Leonel grabado abajo. Mientras doblaba un mantel, una inquietud sin nombre le arañó el pecho, como un presentimiento oscuro.
Se dijo que eran nervios por la cita médica. Por la edad. Por todo.
Esa misma noche, muy tarde, mientras Iliana dormía, en otro punto de la ciudad, en un departamento con la luz del salón encendida, Camila caminaba de un lado a otro con el celular en la mano y ojeras profundas. El sonido de notificaciones del trabajo, correos marcados como “URGENTE”, el recuerdo de la conversación con su madre, la rabia que no se le bajaba. Bernardo trató de hablar.
—Podemos preguntarle a tu tía, o a la vecina… —sugirió él, cansado.
—No —saltó Camila—. Mi mamá tiene que entender que no puede decirme que no así como así. Toda mi vida la he apoyado y ahora se hace la víctima.
Bernardo la miró con una mezcla de preocupación y agotamiento.
—Camila, no es seguro…
—¡Pues que no hubiera tenido nietos si le iban a estorbar! —gritó ella.
Los niños, desde su cuarto, escuchaban el murmullo tenso, las voces subiendo de tono, algún portazo. Leonel abrazó a su hermanita, la pequeña Camila, que apretaba contra su pecho un muñeco de trapo ya deshilachado.
—Mamá está enojada —susurró la niña.
—Solo duérmete —respondió Leonel, aunque él mismo no podía.
Al día siguiente, un taxi avanzaba por avenida Chapultepec, entre el ruido de claxon, vendedores ambulantes y gente cruzando sin mirar. En la parte de atrás, Leonel y su hermanita iban vestidos con mochilas pequeñas. Leonel miraba por la ventana, inquieto; la niña jugaba con el seguro de la puerta.
—¿Seguro que la abuela está ahí? —preguntó Leonel, recordando que la última vez que hablaron, Iliana había dicho que no podía quedarse con ellos.
—Claro que sí —les había dicho Camila en el departamento, apurándolos—. Se hizo la difícil nada más. La abuela siempre está.
Las palabras resonaban en su cabeza como un eco incómodo.
El taxista, un hombre de barba entrecana, miraba el papel con la dirección.
—Oiga, aquí falta el número del edificio —les dijo, girando un poco la cabeza—. Solo dice “Avenida Chapultepec, esquina con…”
Leonel le mostró un papel arrugado con el nombre de su abuela y un número de teléfono, escrito por Camila a toda prisa.
—Es donde vive mi abuela —aseguró el niño, aunque en realidad no conocía esa calle—. Ella nos espera ahí.
El taxista dudó, pero el tráfico lo apremiaba. Al llegar a una esquina concurrida, frenó.
—Hasta aquí llego, chavos. No puedo estar dando vueltas. —Miró por el espejo retrovisor, viendo las caritas de los niños—. ¿Están seguros?
—Sí —mintió Leonel, sintiendo un hueco en el estómago.
El hombre les ayudó a bajar, dejó las mochilas en la banqueta, cobró y se fue, dejando detrás humo y el rugido del motor.
Al principio, los niños pensaron que su abuela aparecería en cualquier momento. La pequeña Camila se sentó en la banqueta, jugando con el cordón de su mochila.
—¿Y la abuela? —preguntó después de un rato, con voz temblorosa.
—Ahorita viene —dijo Leonel, tratando de sonar seguro—. A lo mejor se tardó el metro.
La gente pasaba a su alrededor: algunos los miraban de reojo, otros ni se daban cuenta. El sol pegaba fuerte. La niña empezó a llorar quedito, al principio por cansancio, luego de miedo.
—Leonel… me duele la panza.
El niño la abrazó, sintiendo que el mundo se hacía demasiado grande y hostil.
Pasaron minutos. Muchos. Demasiados. Un vendedor de globos se les acercó.
—¿Y sus papás? —preguntó.
Leonel no supo qué responder. Solo levantó el papel con el nombre de su abuela. El vendedor frunció el ceño.
Fue entonces cuando alguien llamó a la policía.
El oficial Daniel Ruiz llegó en una patrulla, con las luces apagadas pero la sirena aún reverberando en el aire. Al bajarse, vio a los dos niños sentados en la banqueta, pegados uno al otro como si fueran una sola cosa. La niña sollozaba; Leonel estaba pálido, apretando el papel con tal fuerza que lo había arrugado hasta casi romperlo.
—Hola, campeón —dijo Daniel, agachándose para quedar a su altura—. ¿Están bien? ¿Dónde están sus papás?
Leonel tragó saliva.
