December 11, 2025
Traición Venganza

Un solo pastel, un secreto oculto de todo un imperio.

  • December 11, 2025
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Un solo pastel, un secreto oculto de todo un imperio.

Era una tarde de jueves cuando Alejandro Mendoza entró a la pastelería “Dulces Sueños”, ubicada en el corazón del centro comercial más exclusivo de la ciudad, pero aquel día algo en el brillo del lugar le pareció más falso de lo habitual. Las vitrinas repletas de macarons perfectamente alineados, tartaletas que parecían joyas y pasteles con glaseado espejo reflejaban el lujo al que estaba acostumbrado, pero también le devolvían el rostro de un hombre que había triunfado en todo menos en aquello que no se podía comprar: la paz. A sus cuarenta y cinco años, Alejandro había construido un imperio tecnológico desde un pequeño departamento con un computador prestado hasta convertirse en uno de los empresarios más poderosos del país. Salía en portadas de revistas, daba conferencias sobre liderazgo, era invitado habitual a galas benéficas donde donaba cifras obscenas que luego descontaba de impuestos. Su fortuna era tan vasta que hacía años había dejado de contar ceros, y sin embargo, mientras avanzaba entre las mesas de la pastelería, sentía ese vacío familiar, esa pequeña punzada de hastío que ni el traje Armani gris oscuro ni el Rolex de edición limitada podían disimular. Su secretaria, Victoria, le había llamado minutos antes: “Señor Mendoza, no olvide el pastel para la reunión de esta noche. Los inversionistas japoneses esperan algo… sofisticado”. Como si un pastel fuera lo que decidiría el cierre de una negociación multimillonaria. Alejandro había soltado un suspiro y había bajado al centro comercial, pensando en los informes que aún no había leído, en los abogados que lo esperaban, en los rumores de una posible demanda colectiva por despidos masivos en una de sus filiales. Todo era ruido en su cabeza, un ruido caro, excesivo, pero ruido al fin y al cabo.

—Buenas tardes, señor Mendoza —lo saludó la dueña, la señora Gutiérrez, una mujer de mediana edad de mirada vivaz, que lo reconoció al instante. En este barrio exclusivo, Alejandro era poco menos que una celebridad.

—Lo de siempre —respondió él, sin molestarse en levantar la vista—. Pastel de chocolate con champaña para diez personas. Entréguelo en mi oficina a las seis.

—Por supuesto, señor —contestó ella con una sonrisa rápida, mientras hacía una seña al joven pastelero que trabajaba en la cocina, un chico tatuado llamado Diego que miró a Alejandro con una mezcla de curiosidad y resentimiento, como si representara todo lo que él no podría ser jamás.

Alejandro ya estaba deslizando el dedo sobre la pantalla de su teléfono, revisando correos sobre fusiones y adquisiciones, cuando escuchó un sonido que no encajaba con la música suave del local ni con el tintinear de tazas de porcelana: un sollozo contenido, el ruido de un niño intentando no llorar. No era solo un llanto, era ese sonido específico de los niños que quieren ser valientes y, aun así, están a punto de quebrarse. Algo en ese sonido le atravesó la coraza.

Se detuvo, alzó la mirada, y lo vio. Junto a la ventana, en una mesa pequeña, estaba sentado un niño de unos siete años, con el cabello castaño oscuro un poco revuelto y unos ojos marrones grandes, brillantes por las lágrimas que se resistían a caer. Vestía un uniforme escolar azul con el cuello ligeramente deshilachado, y los zapatos, aunque limpios, mostraban un desgaste que hablaba de caminatas largas y pocas posibilidades de reemplazo. Frente a él, casi de espaldas a Alejandro, estaba una mujer a la que reconoció enseguida: la había visto muchas veces detrás del mostrador, con el delantal color crema de la pastelería, colocando pasteles en cajas con una delicadeza que contrastaba con el cansancio de su rostro. Era la empleada de medio tiempo, la señora Rivera, aunque todos la llamaban simplemente Lucía. Tendría unos treinta años, pero el peso de las ojeras y de los problemas la hacían parecer mayor.

—Normalmente habría traído a Matías un pastel especial —alcanzó a escuchar Alejandro que decía ella, con la voz temblorosa—. Pero este mes… este mes ha sido muy difícil. Los medicamentos para mi asma salieron más caros de lo esperado, y mi otro trabajo canceló las horas extra.

El dueño, el señor Gutiérrez, estaba de pie junto a la mesa, con un paño en la mano y una expresión incómoda.

