La noche en que todo cambió para Isabela Morales, la ciudad parecía contener la respiración bajo una fina manta de nieve. Desde la ventana del comedor podía ver las luces navideñas parpadear en las fachadas vecinas, como si cada casa estuviera orgullosa de mostrar su felicidad. Dentro, en cambio, el ambiente estaba cargado de algo espeso, invisible pero sofocante.
—Brinda, Isabela — ordenó Ramón, su padrastro, levantando la copa de vino, ya muy lleno—. Por la familia… lo único que te queda.
Isabela sostuvo su copa con manos temblorosas. El vestido de encaje beige que había elegido para la cena de la empresa le ceñía la cintura, elegante, pero ahora le parecía un disfraz ridículo. Desde que su madre había muerto hacía tres años, cada Navidad era una representación forzada de algo que ya no existía. Ramón insistía en hacer cenas, brindar, poner villancicos… y mirarla demasiado.
—Por la familia —repitió ella, apenas rozando el cristal con el borde de su copa.
La casa olía a pavo al horno, a canela y a perfume barato de Ramón. El televisor murmuraba un programa de concursos en el fondo. Sobre la mesa quedaban platos a medio terminar, migas de pan y una botella de vino casi vacía.
—Te ves muy guapa hoy —dijo él, mirándola de arriba abajo con una sonrisa torcida—. Tu madre estaría orgullosa.
Isabela sostuvo su mirada un instante, buscando a la persona que, años atrás, la había ayudado a hacer la tarea y le había enseñado a montar en bicicleta. Pero ese hombre ya no estaba allí. Ahora solo veía a alguien que se acercaba demasiado, que bebía demasiado, que cruzaba líneas que ella no sabía cómo denunciar sin quedarse completamente sola.
—Gracias —respondió con educación mecánica, llevándose el último trozo de pavo a la boca para no tener que seguir hablando.
Ramón se levantó tambaleándose un poco.
—Voy a servirme otra copa, ¿quieres? —preguntó acercando su rostro más de la cuenta.
Isabela sintió su aliento caliente y cargado de alcohol contra la mejilla.
—No, gracias. Mañana tengo ensayo temprano en la academia.
Él soltó una carcajada áspera.
—La gran bailarina —dijo con burla—. A ver cuánto te dura ese sueño, niña.
Ella apretó los labios. No valía la pena discutir. Reunió los platos y los llevó a la cocina, agradecida de alejarse de la mesa. El agua caliente del grifo le devolvió un poco de calma mientras enjabonaba los platos. Podía imaginarse en otro lugar, en otra vida: un pequeño apartamento con paredes blancas y un piso de madera donde pudiera practicar sus piruetas sin miedo a los gritos de nadie. Música, luz y libertad. Nada más.
—Isabela —la voz de Ramón la sacó de su ensoñación.
Se dio la vuelta, secándose las manos con un trapo. Él estaba en el marco de la puerta, apoyado con una mano en la pared, la copa en la otra, la corbata floja y la camisa desabotonada en el cuello.
—Sí —respondió ella, tensa.
—Ven, quiero hablar contigo —dijo acercándose más—. De tu futuro.
—Podemos hablar mañana —intentó ella, dando un paso atrás—. Es tarde y…
Ramón dejó la copa sobre la encimera con un golpe seco y se aproximó, cortándole el paso. Su sombra la cubrió.
—Siempre estás ocupada —murmuró—. Siempre huyes. ¿No ves todo lo que he hecho por ti? Te di casa, comida, estudios, esa academia ridícula de danza…
—No es ridícula —protestó en voz baja.
Él rió sin humor.
—Lo que quiero decir es que me debes todo, Isabela.
Sus ojos se volvieron oscuros, cargados de algo que a ella le erizó la piel. Sintió la pared fría en su espalda. El corazón le golpeó en el pecho como queriendo escapar.
—Ramón, por favor, estoy cansada…
Él levantó la mano, no para pegarle, sino para rozarle el rostro con los dedos. El gesto, que podría haber sido paternal, estaba impregnado de algo más. Algo que ella ya había sentido en las miradas, en los “accidentes” cuando la tocaba al pasar por el pasillo, en los comentarios sobre sus vestidos.
—Has crecido tanto —susurró—. Tu madre estaría… bueno, ya no está para verlo, ¿verdad?