—Mi mamá nos mandó con el taxi. Dijo que mi abuela estaba aquí… pero… no está.
Daniel tomó el papel; leyó el nombre “Iliana Morales” y un número de teléfono. Algo en su pecho se apretó. Llamó de inmediato.
Iliana, en su casa, estaba colgando una blusa cuando sonó el teléfono. Al ver que era un número desconocido, pensó dejarlo sonar. Contestó en el último timbrazo.
—¿Bueno?
—¿La señora Iliana Morales? Habla el oficial Daniel Ruiz, de la Secretaría de Seguridad. Tenemos aquí a dos menores, Leonel y Camila, con un papel que tiene su nombre. Están en avenida Chapultepec, muy asustados…
Iliana sintió que el piso desaparecía bajo sus pies.
—¿Qué? ¿Cómo que…? ¡Ellos deberían estar con su madre! —balbuceó, con la voz quebrada.
—No hay ningún adulto responsable con ellos, señora. Necesito que venga de inmediato.
Iliana no se tomó ni el tiempo de cambiarse. Salió casi corriendo, con las llaves en una mano y el corazón en la boca. En el trayecto, en el autobús, las manos le temblaban tanto que casi se cae al pagar. Los pensamientos se atropellaban en su mente: “¿Cómo pudo Camila…? ¿Qué estaba pensando? ¿Y si algo les hubiera pasado?”
Cuando por fin dobló la esquina de Chapultepec, los vio: dos figuritas pequeñas, al lado de un oficial uniformado. La niña lloraba. Leonel la abrazaba, pero al ver a su abuela, rompió en llanto también.
—¡Abuela! —gritó, corriendo hacia ella.
Iliana los abrazó a los dos, con tanta fuerza que tuvo miedo de lastimarlos. Sintió sus cuerpos temblorosos, sus cabecitas húmedas de sudor y llanto.
—Tranquilos, ya estoy aquí. Ya estoy aquí —repetía, como un mantra.
El oficial Daniel los observaba, pero su expresión era seria.
—Señora Iliana, necesito que me acompañe a la comisaría para levantar un reporte por poner en riesgo a menores —dijo con tono profesional, pero no frío—. Y vamos a necesitar hablar con la madre de los niños.
Iliana sintió cómo el mundo se le venía encima. Llamó a Camila con las manos aún temblando.
—¿Qué hiciste, Camila? —soltó en cuanto su hija contestó—. ¿Por qué mandaste a los niños solos en un taxi?
Del otro lado, Camila sonaba molesta, no preocupada.
—Ay, mamá, no exageres. El taxista los dejó contigo, ¿no? Solo era un viaje corto. No podía faltar al trabajo, ¿qué querías que hiciera?
—¡La dirección estaba incompleta! ¡Los dejaron en la calle! —la voz de Iliana subió por primera vez en mucho tiempo—. Estaban llorando, solos, con un papel con mi nombre. La policía está aquí.
Hubo un silencio. Luego, el tono de Camila se volvió agudo.
—Ya vas a empezar a hacer drama. Claro que a ti te encanta hacerte la víctima frente a todo el mundo. Seguro les estás diciendo que soy una mala madre, ¿no?
—Señora Camila —intervino el oficial Daniel, tomando el teléfono—, habla el oficial Ruiz. Tenemos que levantar un reporte por riesgo a menores. Sería mejor que viniera…
—¡No voy a ir a ningún lado! —interrumpió Camila—. Ustedes solo están complicando las cosas. Mis hijos están con su abuela, ¿qué problema hay?
El oficial respiró profundo.
—El problema, señora, es que mandó a dos menores solos en un taxi a una dirección incompleta. Eso es grave.
Camila colgó sin despedirse.
Aquella llamada fue solo el inicio.
En los días siguientes, el DIF entró en escena. La trabajadora social Teresa Kim, una mujer de rostro sereno pero mirada muy atenta, fue asignada al caso. Llegó al departamento de Camila con una carpeta gruesa en la mano y una grabadora sobre la mesa.
—No es la primera vez que recibimos reportes —explicó más tarde a Iliana—. La escuela ha informado que a veces nadie va a recoger a los niños, o llegan muy tarde. Una vecina ha dicho que vio a la pequeña sola en la calle. Los maestros mencionan que la niña llega alterada. No podíamos ignorarlo más.
Leonel, en una de las entrevistas, se sentó frente a Teresa, moviendo las manos sin saber dónde ponerlas.
—¿Te sientes seguro en casa, Leonel? —preguntó ella, con voz suave.
—Sí —respondió él rápido, demasiado rápido—. Solo… a veces no le digo cosas a mi mamá porque se enoja muy rápido.