—Lucía, entiéndeme —dijo él, en tono amable pero firme—. Yo… yo no puedo regalar pasteles. Es mi negocio, tengo que pagar proveedores, sueldos… lo sabes.

El niño, Matías, bajó la mirada hacia sus manos vacías. Sobre la mesa no había nada más que un vaso de agua y una servilleta arrugada.

Alejandro sintió algo moverse en su pecho, una sensación extraña, casi olvidada. Empatía. Esa emoción peligrosa que tantos de su círculo habían aprendido a suprimir para poder dormir tranquilos. El Alejandro de hace diez años probablemente habría dado media vuelta sin pensarlo, recordándose que el mundo era injusto y que no era su problema. Pero, por alguna razón, sus pies comenzaron a moverse en dirección a la mesa. Quizás era la incredulidad de que en “su” ciudad, aquella de edificios inteligentes y autos de lujo, existiera un niño que no pudiera tener un pastel en su cumpleaños. O quizá eran los ojos de Matías, esos ojos tan parecidos a… No, se dijo, sacudiendo la cabeza. No empieces con fantasías.

—Disculpen —su voz sonó como una campana de oro en medio del murmullo—. ¿Cuál es el problema aquí?

Lucía se sobresaltó, girando hacia él. Sus ojos se abrieron un poco más al reconocer al hombre impecablemente vestido.

—Señor Mendoza —balbuceó—, yo… no es nada importante, solo una conversación personal.

Alejandro miró al niño.

—Evidentemente es importante para tu hijo —respondió con calma—. ¿Cómo te llamas, campeón?

El niño tragó saliva.

—Matías —murmuró, tímido, aferrando la servilleta como si fuera un escudo.

—Matías —repitió Alejandro, probando el nombre—. ¿Hoy es tu cumpleaños?

El niño asintió sin levantar la mirada.

—¿Cuántos cumples?

—Siete —contestó, apenas audible.

Algo se rompió dentro de Alejandro. Recordó vagamente su propio séptimo cumpleaños en un departamento pequeño, con un pastel barato que su madre había comprado sacrificando quién sabe qué factura. Recordó también cómo, años después, había comprado tortas ridículamente caras solo para demostrar que ahora sí podía, aunque ya nadie importante para él estuviera allí para compartirlas.

—¿Y no habrá pastel? —preguntó, sin apartar la vista del niño.

Lucía intervino, carraspeando.

—Señor Mendoza, Matías es un buen niño. Es obediente, estudia mucho, no se queja —dijo, con la voz quebrándose—. No debería estar sin un pastel en su día especial solo porque su madre no puede permitírselo este mes… pero esa es la realidad.

Alejandro se agachó hasta quedar a la altura de los ojos de Matías. Su traje carísimo se arrugó un poco contra el suelo perfectamente encerado, y por primera vez en años, no le importó.

—Matías, dime algo —le dijo suavemente—. ¿Cuál es tu sabor de pastel favorito?

El niño se atrevió a mirarlo. En esos ojos grandes, Alejandro vio una mezcla de vergüenza, ilusión y miedo a desilusionarse otra vez.

—Chocolate… —respondió Matías—. Con fresas.

Alejandro sonrió, una sonrisa que se sintió extrañamente auténtica en su rostro acostumbrado a sonrisas de protocolo.

—¿Sabes qué? Creo que eso se puede arreglar.

Se puso de pie y se giró hacia el mostrador.

—Señor Gutiérrez —dijo con voz firme—, prepare el mejor pastel de chocolate con fresas que haya salido de esta pastelería. Quiero decoraciones, velas, todo. Como si fuera para una boda, pero en versión cumpleaños número siete. No importa el costo.

El dueño parpadeó, desconcertado.

—Señor Mendoza, de verdad, no es necesario…

—No le estoy preguntando si es necesario —lo interrumpió Alejandro, pero con un tono que no sonó arrogante, sino decidido—. Es un regalo.

—Señor Mendoza… —intentó Lucía, levantándose—, no puedo aceptar algo así, es demasiado.

—No te estoy pidiendo un favor —dijo él, mirándola fijamente—. Considéralo un… reajuste del equilibrio del universo.

El joven pastelero, Diego, que había estado fingiendo no escuchar, se acercó a la cocina murmurando para sí:

—Vaya, el magnate tiene corazón. Eso sí que no me lo esperaba.