—No hagas eso —dijo ella, esquivando su mano, notando que el aire se volvía irrespirable.
La sonrisa de Ramón se quebró.
—No seas desagradecida.
La sujetó con fuerza del brazo. Isabela soltó un quejido.
—Ramón, suéltame.
Él se inclinó más. El olor a alcohol le invadió la nariz. El pánico subió como una ola. Llevaba tres años soportando comentarios, toques incómodos, insinuaciones. Tres años tragándose el miedo y convenciéndose de que exageraba, de que no podía perder “el único hogar” que le quedaba. Pero esa noche, con la cocina en penumbras y la casa en silencio, entendió que no podía seguir siendo la niña que aguantaba.
Su cuerpo reaccionó antes que su mente. Lo empujó con todas sus fuerzas. Ramón tropezó con la alfombra y cayó hacia atrás, golpeando la mesa de la cocina. La copa se hizo añicos en el suelo. Por un segundo, nadie respiró.
—¿Qué demonios haces? —rugió él, levantándose con los ojos inyectados de furia.
Isabela retrocedió.
—No vuelvas a tocarme —logró decir, con la voz quebrada pero firme.
Él avanzó a grandes zancadas, la tomó de los hombros y la sacudió con violencia.
—Esta es mi casa —escupió—. Yo pongo las reglas. Y si no te gusta…
La zarandeó de nuevo. Ella sintió el miedo mezclarse con una extraña claridad. Si se quedaba, algo peor iba a pasar.
—Lárgate —bramó él, empujándola hacia el pasillo—. Vete con tus bailes y tus fantasías. No quiero verte aquí.
—Solo déjame agarrar mis cosas —suplicó ella, tratando de aguantar el equilibrio.
Ramón la empujó otra vez, esta vez hacia la puerta principal.
—No hay nada tuyo en esta casa —gritó—. Todo lo pagué yo. Deberías estar agradecida por todo lo que hice por ti después de que tu madre se murió.
El portazo resonó como un disparo en la noche helada.
Isabela se encontró descalza sobre la acera, la nieve derretida mordiéndole los pies. El frío se coló por las fibras del vestido de encaje beige hasta el hueso. Golpeó la puerta con los puños.
—¡Ramón! ¡Por favor, solo déjame mis zapatos! ¡Mis cosas, mis documentos!
Silencio. Luego, el sonido del televisor subiendo de volumen. Él no iba a abrir.
Por un momento, pensó en la vecina del segundo piso, la señora Ruth, que a veces le ofrecía pastel y le preguntaba por sus estudios. Podría tocar su timbre. Podría volver a entrar, enfrentar a Ramón, llamar a la policía. Pero el pánico que aún le estremecía el cuerpo la impulsó en otra dirección. Sus pies entumecidos la llevaron, casi por inercia, hacia la parada de autobús donde cada mañana esperaba para ir a la academia de danza. Allí, al menos, había un techo de metal y cristal. Un lugar conocido.
El viento helado le cortaba la respiración. Cada paso dejaba una huella fugaz en la mezcla de nieve y agua sucia. Las luces de los autos borraban su figura como si fuera un fantasma.
Cuando por fin llegó, se dejó caer en el banco metálico, abrazándose el torso para contener los temblores. El refugio de vidrio, iluminado por una sola lámpara amarillenta, le pareció un palacio en comparación con la calle abierta.
Quería llorar, gritar, desmayarse. En vez de eso, se quedó mirando la nada, con los ojos abiertos y secos, como si su mente se hubiera desconectado.
—Señorita, ¿está bien?
La voz aguda la hizo parpadear. Levantó la vista.
Una niña pequeña, no mayor de diez años, la observaba con ojos marrones grandes y llenos de preocupación. Llevaba un gorro de lana gris demasiado grande, un abrigo rojo que le quedaba a medio muslo y unas botas militares gastadas que parecían haber tenido más vidas que ella misma. Entre las manos sujetaba una bolsa de papel arrugada.
—Yo… sí, estoy bien —mintió Isabela, secándose las lágrimas que no se había dado cuenta de que caían.
La niña ladeó la cabeza, estudiándola con una seriedad inquietante.
—No parece estar bien —dijo sin rodeos—. Está temblando. Y no tiene zapatos.
Isabela miró sus pies desnudos, enrojecidos y entumecidos. Sintió una punzada de vergüenza.
