December 11, 2025
Desprecio

La empleada doméstica, el anillo perdido y el secreto que mi madre ocultó 30 años

  • December 11, 2025
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La empleada doméstica, el anillo perdido y el secreto que mi madre ocultó 30 años

La noche de la fiesta comenzó como todas las noches perfectas de mi vida: cara impecable, vestido entallado a la medida, un collar de perlas auténticas descansando sobre mi clavícula y el salón principal de la casa iluminado como si fuera un palacio. Afuera, la lluvia amenazaba con caer sobre la ciudad, pero dentro de mi mansión todo brillaba: las lámparas de cristal, las copas de vino, las sonrisas falsas de la alta sociedad que tanto esfuerzo me había costado conquistar.

Era mi cumpleaños número cuarenta y cinco, y no iba a permitir que nada lo arruinara.

—Señora Valeria, ¿dónde quiere que ponga las flores que mandaron de la empresa del señor Esteban? —preguntó Julio, el mayordomo, acercándose con dos enormes arreglos de rosas blancas.

—En la mesa del fondo, que todos vean quién las envió —respondí sin siquiera mirarlo, ocupada revisando por enésima vez el tocador de mi habitación.

Ahí, como siempre, estaba mi joyero abierto. Entre todas las joyas, una destacaba por encima de las demás: mi anillo de esmeraldas. Había sido de mi padre, el hombre que había levantado nuestra fortuna con las uñas, el mismo que había muerto demasiado pronto y se había llevado consigo más secretos de los que yo estaba dispuesta a admitir. Ese anillo era mi amuleto, mi escudo, mi recordatorio de que yo no era como mi madre: frágil, dependiente, silenciosa.

Lo tomé con cuidado, observando cómo las esmeraldas atrapaban la luz del espejo.

—Esta noche no puedo perderte —murmuré, colocándome el anillo en el dedo anular.

En el pasillo, vi pasar a Carmen, la empleada nueva. Llevaba un uniforme impecable pero ajado, como si lo hubiera planchado mil veces con la misma plancha vieja que usaba en su casa. Caminaba rápido, con la mirada baja, sosteniendo una bandeja con copas vacías.

—Carmen —la llamé.

Se detuvo en seco y volvió el rostro hacia mí. Sus ojos oscuros tenían ese brillo tímido de la gente que no está acostumbrada a las casas grandes.

—Sí, patrona.

—Acuérdate de revisar que no falten canapés en el salón pequeño. Y que nadie entre a mi habitación, ¿entendido?

—Sí, señora. Yo misma me encargo —respondió, apretando los labios, como si aquella promesa pesara demasiado.

Mientras bajaba las escaleras, escuché la voz de mi mejor amiga, Lucía, riendo con ese tono chillón que siempre me había parecido un poco exagerado.

—¡Valeria, por fin! ¡Te estamos esperando! —dijo, alzando su copa de champán—. Pensé que estabas contando tus joyas otra vez.

—Tal vez lo estaba —contesté con una sonrisa—. Con la gente que invite, nunca se sabe.

—Ay, por favor, aquí todos son de confianza —intervino Esteban, empresario millonario y uno de los invitados más importantes de la noche—. Al menos conmigo podrías relajarte.

Me sonrió de una forma que mi marido, Ricardo, notó desde el otro lado del salón. Mi matrimonio llevaba años roto, pero seguíamos representando el papel de pareja perfecta. A la alta sociedad no le gustan los finales, solo las apariencias.

La música comenzó. Los meseros se movían con precisión, las botellas se destapaban, el olor a perfume caro se mezclaba con el del caviar y el vino. Yo recorría el salón como una reina, recibiendo felicitaciones, escuchando halagos que ya ni siquiera registraba.

Fue entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal.

Sentí la mano desnuda. El dedo ligero. Miré mi mano izquierda.

El anillo no estaba.

Al principio pensé que se me habría resbalado en algún rincón del salón. Sonreí, disimulando la punzada de nervios que me atravesó el estómago, y caminé con calma hacia las escaleras, como si solo necesitara ir al baño o retocarme el maquillaje.

Pero cuando llegué a mi habitación y revisé el tocador, el piso, la alfombra, los cajones, el baño… nada. El anillo no estaba. Y yo sabía que hasta hacía unos minutos lo llevaba puesto.

—No… no… —susurré, sintiendo cómo el pulso se me aceleraba.

Golpearon la puerta.

—¿Señora Valeria? —era la voz de Julio—. ¿Todo bien?

Abrí de golpe.