Mientras el señor Gutiérrez corría a la cocina para dar instrucciones, la dueña soltaba órdenes rápidas y el olor a chocolate comenzaba a intensificarse, Alejandro se sentó frente a Matías y Lucía, algo que sorprendió tanto a ellos como a los pocos clientes presentes.

—No tiene que hacer esto, de verdad —repitió Lucía, nerviosa—. ¿Por qué lo hace?

Alejandro se quedó en silencio unos segundos, observando a la mujer. Algo en la línea de su mandíbula, en la curva de su nariz, le resultaba inquietantemente familiar. Un recuerdo borroso, una noche de hace años, una fiesta de la empresa, risas, promesas. Sacudió la cabeza, como si rechazara ese pensamiento.

—Porque puedo —respondió al fin—. Y porque… —miró al niño— cuando tenía tu edad, Matías, alguien hizo algo parecido por mí.

No era del todo cierto, pero tampoco era una mentira. Una vecina le había regalado la mitad de un pastel cuando su madre no pudo comprar ninguno. Para un niño, eso había sido un milagro.

En ese momento sonó el teléfono de Alejandro. Era su secretaria, Victoria.

—¿Sí? —contestó, llevándose el móvil al oído.

—Señor, los inversionistas ya están en camino a la oficina. El señor Tanaka llegó antes de lo previsto, y el señor Ruiz está preguntando por usted. ¿Cuánto tardará?

Alejandro miró a Matías, que seguía observándolo como si fuera un personaje salido de la televisión.

—Diles que los veré a las seis y media —respondió—. Retrasen el inicio de la reunión, inventa cualquier cosa. Un problema de tráfico, una videollamada urgente, lo que sea.

—Pero, señor, eso podría molestarlos —insistió Victoria.

—Victoria, confía en mí —cortó, y colgó sin esperar respuesta.

Lucía lo miró, incrédula.

—¿Acaba de retrasar una reunión de negocios por… esto? —preguntó, moviendo la mano como si abarcara la pequeña mesa, el vaso de agua, el uniforme raído de su hijo.

Alejandro se encogió de hombros.

—He retrasado reuniones por cosas mucho menos importantes —dijo con una sonrisa ladeada—. Como decidir en qué color deberían imprimir mi nombre en una invitación. Créeme, esto tiene más sentido.

Diego apareció de nuevo al cabo de un rato, algo sudoroso, cargando un pastel mediano, perfectamente cubierto de chocolate brillante, coronado con fresas frescas y una fila de velas azules. A su alrededor, el personal de la pastelería se había congregado discretamente: la joven camarera Elena, el cajero Marco, incluso una señora mayor que tomaba café sola y que observaba la escena con una sonrisa emocionada.

—Aquí está —anunció Diego—. El mejor pastel de chocolate con fresas de mi vida. Lo juro.

El señor Gutiérrez se acercó detrás de él, acomodando las velas.

—¿Cómo se escribe tu nombre, campeón? —preguntó, marcador en mano.

—M-a-t-í-a-s —deletreó el niño, con un poco más de firmeza.

El pastel fue colocado en el centro de la mesa. Las luces de la sección cercana se atenuaron levemente por iniciativa traviesa de Elena, y de pronto, toda la pastelería parecía haberse detenido para contemplar ese pequeño acto de celebración improvisada.

—Vamos, Matías —dijo Alejandro—. Pide un deseo.

Lucía se llevó una mano a la boca, los ojos inundados de lágrimas.

—Feliz cumpleaños, mi amor —susurró, acariciando el cabello del niño.

Matías cerró los ojos con fuerza. Durante un segundo, Alejandro sintió un nudo en la garganta sin saber por qué. El niño sopló las velas, y un pequeño coro espontáneo de “Cumpleaños feliz” estalló en el local, con voces desentonadas pero sinceras.

Cuando terminaron, Matías abrió los ojos y miró a Alejandro.

—Gracias, señor —dijo con una seriedad sorprendente para su edad—. Es el pastel más bonito que he visto.

—Y aún no lo has probado —bromeó Diego, ya cortando la primera rebanada.

Alejandro se levantó, revisó la hora en su reloj, y sintió cómo la lógica fría de su mundo de siempre intentaba arrastrarlo de vuelta. Tenía una reunión clave, contratos pendientes, inversionistas que no solían esperar a nadie. Y, sin embargo, algo dentro de él se negó a irse.

—¿Puedo? —preguntó, señalando una silla.

—Claro —dijo Lucía, todavía desconcertada—. Aunque esto es… muy extraño.