—Tuve que salir rápido de casa —murmuró.
—¿Huyó? —preguntó la niña, sin pizca de malicia, solo curiosidad.
—Digamos que… no podía quedarme más tiempo.
La niña asintió como si eso tuviera todo el sentido del mundo.
—¿Qué hace aquí tan tarde? —insistió—. Son casi las once, no pasan muchos autobuses. Además, este barrio se pone feo por la noche.
—¿Y tú? —replicó Isabela—. ¿Dónde están tus padres?
Una sombra cruzó el rostro de la niña. Miró la nieve un momento antes de responder.
—No tengo padres.
Isabela sintió el corazón encogerse.
—Lo siento —susurró.
—Tenía una mamá —añadió la niña, con la voz tranquila, casi resignada—. Pero se fue al cielo hace tres años. Ahora vivo en casas diferentes.
“Foster care”, pensó Isabela. Acogida temporal, familias de paso, habitaciones que nunca son tuyas del todo.
—¿Y te dejan salir sola a estas horas? —preguntó, con una mezcla de indignación y sorpresa.
—A veces es mejor estar afuera que adentro —dijo la niña, encogiéndose de hombros—. En la última casa hay muchos gritos. Y puertas que se cierran.
Isabela tragó saliva. El eco de la puerta de su propia casa aún resonaba en su mente.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Esperanza García —respondió la niña, enderezando la espalda con orgullo—. Pero todos me dicen Espe. ¿Y usted?
—Isabela —dijo ella—. Solo Isabela.
Espe se acercó y se sentó a su lado en el banco. La bolsa de papel crujió entre sus manos. La abrió y sacó un sándwich envuelto en servilletas de colores.
—Tome —dijo, partiéndolo por la mitad—. Está bueno. La señora Carmen me lo dio esta mañana.
—No puedo aceptar tu comida —se opuso Isabela, aunque el estómago le rugía.
—¿Por qué no? —Espe frunció el ceño—. Yo tengo y usted no tiene. Así funcionan las cosas, ¿no? Cuando uno tiene, comparte. Eso decía mi mamá.
Isabela dudó un segundo, luego tomó el trozo con manos temblorosas.
—Gracias —susurró.
Era simple: jamón, queso, pan medio aplastado. Pero para ella, que no había comido desde el almuerzo en la academia, sabía a banquete. Masticó despacio, como si cada bocado fuera un ancla que la mantenía en el presente.
—¿Y dónde vive usted? —preguntó Espe, con curiosidad genuina.
La pregunta le cayó encima como una losa. Isabela sintió un nudo en la garganta. Miró la calle, las luces lejanas, la ventana lejana de su antigua casa donde debía de seguir brillando el televisor.
—No tengo casa —admitió, casi en un susurro.
Espe no se sorprendió. Simplemente asintió, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Pues entonces estamos casi igual —dijo, con una lógica aplastante—. Usted no tiene casa y yo no tengo mamá.
Sonrió levemente, una sonrisa rota pero luminosa.
—Pero ahora nos tenemos la una a la otra, aunque sea por esta noche —añadió.
Las palabras de la niña perforaron la coraza que Isabela había construido alrededor de su corazón. Sintió cómo las lágrimas volvían, más calientes que el viento helado.
—Espe… —empezó, sin saber qué decir.
—No llore —dijo la niña, dándole palmadas torpes en el brazo—. A veces las cosas malas hacen que luego vengan cosas buenas. Eso también lo decía mi mamá. Aunque… a mí todavía me cuesta creerlo —añadió, mirando al cielo.
—Tu mamá parecía muy sabia —comentó Isabela, con la voz entrecortada.
—Lo era —afirmó Espe con convicción—. ¿Sabe bailar? —cambió de tema de repente.
La pregunta la tomó desprevenida.
—Sí —Isabela esbozó una sonrisa frágil—. Estudio danza. Quiero ser bailarina profesional.
Los ojos de Espe se iluminaron.
—¿En serio? ¡Las bailarinas son como princesas que vuelan sin alas! —exclamó—. Yo una vez vi un espectáculo en la tele. Había una señora que giraba y giraba y giraba… pensé que se iba a caer, pero no se cayó nunca.
Isabela rió por primera vez en toda la noche.
—Eso se llama pirueta.
—¿Pirue… qué?