—No, Julio, no está bien. Mi anillo. El de esmeraldas. Desapareció.

Él frunció el ceño, bajando la voz.

—¿Seguro que no se lo dejó en la caja fuerte?

—¡No soy idiota! —exploté—. Lo tenía hace unos minutos.

Julio apretó la mandíbula.

—Aquí han entrado dos personas desde que usted bajó: la señora Elena… —mi madre— …y Carmen, la muchacha nueva, para dejar unas servilletas limpias.

Mi estómago se encogió. Mi madre nunca tocaría ese anillo. Ella le tenía miedo a los recuerdos de mi padre, casi tanto como yo los necesitaba. En cambio, Carmen…

Sentí algo oscuro crecer en mí, una mezcla de rabia, miedo y orgullo herido.

—Tráela —ordené—. Tráela ahora mismo. Aquí. Y asegúrate de cerrar la puerta.

Julio dudó.

—Señora… tal vez podríamos buscar con calma…

—¡Que la traigas te he dicho!

Bajó la mirada y salió.

Yo me quedé frente al espejo, viendo mi rostro deformado por la furia. Cómo me habría visto mi padre en ese momento, me pregunté. ¿Orgulloso de su hija, protectora de su legado? ¿O espantado de lo que me había convertido?

Los pasos apresurados en el pasillo me sacaron de mis pensamientos. La puerta se abrió. Julio entró primero, seguido de Carmen, con su bolso viejo de tela colgando del hombro. Detrás de ellos, y contra mi voluntad, algunos invitados curiosos se asomaron, entre ellos Lucía, Esteban y mi madre Elena, que siempre estaba donde no debía.

—Valeria, ¿qué pasa? —preguntó mi madre, llevándose una mano al pecho—. Julio dijo que había un problema con una joya.

—No es una joya cualquiera —respondí, con la voz helada—. Es el anillo de papá. Y alguien se lo llevó.

Mis palabras, dichas con esa dureza, actuaron como un disparo en medio del ruido. La música del salón de abajo se escuchaba lejana, pero en mi habitación, de pronto, todo era tensión.

Miré fijamente a Carmen. Ella temblaba.

—Carmen —dije despacio—. En esta casa no entran extraños. Y cuando entran, se les da de comer, se les da un sueldo justo, se les trata con respeto. Pero hay una cosa que no se tolera.

—Patrona, yo… —murmuró.

—¡Vacía el bolso ahora mismo o llamo a la policía! Aquí no criamos ladronas —escupí las palabras, fuera de mí.

La música se cortó de golpe desde abajo. Alguien debió haber notado el silencio raro en el segundo piso y apagó el sistema, o quizá fue coincidencia. El caso es que, de repente, lo único que se escuchaba en la casa era el murmullo inquieto de mis invitados en el pasillo y el tintinear de las copas en manos temblorosas.

Carmen se puso aún más pálida. Lloraba en silencio, abrazando el bolso contra su pecho como si fuera un escudo.

—Patrona, por Diosito santo, se lo juro… yo no tengo nada. Soy pobre, pero honrada —dijo con la voz rota, sin atreverse a mirarme a los ojos.

—Deja el show y dámelo —le grité, arrebatándole el bolso sin un gramo de compasión.

—Valeria, por favor —intervino mi madre, con un tono de falsa calma—. Esto se podría hacer en privado.

—¿Privado? —Me volví hacia ella, furiosa—. ¿Para que luego digan que lo inventé? No. Aquí todos van a ver lo que pasa cuando alguien se mete con lo que es mío.

Lucía asintió discretamente, disfrutando el espectáculo, mientras Esteban observaba con una ceja levantada, como si estuviera viendo una obra de teatro.

Volví mi atención al bolso y, sin delicadeza, lo volqué sobre la mesa donde se suponía que debía ir el pastel. Cayeron unas monedas, un peine roto, un rosario gastado y un pedazo de pan envuelto en servilletas. Nada de joyas. Nada de esmeraldas.

El silencio se volvió espeso.

Sentí la vergüenza subir desde el estómago hasta la cara, quemándome la piel. ¿Y ahora qué? Entre aquellas cosas humildes, algo brilló débilmente. Un sobrecito de plástico transparente, con una foto vieja en su interior, amarillenta y doblada en las esquinas.

La tomé con brusquedad, convencida todavía de que, de alguna forma, ahí estaría mi anillo, quizás envuelto, escondido.

Pero en cuanto vi la imagen, el mundo se me vino encima.