—Mi vida entera es muy extraña —respondió él, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué no agregarle un poco más de rareza?

Se sirvió una pequeña porción de pastel, más por acompañar que por hambre. Hacía años que no probaba algo tan simple como un pastel de cumpleaños que no hubiera sido preparado para impresionar a directores de revistas gastronómicas.

—Está increíble —dijo, sorprendido.

—Lo sé —respondió Diego desde el mostrador, con orgullo—. Pero usted normalmente solo pide el de champaña. Ese es para gente que quiere aparentar. El de chocolate con fresas es para los que quieren ser felices.

Varias personas rieron, incluida Elena. Alejandro dejó escapar una carcajada genuina, corta pero sincera.

Mientras Matías comía, Lucía se relajó un poco.

—Trabajo aquí desde hace dos años —comentó—. Pero antes… antes trabajé en otra parte.

—¿Ah, sí? —preguntó Alejandro, sin sospechar lo que venía.

—En Mendoza Tech Solutions —dijo ella, en voz baja, observando la reacción en su rostro—. Era recepcionista en uno de los pisos. Hace ocho años.

El tenedor de Alejandro se detuvo a mitad de camino.

—¿En serio? —preguntó, tratando de sonar neutral—. No lo recuerdo.

Lucía soltó una risa breve y amarga.

—Dudo que recuerde a todos los empleados que despidieron cuando hicieron la famosa “reestructuración” —dijo—. Me quedé sin trabajo de un día para otro. Estaba embarazada.

Alejandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Miró a Matías, que estaba concentrado en su pastel, sin prestar mucha atención a la conversación.

—¿Embarazada? —repitió, casi en un susurro.

—Sí —confirmó ella, con los ojos clavados en él—. Hace siete años y medio.

El corazón de Alejandro se desbocó un instante. Sus recuerdos le devolvieron flashes confusos: una fiesta de fin de año de la empresa, bebidas, risas, una chica de recepción con risa contagiosa, un beso robado en la terraza, una decisión impulsiva que había borrado de su mente al poco tiempo, convencido de que no significaba nada.

Carraspeó, sintiendo por primera vez en mucho tiempo una incomodidad que no tenía que ver con negocios.

—Entonces… ¿Matías…?

Lucía lo interrumpió rápido, casi agresiva.

—No, no se preocupe —dijo, con ironía—. No estoy aquí para decirle que es el padre de mi hijo. La vida no es una telenovela, señor Mendoza. Bueno, al menos la mía no lo ha sido, aunque hoy se le parezca. Matías es hijo de alguien que se fue antes de conocerlo y nunca más volvió. Usted solo fue el hombre que firmó los papeles que me dejaron desempleada.

Alejandro sintió, sin embargo, que había algo más debajo de sus palabras, una mezcla de reproche y algo parecido al miedo a que él insistiera en profundizar. Matías levantó la mirada un segundo, confundido.

—Mamá —preguntó—, ¿todo bien?

Lucía respiró hondo.

—Sí, mi amor. Todo bien. Solo hablo de cosas del trabajo.

Alejandro se quedó en silencio, removiendo pensamientos que había preferido enterrar. ¿Y si la vida sí era una telenovela retorcida? ¿Y si había más coincidencias de las que quería admitir? No se atrevió a hacer la pregunta en voz alta, no allí, no frente al niño.

Su teléfono vibró de nuevo. Esta vez era un mensaje de Victoria: “Los inversionistas están impacientes. El señor Tanaka pregunta si todo está en orden”. También tenía varios mensajes de un número desconocido, probablemente un periodista insistente. Desde hacía semanas circulaban rumores sobre prácticas laborales abusivas en una de sus fábricas en la frontera. Los titulares eran despiadados: “El imperio de Mendoza construido sobre la precariedad”. Sus abogados ya estaban preparando una ofensiva, pero el daño a la imagen comenzaba a sentirse.

—¿Problemas de rico? —preguntó Diego desde la barra, al notar el ceño fruncido de Alejandro.

—Algo así —respondió él, guardando el móvil—. Pero hoy, por primera vez, me pregunto si no son problemas que yo mismo provoqué.

Elena se acercó a la mesa con una pequeña caja envuelta en papel brillante y un lazo azul.

—Esto es de parte de la casa —dijo, entregándosela a Matías—. No es un gran regalo, solo unos dulces, pero… los niños que vienen solos a veces se quedan con las sobras. Tú mereces algo nuevo.