—Pirueta.
—Pir… pirulenta.
Las dos rieron. Durante un instante, el frío desapareció.
—Oiga…
Una voz masculina las interrumpió. Un hombre alto se acercaba desde la calle, con el cabello oscuro cubierto de nieve y una expresión de preocupación genuina. Vestía scrubs médicos bajo un abrigo negro, y llevaba colgado del cuello un estetoscopio que brillaba bajo la luz del poste.
—¿Están bien? —preguntó, deteniéndose a unos metros, sin invadir su espacio—. Es muy tarde y hace mucho frío para estar aquí afuera.
Isabela se tensó instintivamente, abrazando con más fuerza el trozo de sándwich. Espe, en cambio, lo miró con descaro, sin miedo.
—Estamos hablando —respondió la niña—. Y comiendo.
El hombre sonrió apenas.
—Veo que tienes recursos —dijo—. Soy médico. Trabajo en urgencias del hospital que está a tres calles de aquí. Me llamo Daniel.
Sacó lentamente una identificación de su bolsillo interior y se la mostró a Isabela. Ella la observó con desconfianza, pero el nombre y el logo del hospital parecían auténticos.
—Isabela —se presentó ella, aún cauta—. Y ella es Esperanza.
—Espe —corrigió la niña—. Esperanza es cuando se enojan conmigo.
Daniel asintió.
—Encantado, Espe. ¿Viven por aquí?
El silencio que siguió fue elocuente. Daniel los miró a ambas más de cerca. Reparó en los pies descalzos de Isabela, en el vestido de fiesta, en la piel de gallina de sus brazos, en el sándwich partido en dos. Reparó en el abrigo demasiado grande de Espe y en su bolsa de papel.
—Déjenme adivinar —dijo suavemente—. Esta noche no tienen un lugar seguro a donde ir.
Isabela tragó saliva.
—Yo… es complicado —murmuró—. Solo necesito estar aquí un rato. Mañana veré qué hago.
Espe la miró como si lo supiera todo.
—Su padrastro es un idiota —soltó de pronto.
Isabela abrió los ojos, sorprendida.
—¿Cómo sabes…?
—No hace falta ser muy lista —replicó la niña—. Nadie sale descalza en la nieve con ese vestido si todo va bien en casa.
Daniel suspiró.
—Tienes razón, Espe —dijo—. Mira, no quiero asustarlas ni obligarlas a nada. Pero la temperatura está bajando y pueden enfermarse. El hospital está abierto toda la noche, hay calefacción, sillas cómodas, mantas… y café, mucho café. Pueden esperar allí mientras pensamos qué hacer.
Isabela negó con la cabeza.
—No quiero problemas —dijo—. No quiero que llamen a nadie, ni a la policía, ni a servicios sociales. Solo… necesito tiempo.
Espe cruzó los brazos.
—A mí me da igual servicios sociales —dijo—. Ya estoy dentro del sistema. y créame: he visto casas horribles. Un hospital no puede ser tan malo.
Daniel la miró con ternura y tristeza.
—Puedo prometerles que nadie las va a obligar a nada sin hablarlo antes con ustedes —añadió—. Pero aquí afuera… no es seguro. Sobre todo para una niña y una joven solas en la noche.
Como si sus palabras fueran una invocación, en la esquina de la calle apareció un grupo de tres muchachos, riendo fuerte, fumando, empujándose entre ellos. Uno de ellos señaló en dirección a la parada de autobús.
—Mira, tío, dos muñecas congeladas —dijo en voz alta.
Isabela sintió la sangre helarse aún más. Daniel se adelantó un paso, colocándose entre ellas y el grupo.
—No quiero asustarlas —repitió en voz baja—. Pero de verdad, lo más seguro ahora mismo es el hospital.
Espe tiró del vestido de Isabela.
—Vámonos con él —susurró—. Si pasa algo raro, le muerdo.
Isabela miró a la niña, luego a Daniel, luego al grupo de chicos que se acercaba demasiado. La decisión se tomó sola.
—Está bien —dijo al fin—. Vamos al hospital.
Daniel asintió, aliviado.
—Muy bien. Quédense cerca de mí.
Caminaron juntos por la acera. Daniel se quitó la bufanda y se la pasó a Isabela.
—No, no hace falta —protestó ella.