En la foto, en blanco y negro, aparecía mi padre, treinta años más joven, con esa sonrisa que yo conocía tan bien, abrazando con ternura a una mujer. Una mujer que, pese a las arrugas y la pobreza que ahora llevaba encima, seguía teniendo la misma mirada profunda: Carmen.

Mis dedos comenzaron a temblar tanto que casi se me cae la foto. La volteé para entender. Al reverso, escrita con la letra inconfundible de mi padre, había una frase.

La leí en voz alta, sin pensarlo, como si alguien me hubiera arrancado las palabras de la garganta.

—“Para mi hija Carmen, a la que algún día le daré lo que merece. Perdóname por llegar tan tarde a tu vida. —Julián”…

El pasillo entero pareció inhalar al mismo tiempo. Carmen se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.

—¡Es mentira! —chilló Lucía—. Eso… eso debe ser un montaje.

Esteban se acomodó los lentes, interesado.

—¿Tu hija? —susurró mi madre, llevándose una mano a la boca—. No… eso no…

La miré, clavando en ella mis ojos.

—¿Lo sabías? —pregunté, con la voz temblando de rabia—. ¿Lo sabías, mamá?

Elena no respondió de inmediato. Bajó la mirada, apretando su bolso con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—Valeria, no es lo que parece —musitó—. Tu padre… cometió errores. Fue hace muchos años, tú eras una niña…

—¡¿Y la trajiste a mi casa sin decirme nada?! ¡La contrataste sabiendo quién era! —grité.

—Yo no la contraté —replicó mi madre, con un hilo de dignidad—. Tú insististe en contratar a una muchacha “recomendadísima” por el padre José, ¿recuerdas?

Mi corazón dio un vuelco.

—El padre José… —murmuré, llevándome la mano a la frente.

Carmen, todavía llorando, alzó la vista por primera vez. Sus ojos se encontraron con los míos, llenos de una mezcla de miedo, vergüenza y una furia antigua, contenida.

—Yo no vine a robarle nada, señora —dijo con la voz quebrada, pero firme—. Yo vine porque el padre José me dijo que aquí vivía la familia del hombre de la foto. Me dijo que tal vez aquí iba a encontrar algo más que limpiar pisos y lavar platos. Pero yo nunca… nunca tocaría lo que no es mío. Mucho menos algo que le perteneció a él.

Señaló la foto con la barbilla.

—A nuestro padre —añadió.

La palabra “nuestro” me atravesó como un cuchillo.

—Esto es absurdo —intervino Ricardo, mi marido, por fin asomándose a la escena—. Valeria, baja la voz. Los invitados están inquietos, algunos ya se quieren ir.

—¡Que se vayan! —bramé—. Que todos se vayan si quieren. Pero tú no te metas, Ricardo. Bastante tengo con tus deudas como para aguantar tus consejos.

Ricardo se puso rojo.

—¿Vas a airear eso también? —susurró, furioso—. ¿Delante de todos?

—Parece que hoy todo sale a la luz —dijo Esteban con una sonrisa apenas contenida.

Lo fulminé con la mirada.

Julio, el mayordomo, tosió discretamente.

—Señora… el anillo… quizá alguien más podría haber entrado en su habitación. Un invitado, otra empleada, la señora Elena…

—Yo no necesito joyas robadas —bufó mi madre, ofendida—. Bastante tuve con las migajas que me dejó tu padre.

Ese comentario cayó como plomo. Carmen se encogió sobre sí misma, como si aquellas palabras también la golpearan.

Me llevé las manos al cabello, desesperada.

—¡Entonces, si nadie lo tomó, ¿dónde está?! —grité—. No pudo desaparecer.

Un murmullo recorrió el pasillo. Algunas invitadas se miraban entre ellas, cuchicheando. Una de ellas, la tía Mercedes, se atrevió a decir en voz alta:

—Bueno, si la muchacha no lo tiene, quizá deberías revisar los bolsos de todos. Por seguridad.

—¡Yo no voy a permitir que revisen mi bolso! —se indignó Lucía, abrazando su clutch dorado—. ¿Insinúas que yo…?

—Si usted puede acusar así a una pobre muchacha, todos podríamos estar bajo sospecha —dijo Esteban, con falsa corrección—. Pero revisarle el bolso a la señora Lucía sería… excesivo.

Yo ya no sabía en quién confiar, ni siquiera en mí misma. Sentía la cabeza a punto de estallar.

Entonces escuché la voz calmada de Julio.

—Señora, hay otra posibilidad.

—¿Cuál? —lo miré, impaciente.