Matías abrió los ojos como platos.

—Gracias —dijo, abrazando la caja como si fuera un tesoro.

Lucía miró a Alejandro con una mezcla de gratitud y recelo.

—No sé qué pretende con todo esto, señor Mendoza. Un pastel, retrasar una reunión, regalos… Nosotros no somos parte de su mundo.

Él la observó unos segundos.

—Quizás ese es precisamente el problema —dijo al fin—. Que he pasado demasiado tiempo creyendo que mi mundo está separado del de los demás.

Se levantó, dejó varias tarjetas sobre la mesa: una de su empresa, otra de su abogado personal, otra de una fundación que llevaba su nombre.

—Lucía, si alguna vez necesitas algo…

—Ya necesitaba algo, hace años —lo interrumpió ella—. Y nadie contestó mis correos.

Alejandro apretó los labios.

—Es verdad. Y no puedo cambiar el pasado —admitió—. Pero sí puedo hacer algo ahora. Mañana, a las diez, ven a mi oficina con tu currículum. O sin él. Te lo arreglamos allí. Quiero hablar contigo seriamente.

Lucía lo miró como si no supiera si reírse o tirarle el pastel encima.

—¿Y por qué debería confiar en usted?

—No deberías —dijo él, sincero—. Pero quizá puedas comprobar si el hombre que tomó ciertas decisiones hace años es el mismo que está sentado ahora frente a tu hijo. Te prometo que, al menos, escucharé.

Hubo un silencio pesado. Matías observaba a su madre, como si su pequeño universo dependiera de su respuesta.

Lucía suspiró.

—Está bien —dijo, al fin—. Iré. Pero no te debo nada, ¿entendido?

—Perfectamente —respondió Alejandro—. Los favores no deberían tener factura.

Se despidió de Matías con un apretón de mano exageradamente formal, que hizo reír al niño, y salió de la pastelería. El aire del centro comercial le pareció más frío que de costumbre. Mientras caminaba hacia el elevador, revisó las noticias en su móvil. Un nuevo artículo lo mencionaba con dureza. “Mendoza: el hombre que olvida a las personas detrás de los números”. Por primera vez, el titular le dolió de verdad.

Esa noche, la reunión con los inversionistas fue tensa. El señor Tanaka, siempre muy preciso, lo miró fijamente.

—Señor Mendoza —dijo en inglés pausado—, antes de hablar de cifras, quiero saber algo. ¿Qué hará con las acusaciones sobre sus trabajadores?

Alejandro miró la pantalla donde se proyectaban gráficos perfectos, subidas de acciones, mapas de expansión. Sintió que, por primera vez, todo eso era… insuficiente.

—Voy a cambiar cosas —respondió, para sorpresa de todos—. Desde mañana. Y no lo digo por ustedes, lo digo porque ya no puedo seguir mirándome al espejo sin preguntarme qué he sacrificado por llegar hasta aquí.

Su socio, el señor Ruiz, lo miró con alarma.

—Alejandro, no es el momento para discursos morales —susurró entre dientes—. Estamos a punto de cerrar el acuerdo más importante del año.

—El momento perfecto nunca llega —contestó él, en voz baja—. Solo llega el momento en que te das cuenta de que ya no puedes seguir igual.

Los inversionistas se intercambiaron miradas. Algunos parecían molestos, otros intrigados. Pero la conversación cambió de tono. No hablaron solo de dinero; hablaron de reputación, de responsabilidad social, de historias de empleados reales. Y mientras lo hacían, Alejandro veía el rostro de Lucía, el uniforme azul de Matías, las velas azules sobre un pastel de chocolate con fresas.

Al día siguiente, a las diez en punto, Lucía entró al lobby de Mendoza Tech Solutions. El edificio de cristal parecía otro planeta comparado con la pastelería. Apretaba el asa de su bolso como si fuera un salvavidas. Matías caminaba a su lado, porque no había tenido con quién dejarlo.

—Buenos días —los recibió Victoria, la secretaria—. ¿La señora Rivera?

—Sí —respondió Lucía—. Él es mi hijo. ¿Hay algún problema?

—Ninguno —sonrió Victoria, sorprendida pero amable—. El señor Mendoza pidió que pasaran los dos.

Subieron en el ascensor hasta el último piso. Las puertas se abrieron a una oficina amplia con vista a toda la ciudad. Alejandro estaba de pie, sin chaqueta, con la corbata aflojada y un montón de carpetas abiertas sobre la mesa.