—Sí hace falta —respondió él, firme—. Yo voy a estar dentro de un edificio caliente en cinco minutos. Tú has estado descalza en la nieve.
Sin darle oportunidad de rechazarla, le rodeó el cuello con la bufanda. El calor de la lana le devolvió un poco de sensibilidad al cuerpo. Espe caminaba a su lado, comiendo el último mordisco de su sándwich.
—Oiga, doctor —dijo la niña—. ¿En el hospital tienen chocolate caliente?
—Si se lo pides amablemente a la enfermera de la máquina de bebidas, tal vez —respondió Daniel.
—Le voy a decir que vengo congelada from the street —anunció Espe, mezclando inglés sin darse cuenta—. Nadie le dice que no a una niña congelada.
Daniel rió.
Al llegar al hospital, las puertas automáticas se abrieron con un susurro. El olor a desinfectante y café las envolvió. La calefacción las golpeó con una ola de calor agradable. Isabela tuvo que parpadear varias veces para adaptarse a la luz blanca.
—Siéntense ahí —indicó Daniel, señalando una fila de sillas azules—. Buscaré un par de mantas.
Mientras se alejaba, Isabela observó a su alrededor: pacientes en camillas, enfermeras corriendo, monitores pitando. El caos organizado de urgencias. Espe, en cambio, parecía fascinada.
—Es como una serie de médicos —susurró.
—Con menos maquillaje —respondió Isabela, y las dos sonrieron.
Daniel regresó con dos mantas grises y un par de calcetines gruesos.
—Son de los que damos a los pacientes —explicó—. No son muy bonitos, pero funcionan.
Se arrodilló frente a Isabela.
—¿Puedo? —preguntó, señalando sus pies desnudos.
Ella dudó un momento, luego asintió. Daniel le secó los pies con una toalla y le puso los calcetines con cuidado, como si se tratara de cristal.
—Tienes los dedos muy fríos —dijo—. Pero no hay signos de congelación grave. Has tenido suerte.
—Últimamente no me siento muy afortunada —respondió ella, con amargura.
Daniel la miró un instante, sin invadir, solo observando.
—A veces la suerte se disfraza de noche horrible —dijo—. Y de gente extraña en paradas de autobús.
—Oiga —intervino Espe, envuelta ya en su manta—. ¿Siempre recoge chicas congeladas en la calle? ¿No es peligroso?
—Para mí o para ellas? —bromeó Daniel.
—Para todos.
Él suspiró.
—No siempre —admitió—. Pero mi madre fue enfermera. Me enseñó que si puedes ayudar y miras hacia otro lado, eso también te convierte en parte del problema.
Se hizo un breve silencio.
—Voy a hablar con una trabajadora social que está de guardia —añadió—. No para denunciarlas, sino para ver opciones. Pueden decir que no, pero al menos sabrán qué posibilidades hay. ¿Les parece?
Isabela dudó. Tenía miedo de perder el poco control que le quedaba de su vida. Pero luego miró a Espe, que la observaba con esos ojos viejos de niña.
—No podemos seguir durmiendo en paradas de autobús —dijo la pequeña—. A mí ya me sacaron una vez de un parque por dormir en un columpio. Fue incómodo.
Isabela asintió, rendida.
—Está bien —aceptó—. Hable con quien tenga que hablar.
Daniel se alejó. Mientras esperaban, Espe se inclinó hacia ella.
—¿Sabe qué? —susurró—. Creo que el doctor Daniel es buena persona. Tiene ojos de perro triste.
—Eso es algo bueno, supongo —respondió Isabela.
—Sí. Los perros tristes siempre quieren cuidar a alguien.
Unos minutos después, apareció una mujer de mediana edad, con el cabello rizado recogido en una coleta y una carpeta en la mano. Llevaba una credencial colgando: “Lucía Mendez – Trabajadora Social”.
—Hola —saludó con voz suave—. Soy Lucía. Daniel me contó que han pasado por una noche difícil. ¿Puedo sentarme?
Se sentó sin esperar respuesta, dejando una pequeña distancia respetuosa.
—Antes de nada, quiero que sepan algo —dijo—. Nada de lo que digan aquí se va a usar en su contra. Mi trabajo es ayudar, no juzgar.
Miró a Espe.
—Esperanza, ya apareces en nuestro sistema —comentó—. He leído un poco tu expediente. Has pasado por muchas casas.