—¿Qué pasa cuando se enoja?
El niño dudó.
—Grita. Mucho. Y lanza cosas. Una vez rompió un plato. —Bajó la mirada—. Camila —se refería a su hermanita— se esconde en el clóset. Yo me pongo en medio.
La pequeña Camila, en su entrevista, abrazaba su muñeco deshilachado.
—¿Qué haces cuando mamá grita? —le preguntó Teresa.
—Juego a las escondidas —contestó la niña—. Me escondo en el baño o en el armario. Si no me ve, ya no grita tanto.
Bernardo, con los hombros caídos, fue el último en sentarse frente a Teresa.
—He tratado de justificarla —admitió, con ojeras profundas—. Perdió a su padre hace dos años, el trabajo le exige demasiado, casi no dormimos. Siempre decía: “solo está estresada”. Pero lo del taxi… —se frotó la cara con ambas manos—. Lo del taxi ya no es estrés. Es… otra cosa. Es peligro.
El caso llegó a los tribunales.
La sala estaba fría, con paredes altas y el eco de pasos y murmuraciones. Camila se sentó junto a su abogado, impecablemente vestida pero con los ojos rojos. Miraba a su madre con mezcla de rencor y desesperación. Iliana, en el otro extremo, sentía que sus manos no dejaban de sudar. Bernardo estaba en medio, como si su cuerpo mismo representara la división de la familia.
El abogado de Camila comenzó fuerte.
—Mi clienta es una madre trabajadora, sobrecargada, que ha cargado sola con la crianza de sus hijos mientras su madre, la señora Iliana Morales, aunque bien intencionada, es una mujer de casi setenta años, con problemas de salud, que no siempre está en condiciones de cuidar a los menores. Tenemos que entender el contexto: no estamos hablando de una madre negligente, sino de una víctima del estrés y de la precariedad.
Iliana sintió cómo la etiquetaban: “vieja, poco fiable”. Respiró hondo. Cuando fue su turno de declarar, se levantó, las piernas temblándole, pero la voz sorpresivamente firme.
—Yo le dije a mi hija que ese fin de semana no podía quedarme con los niños —comenzó—. No fue un capricho. Tenía una cita médica que vengo postergando desde hace meses. Le dije que no mandara a los niños. Nunca, nunca autoricé que los enviara solos en un taxi. Cuando me llamó el oficial, me dijo que estaban llorando en la banqueta, con un papel arrugado con mi nombre. —La voz se le quebró, pero no permitió que el llanto la detuviera—. Cuando los abracé, sentí cómo les temblaba el cuerpo. Eso… eso no es estrés. Eso es ponerlos en peligro.
Camila, desde su lugar, apretaba los dientes, con los ojos llenos de lágrimas que no dejaba caer.
Bernardo fue llamado después. Miró a su esposa, luego a la jueza.
—Yo amo a mi esposa —dijo, con honestidad cruda—. La he defendido durante mucho tiempo, incluso cuando me di cuenta de que estaba perdiendo el control. Siempre decía: “la gente no entiende, solo está pasando por un mal momento”. Pero hoy tengo que reconocer algo que me rompe el alma: no fue mi suegra quien nos “quitó” a los niños. Fue la única que quiso ver la gravedad de lo que pasaba. Y los protegió cuando yo fui demasiado cobarde para admitirlo.
La jueza escuchó todo en silencio, tomando notas, mirando a cada uno con una expresión que mezclaba severidad y cierta tristeza. Al final de la audiencia, su voz llenó la sala.
—Este tribunal tiene la obligación de proteger, antes que nada, a los menores —dijo—. No podemos minimizar lo ocurrido. En consecuencia, se otorga la custodia temporal principal al padre, Bernardo. La madre, Camila, tendrá únicamente visitas supervisadas mientras se completa la evaluación psicológica y el seguimiento del DIF.
Las palabras cayeron como martillazos.
Camila se levantó de golpe.
—¡Me los estás quitando! —le gritó a su madre, sin importarle la formalidad de la sala—. ¡Me robaste a mis hijos! ¡Eres una traidora!
Los guardias se acercaron, tratando de calmarla. Iliana no respondió. Solo sintió el grito atravesarle el pecho. Parte de la familia de ella, que había ido “a apoyar”, murmuraba a sus espaldas:
—¿Cómo se le ocurre meter autoridades?
—Eso se arregla en casa.
—Siempre fue exagerada.
Pero en la casa de Iliana, días después, ocurría algo muy diferente.