—Que el anillo nunca salió de esta habitación.

Sus palabras cayeron extrañamente lúcidas en medio del caos.

—Ya revisé todo —repliqué—. No está.

Julio se acercó al tocador. Abrió un cajón, luego otro. Se agachó, miró debajo de la cama, entre las patas de la mesita. Se notaba que conocía cada rincón de la casa mejor que yo misma.

De pronto, se detuvo frente al espejo, frunciendo el ceño.

—¿Qué haces? —pregunté, irritada.

—Este espejo… —murmuró—. Recuerdo que el señor Julián mandó instalar un compartimento detrás. Para guardar cosas importantes. Yo estaba aquí cuando lo montaron.

Un escalofrío me recorrió los brazos.

—Eso fue… hace muchos años —susurré.

Julio palpó el marco del espejo, tocando un punto casi imperceptible en una esquina. Se oyó un clic suave. Una pequeña parte del marco se abrió como una puertecita escondida. Dentro, un compartimento secreto.

Mi corazón se subió a la garganta.

Julio metió la mano con cuidado. Sacó una pequeña cajita de terciopelo verde. La abrió delante de todos.

Allí estaba. Mi anillo de esmeraldas, intacto, brillante, como si se burlara de todos nosotros.

El aire se volvió irrespirable. Sentí que las piernas me fallaban.

—No… —susurré—. Eso no es posible. Yo… yo lo tenía puesto…

—Tal vez —dijo Julio, con respeto pero firmeza—, cuando se estaba arreglando, se lo quitó un momento y lo guardó aquí, sin darse cuenta. A veces los recuerdos… nos juegan malas pasadas.

La vergüenza me golpeó con una fuerza brutal. Todo el teatro, los gritos, la humillación pública, las acusaciones. Todo por algo que, en el fondo, podría haber sido un error mío.

Me volví hacia Carmen. Seguía llorando, con el rostro enrojecido, la foto apretada entre los dedos.

La miré largo rato. Cada segundo se me hacía eterno.

—Yo… —intenté decir algo, pero la voz se me quebró.

—No hace falta que diga nada —intervino Carmen, sin mirarme—. Ya sé lo que piensa de mí. De la gente como yo. Pero no se preocupe, patrona. Mañana mismo me voy de esta casa. No vine a causarle problemas.

—¡No! —mi madre alzó la voz, sorprendiendo a todos—. No te vas a ninguna parte.

La miramos, atónitos.

—Elena… —dije, desconcertada.

Mi madre respiró hondo, como si estuviera a punto de arrojarse a un abismo.

—Valeria, he guardado silencio muchos años. Demasiados. Pero esta noche ya no puedo seguir callando. —Se volvió hacia Carmen—. Yo sabía de tu existencia. Sabía que tu madre y mi marido tuvieron… algo. La odié por eso durante décadas, sin siquiera conocerla. Y tal vez también te odié a ti, en silencio, solo por existir.

Carmen apretó la foto contra el pecho.

—Mi mamá murió sin nada —susurró—. Solo con esa foto y la promesa de que algún día él me iba a buscar.

Mi madre cerró los ojos un momento.

—Él nunca dejó de mandarnos dinero —confesó—. Después de que se enteró de que tu madre estaba enferma, me pidió que me hiciera cargo. Que te ayudara. Me mandaba cartas donde hablaba de ti. Pero yo… yo nunca te busqué. Era más fácil fingir que no existías.

Un par de invitadas se llevaron la mano a la boca. Nadie se esperaba ver a Elena, la siempre fría y correcta Elena, confesando algo así.

—Cuando el padre José vino a verme hace unos meses —continuó—, me dijo que había una muchacha buscando trabajo, muy trabajadora, que necesitaba una oportunidad. Dijo que se llamaba Carmen. Y cuando vi la foto que llevaba… —la voz se le quebró— supe quién eras. Pero fui cobarde una vez más. Dejé que entraras a esta casa sin decirle nada a mi hija. Esperaba… no sé qué esperaba. Quizá que nunca se enteraran. Que todo se muriera conmigo.

Me sentía como si alguien hubiera arrancado el piso debajo de mis pies.

—Así que todos sabían menos yo —murmuré, con un hilo de voz.

—No todos —dijo Julio, serio—. Yo no. Y si lo hubiera sabido, quizás habría hecho algo. Porque esta casa ya tiene demasiados fantasmas.

Ricardo se aclaró la garganta, incómodo.

—Valeria, quizá deberíamos… posponer la fiesta. Esto se salió de control.