—Muchas y feas —confirmó la niña—. ¿Esta también va a ser fea?
—Eso es lo que quiero cambiar —respondió Lucía—. Pero necesito que me cuentes cómo llegaste a la parada de autobús esta noche.
Espe cruzó los brazos.
—La señora con la que vivo ahora grita mucho —dijo—. Su novio grita más. Rompen cosas. No me gustan los platos volando. Salí a caminar. Me encontré con Isabela.
—¿La señora o el novio te han hecho daño físico? —preguntó Lucía, con cuidado.
Espe dudó.
—Una vez me empujó —admitió—. Dijo que era un accidente. Yo me caí contra la mesa. Me dolió la costilla, pero no se rompió nada. Creo.
Lucía anotó algo, frunciendo el ceño.
—Está bien que lo digas —aseguró—. No es tu culpa.
Luego miró a Isabela.
—¿Y tú, Isabela? ¿Qué pasó en tu casa?
La palabra “casa” le dolió.
—Mi padrastro me echó —resumió—. Después de… intentar cruzar una línea. No es la primera vez que lo intenta. Pero hoy lo empujé, él se enfadó y me dejó fuera. Sin zapatos, sin mis cosas. No me deja entrar.
Lucía la escuchó sin interrumpir, asentando de vez en cuando.
—¿Tu madre falleció? —preguntó suavemente.
Isabela asintió.
—Hace tres años.
—¿Has denunciado alguna vez el comportamiento de Ramón? —insistió.
—No —admitió—. Tenía miedo. Él siempre decía que sin él me quedaría en la calle, que nadie iba a creerme, que él me mantenía… y en parte era verdad. Yo solo estudio, no gano suficiente para pagar alquiler.
Lucía respiró hondo.
—Eso no le da derecho a tratarte así —dijo con firmeza—. Lo que describes es abuso. Y echarte a la calle en medio de la noche, sin zapatos, también lo es.
Isabela bajó la mirada. Escuchar la palabra “abuso” en voz alta la hizo temblar, pero también le dio una extraña validación. No estaba loca. No estaba exagerando.
—Podemos hacer varias cosas —continuó Lucía—. Una es llamar a la policía ahora mismo y denunciar a tu padrastro. Eso implicaría una investigación, y podríamos conseguirte una orden de protección. También podríamos ayudarte a encontrar un refugio temporal para mujeres jóvenes en tu situación. No es un hotel de lujo, pero es seguro. Y, con el tiempo, podríamos buscar programas de becas, apoyo económico, quizás una residencia para estudiantes.
Isabela sintió que el mundo se movía bajo sus pies. Todo sonaba demasiado grande, demasiado definitivo.
—¿Y si él se enfada más? —susurró—. Conocía a mi madre. Conoce mis amigos. Sabe dónde estudio…
Lucía le sostuvo la mirada.
—Precisamente por eso hay órdenes de protección —respondió—. Y refugios cuya dirección es confidencial. No vas a estar sola en esto.
Daniel, que se había acercado de nuevo y se mantenía un poco apartado, intervino.
—Yo puedo servir de testigo —añadió—. Vi cómo estabas, vi tus pies, tu estado. No es normal que alguien salga de su casa así voluntariamente.
Espe levantó la mano.
—Yo también puedo ser testigo —dijo—. No sé muchas palabras difíciles, pero sé cuando un adulto es malo.
Lucía sonrió un poco.
—Creo que serías una testigo formidable, Espe.
Luego se volvió hacia la niña más en serio.
—Respecto a ti, voy a iniciar un cambio de hogar de acogida. No prometo encontrar la familia perfecta de la noche a la mañana, pero sí te prometo sacar un informe sobre la situación con esa señora y su novio. No deberías vivir con platos volando.
—¿Puedo elegir yo la casa? —preguntó Espe, esperanzada.
—Ojalá fuera tan fácil —respondió Lucía—. Pero sí puedo escucharte. Dime qué cosas no quieres volver a ver en una casa.
Espe lo pensó.
—No quiero gritos —dijo—. Ni botellas por el suelo. Y si tienen hijos, que no me culpen de todo lo que hacen sus hijos. Ah, y que no se rían de mi nombre. A veces me dicen que “Esperanza” es un chiste.
—Tomaré nota —afirmó Lucía, escribiendo en su carpeta—. Haré lo posible para que tu próxima casa se parezca más a lo que mereces.