—Pase, Lucía. Y tú también, Matías —dijo, con una sonrisa—. Bienvenidos a mi caos.

Matías corrió hacia la ventana.

—¡Mamá, mira! ¡Se ve la pastelería desde aquí! —gritó, señalando hacia abajo.

Lucía miró a Alejandro con un gesto que mezclaba sorpresa y algo que él no supo identificar: ¿respeto? ¿desconfianza? ¿una leve curiosidad?

—He estado revisando cosas —dijo Alejandro, señalando las carpetas—. Tu expediente de cuando trabajabas aquí estaba enterrado bajo cientos de otros. Nunca vi tu correo. No es excusa, pero quiero que lo sepas.

Lucía cruzó los brazos.

—¿Y ahora, qué? ¿Me ofrecerá un puesto de recepcionista para limpiar su conciencia?

—No —respondió él, sin titubear—. Quiero ofrecerte algo mejor. Estamos creando un nuevo departamento de bienestar laboral. Necesito a alguien que conozca lo que se siente estar abajo, no solo arriba. Alguien que no tenga miedo de decirme cuando estoy siendo un idiota.

Lucía lo miró, boquiabierta.

—¿Y cree que yo…?

—Creo que tú sabes lo que es quedarse sin trabajo de un día para otro, lo que es elegir entre medicamentos y un pastel —dijo él—. Y necesito a alguien que me recuerde esas cosas cuando se me olviden.

Hubo un largo silencio. Matías se acercó a su madre y le susurró:

—Mamá, me gusta este señor. Me compró pastel.

Lucía sonrió, pese a todo.

—No puedo prometerle que no le gritaré alguna vez —dijo al fin.

—Genial —respondió Alejandro—. Mis socios me gritan todo el tiempo. Prefiero que alguien lo haga por razones humanas.

Estrecharon las manos. En ese gesto, algo cambió. No era una redención completa, ni un final perfecto. Pero era un comienzo.

En los meses siguientes, el nombre de Alejandro volvió a aparecer en los medios, pero esta vez por razones distintas. Comenzó a implementar cambios dolorosos en su empresa: mejores condiciones de trabajo, contratos más justos, programas de apoyo para empleados. Algunos socios se fueron, otros lo acusaron de volverse blando. Pero, por primera vez, él sentía que estaba construyendo algo que no se derrumbaría al primer escándalo.

Lucía se convirtió en una voz incómoda pero necesaria dentro de la compañía. No temía señalar injusticias, incluso cuando implicaba cuestionar directamente a Alejandro frente a todos.

—No te contraté para que me dieras la razón —le recordaba él, cuando las discusiones se ponían tensas—. Te contraté para que me recordaras a Matías cuando yo solo vea cifras en una pantalla.

Y Matías, cada cierto tiempo, aparecía en la oficina con su uniforme azul, saludaba a todos con timidez y miraba a Alejandro como se mira a un héroe que todavía está en construcción. A veces, se sentaba en la sala de juntas mientras su madre trabajaba, dibujando edificios y pasteles en una hoja de papel. Una vez, le mostró uno a Alejandro: era un rascacielos con la palabra “Mendoza” arriba y, en la planta baja, una gran pastelería llamada “Sueños de Chocolate”.

—Para que la gente que trabaje contigo siempre tenga pastel —explicó el niño.

Alejandro sintió que algo se le apretaba en el pecho otra vez, pero esta vez, no fue una punzada de vacío, sino de algo que comenzaba a llenarse.

Años después, cuando algún periodista lo entrevistaba y le preguntaba qué había provocado el cambio en su manera de dirigir su imperio, Alejandro no hablaba de estrategias, ni de libros de autoayuda, ni de retiros espirituales. Solo sonreía y decía:

—Todo empezó un jueves cualquiera, con el llanto contenido de un niño que no iba a tener pastel de cumpleaños. Y con un pastel de chocolate con fresas que me recordó que, a veces, los negocios más importantes no se cierran en una sala de juntas, sino en una pequeña mesa junto a la ventana de una pastelería.

Y cada vez que decía eso, en algún lugar de la ciudad, en una pastelería que había prosperado gracias al boca a boca y a un misterioso inversor anónimo, un niño —ya no tan niño— apagaba velas sobre un pastel de chocolate con fresas, mientras su madre y un hombre que había aprendido a ser algo más que rico lo miraban sonreír, sabiendo que aquella historia, con todo su drama y sus giros, por fin tenía un final que valía la pena contar.

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