Los niños empezaron a dormir sin sobresaltos. Al principio se despertaban en mitad de la noche, esperando gritos que no llegaban, pasos pesados en el pasillo. Iliana se levantaba, les daba un vaso de agua, les acariciaba el cabello hasta que se volvían a dormir.
Las tardes se llenaron de cosas sencillas: tareas hechas sin prisa, dibujos pegados en el refrigerador, meriendas con pan con mantequilla y azúcar, risas tímidas que con el tiempo se hicieron más fuertes. Leonel dejó de mirar todo el tiempo hacia la puerta esperando explosiones. La pequeña Camila empezó a jugar sin correr a esconderse cada vez que alguien alzaba la voz en la televisión.
Bernardo, que al inicio se sentía intruso en la casa de su suegra, empezó a observar con atención cómo ella establecía rutinas claras y cariñosas: hora de cenar, hora de dormir, un cuento antes de apagar la luz. Descubrió que podía imitar eso. Que él también podía ser refugio y no solo bombero apagando incendios emocionales.
—No sabía que podían estar tan… tranquilos —le confesó a Iliana una noche, mientras lavaban juntos los platos.
—Los niños son como plantitas —respondió ella, secando un vaso—. No florecen con gritos. Florecen con paciencia.
Camila, por orden del juzgado, empezó terapia. Al principio se presentaba a regañadientes, cruzada de brazos, convencida de que todos estaban contra ella. “Mi madre me odia”, decía. “Me quieren hacer ver como una monstruo.”
Poco a poco —muy poco a poco— la terapeuta empezó a romper la coraza, a tocar el duelo no resuelto por la muerte de su padre, la presión económica, la sensación de haber sido siempre “la responsable”, de nunca poder fallar. El progreso era lento e incierto. A veces salía de la sesión furiosa; otras, en silencio, con los ojos hinchados de llorar. Pero lo cierto es que el tiempo seguía corriendo y los niños se acostumbraban a otra forma de vivir.
Un mes después, frente a nuevo informe del DIF y los avances aún frágiles de Camila, la jueza tomó una decisión final: otorgó la custodia total a Bernardo, con la recomendación de mantener el vínculo cercano con la abuela. Camila conservaría un régimen de visitas supervisadas mientras no hubiera un cambio sustancial en su proceso terapéutico.
Aquella noche, Bernardo llevó un pavo modesto a la mesa de Iliana. No era una tradición muy arraigada, pero quisieron celebrar una especie de Acción de Gracias a su manera: por estar vivos, por estar juntos, por haber escapado de algo que pudo terminar mucho peor.
La mesa estaba cubierta con un mantel viejo, pero limpio. Había puré, arroz, un pastelito barato de la panadería de la esquina. Los niños reían, peleando por quién se quedaba con la pata más grande. Iliana los miraba, con el corazón lleno de una mezcla difícil de nombrar: alivio, tristeza, culpa, esperanza.
En un momento, Leonel pidió la palabra.
—Abuela… —dijo, con una seriedad que no encajaba con sus ocho años—. Gracias por haber contestado el teléfono ese día.
Iliana lo miró, sorprendida.
—Si no, no sé qué hubiera pasado —continuó él—. Tenía mucho miedo. Pero cuando te vi… ya no tuve tanto.
La pequeña Camila asintió con fuerza.
—Yo también —añadió—. Cuando tú estás, no me escondo.
Iliana sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Sonrió, pero el dolor por su hija no desapareció. Seguía ahí, como una herida que tardaría mucho en cicatrizar. Camila no estaba en esa mesa. En algún lugar de la ciudad, quizá, estaba reprochándole al mundo entero lo que había ocurrido. O quizá empezaba, en silencio, a mirarse al espejo de otra forma. Iliana no lo sabía.
Lo que sí sabía, con una certeza nueva y firme, era que había hecho lo que tenía que hacer.
Esa noche, mientras guardaba los platos y apagaba las luces, pensó en algo que no se atrevía a decir en voz alta: a veces, la forma más valiente de ser madre no es seguir protegiendo a tu hija adulta de las consecuencias de sus actos, inventando excusas, tapando el sol con un dedo. A veces, la forma más valiente de ser madre —y de abuela— es poner a los nietos por delante cuando esa hija ya no puede cuidarlos sin hacerles daño.
Ese acto de valentía puede romper familias, puede traer insultos, culpas, silencios largos. Pero también puede ser el inicio de otra cosa: una vida más segura, más calmada, más amorosa para los niños. Iliana, con sus manos llenas de cicatrices y barro seco de su primer taller de cerámica en años, decidió que si tenía que cargar con el papel de “traidora” para que sus nietos durmieran sin miedo, lo haría una y mil veces más.