El reloj de la sala marcaba casi la una de la madrugada cuando Lucía terminó las primeras gestiones. Hizo varias llamadas, habló con un refugio, con la coordinación de menores, tomó notas.
—Tengo buenas noticias y noticias… menos buenas —anunció, sentándose de nuevo frente a ellas—. Lo positivo: he encontrado un refugio para jóvenes donde pueden recibirte esta misma noche, Isabela. Está a unos veinte minutos en coche. Van a enviarnos un taxi contratado por el servicio social. Tendrás cama, comida y asesoría legal. También tienen un pequeño salón donde, si quieres, podrías seguir practicando danza.
—¿En serio? —preguntó Isabela, incrédula.
—En serio —asintió Lucía—. No es un estudio profesional, pero mejor que nada.
—¿Y Espe? —preguntó la niña rápidamente—. ¿Puedo ir con ella?
Lucía dudó un momento, midiendo sus palabras.
—Espe, tú sigues perteneciendo al sistema de acogida infantil —explicó—. No puedo llevarte a un refugio de adultas. Pero… he hablado con tu coordinadora. Van a buscarte una casa de acogida temporal distinta. Esta noche, si tú quieres, puedes quedarte en una habitación de observación aquí en el hospital, con una enfermera pendiente de ti, mientras organizamos el traslado mañana por la mañana.
—¿Una habitación solo para mí? —preguntó la niña, sorprendida—. ¿Sin gritos?
—Sin gritos —confirmó Daniel—. Y con televisión.
Espe dudó, mordiéndose el labio.
—¿Y si me dejan sola? —preguntó en voz más baja—. No me gusta estar sola.
Isabela sintió un pinchazo en el pecho.
—No vas a estar sola —dijo de pronto—. Yo… si Lucía lo permite, puedo quedarme contigo hasta que te duermas. Luego me iré al refugio.
Lucía asintió.
—Podemos arreglarlo —dijo—. Pero el taxi no podrá esperar toda la noche. Tendremos que coordinarnos bien.
—Lo haremos —respondió Daniel—. Yo estoy de guardia hasta las siete. Puedo acompañarlas cuando llegue el taxi.
Espe miró a Isabela con esos ojos enormes.
—¿Me lo promete? —susurró—. ¿Promete que no se va a ir sin despedirse?
Isabela le tomó la mano.
—Te lo prometo.
Más tarde, en una pequeña habitación con paredes claras y una cama demasiado grande para Espe, Isabela se sentó al borde del colchón mientras la niña se metía debajo de las mantas.
—Cuénteme algo —pidió Espe—. Algo bonito. Para no tener pesadillas.
Isabela pensó en todas las historias tristes que podría contarle. En todas las cosas que quería olvidar. Y luego pensó en algo distinto.
—Te voy a contar cómo se siente estar en el escenario —dijo—. Cuando se abre el telón y las luces te ciegan un poco. No ves al público, solo sientes el calor. La música empieza, y por un momento ya no eres tú. Eres el personaje. Una princesa, una guerrera, una nube… lo que quiera la coreografía. Y tus pies se mueven como si supieran el camino desde siempre.
Espe la miraba fascinada.
—¿Y no le da miedo caerse? —preguntó.
—Siempre da miedo caerse —respondió Isabela—. Pero sigues adelante. Y si te caes, te levantas como si fuera parte de la danza.
—Yo me caigo mucho —admitió Espe—. Y casi nunca parece parte de la danza.
—Tal vez lo sea —dijo Isabela—. Tal vez tu vida sea una coreografía muy rara, pero coreografía al fin y al cabo.
Espe sonrió, bostezando.
—Cuando seamos grandes —murmuró—, usted va a ser bailarina famosa. Y yo… no sé qué seré, pero voy a tener una casa. Una casa de verdad. Con flores de plástico y todo.
—Y te invitaré a verme bailar —prometió Isabela—. Y tú te sentarás en primera fila, con un vestido rojo que te quede perfecto.
—Y con botas nuevas —añadió Espe, cerrando los ojos—. Unas que no estén gastadas.
—Con botas nuevas —repitió Isabela.
Poco a poco, la respiración de la niña se hizo más profunda y regular. Isabela se quedó unos minutos más, escuchando ese sonido tranquilizador. Luego se levantó con cuidado, le acomodó el gorro sobre la frente y apagó la luz, dejando solo una lamparita tenue encendida.
En el pasillo, Daniel la esperaba apoyado en la pared.
—El taxi está en camino —informó—. ¿Lista?
—No lo sé —respondió ella honestamente—. Pero supongo que nunca se está lista para empezar de cero.
Caminaron en silencio hasta la entrada. Afuera, la nieve seguía cayendo, pero ahora había menos viento. Isabela salió con la manta todavía sobre los hombros y los calcetines gruesos en los pies. Daniel se detuvo antes de que entrara al taxi.
—Isabela —dijo—. Quizás no lo veas así ahora, pero hoy hiciste algo muy valiente.
Ella lo miró, confundida.
—Empujaste a alguien que te hacía daño, saliste de una casa que no era hogar y pediste ayuda, aunque fuera a regañadientes —enumeró—. No todo el mundo lo hace. Eso requiere fuerza.
Isabela miró sus manos.
—Me siento rota —admitió—. Y culpable. Como si todo esto fuera mi culpa.
—Eso es lo que los abusadores quieren que pienses —respondió Daniel—. Pero no lo es. Y te lo voy a repetir las veces que haga falta.
—¿Volveré a verlo? —preguntó ella, sorprendida de que le importara.
Daniel sonrió.
—Trabajo aquí casi todos los días —dijo—. Si alguna vez te sientes perdida, este hospital puede ser tu punto de referencia. Y si no estoy yo, habrá alguien más dispuesto a ayudarte.
Lucía apareció entonces con unos papeles.
—Aquí tienes la dirección del refugio, algunos teléfonos de contacto y información sobre asesoría legal y becas —explicó—. Mañana por la tarde pasaré por allí para hablar contigo con calma y empezar el proceso de denuncia, si así lo decides.
Isabela tomó la carpeta como si fuera un salvavidas.
—Gracias —susurró—. Por creerme.
—Gracias a ti por hablar —respondió Lucía—. Y recuerda: a partir de esta noche, ya no estás sola.
Antes de subir al taxi, Isabela miró hacia la ventana del piso superior, donde sabía que dormía Espe. No podía verla, pero imaginó su pequeña figura acurrucada bajo las mantas, soñando con casas de flores de plástico y botas nuevas.
Se le escapó una sonrisa triste.
El taxi se puso en marcha. Durante el trayecto, la ciudad pasó ante sus ojos como una película borrosa. Isabela apoyó la cabeza en el cristal frío y dejó que su mente viajara más rápido que el coche.
No sabía cómo serían los próximos días. Seguramente habría trámites, entrevistas, lágrimas, miedo. Pero también había algo más: una posibilidad. Un punto de partida.
Recordó la frase de Espe en la parada de autobús:
“Tú no tienes casa y yo no tengo mamá… pero ahora nos tenemos la una a la otra, aunque sea por esta noche.”
Quizás la vida se construía así: noche tras noche, encuentro tras encuentro. Personas que aparecían como faros en medio de la oscuridad. Un doctor de ojos de perro triste. Una trabajadora social testaruda. Una niña con nombre de promesa.
Cuando el taxi se detuvo frente al refugio, Isabela respiró hondo. El edificio no parecía nada especial: una fachada simple, una puerta metálica, una luz parpadeante en la entrada. Pero en ese momento, para ella, era más que suficiente.
Pagado por el programa social, el conductor no le pidió dinero. Le deseó suerte. Ella bajó, sintiendo la nieve crujir bajo los calcetines, y se acercó a la puerta. Antes de llamar, miró hacia el cielo. Los copos de nieve caían más suaves, casi cariñosos.
—Mamá —murmuró—. No sé si estás viendo esto, pero… voy a intentarlo. Te lo prometo.
Tocó el timbre. Una mujer mayor, de rostro cansado pero amable, abrió la puerta.
—¿Isabela? —preguntó.
Ella asintió.
—Bienvenida, hija —dijo la mujer, apartándose para dejarla pasar—. Aquí empieza otra historia.
Y mientras cruzaba el umbral, dejando atrás la noche más fría de su vida, Isabela sintió que, por primera vez en mucho tiempo, la palabra “futuro” no le daba pánico, sino un extraño, tímido, pero real deseo de bailar hacia él.