Lucía, que hasta entonces había estado disfrutando del drama, por fin pareció sentir algo de culpa.

—Carmen… yo… —balbuceó—. Perdóname por mirarte mal. Pensé…

—Usted no pensó —replicó Carmen, sin mirarla siquiera—. Nadie pensó.

Sus palabras eran cuchillos finos, clavándose sin levantar la voz.

Yo la observaba, tratando de encontrar en su rostro algo que recordara al mío, o al de mi padre. La forma de la nariz, la curva de la boca, la mirada profunda. Sí, estaba ahí. Era como ver una versión de mi historia que se había quedado del otro lado de la ciudad, del otro lado de la vida.

—Carmen —logré decir al fin, tragando mi orgullo—. Yo… te debo una disculpa.

—No, señora —negó con suavidad—. Usted no me debe una disculpa. Me debe respeto. Son cosas diferentes. Y no sé si eso se puede reparar con palabras.

Aquello dolió más que cualquier grito.

El salón había quedado desierto casi sin que yo lo notara. Muchos invitados se habían escabullido discretamente, otros se habían quedado en la planta baja fingiendo que nada pasaba, refugiados en la música y el alcohol. Arriba, en el corredor, el pequeño círculo de testigos parecía una escena congelada de una tragedia familiar.

Tomé aire.

—No quiero que te vayas mañana —dije, cada palabra pesándome—. No así. No después de esto. Si decides irte, que sea porque tú quieres irte, no porque yo te eché injustamente. Y mucho menos… por ser quien eres.

Carmen me miró con cautela, como si temiera una trampa.

—¿Y quién soy para usted, patrona? —preguntó, casi en un susurro.

Sentí la garganta cerrarse.

Miré la foto nuevamente. El rostro de mi padre, joven, feliz, con el brazo alrededor de aquella mujer que, ahora lo sabía, había sido mucho más que una aventura. La letra en el reverso. “Para mi hija Carmen…”

—Eres… —dije al fin, casi sin voz—. Eres la hija de mi padre. Y eso te convierte en algo que nunca pensé que tendría.

Guardé silencio unos segundos, antes de terminar:

—Eres mi hermana.

La palabra quedó flotando en el aire, pesada como el plomo, frágil como el cristal.

Carmen apretó los labios. Un par de lágrimas nuevas resbalaron por sus mejillas.

—Mi hermana… —repitió, como si probara por primera vez el sabor de esa idea—. Mi mamá siempre decía que, si algún día lo encontraba, tal vez tendría hermanos. Gente que llevara su sangre. Gente que… —rió amargamente—. Gente que no iba a querer saber nada de mí.

—Tal vez tenía razón —admití, con brutal honestidad—. Si te hubieras presentado tocando la puerta con esa foto, hace unos meses, sin este escándalo, probablemente te habría dado dinero para que te fueras y no volvieras.

—Valeria —mi madre me miró, horrorizada.

—Pero eso fue antes de ver tu cara cuando te acusé —continué, mirando a Carmen—. Antes de ver lo que guardabas en tu bolso. No joyas, no dinero, no el anillo que creía que tanto valía. Solo monedas, un rosario, un pedazo de pan y una foto que era lo único que tenías de él.

Cambió algo en mis ojos en ese momento. Yo lo sentí. El orgullo seguía allí, pero ya no era el único huésped.

—No sé si quiero una hermana como usted —respondió Carmen, sincera—. Pero sí sé que mi madre no me crió para odiar. Me enseñó que el rencor es un lujo de los ricos, y yo no lo soy. —Me sostuvo la mirada—. Ahora tengo un techo, un trabajo… y una verdad. Pa’ mí ya es bastante.

Julio, que había guardado el anillo de regreso en la caja, lo sostuvo un segundo.

—Señora —dijo—. ¿Lo quiere de vuelta?

Miré la joya. Durante años había sido mi tesoro más preciado. La prueba de que yo era la heredera legítima de una historia de esfuerzo. Pero en ese instante, las esmeraldas me parecieron frías, pequeñas, insuficientes.

Extendí la mano hacia Julio… pero en vez de tomar el anillo, lo empujé hacia Carmen.

—Quédatelo tú —dije.

Todos se sobresaltaron.

—¿Qué estás haciendo? —susurró mi madre—. Es lo único que te dejó tu padre.

—No —corregí—. No es lo único. A mí me dejó la casa, la empresa, el apellido, los contactos. Y a ella solo le dejó una promesa rota y una foto. Es momento de equilibrar un poco las cosas.

Carmen me miró como si yo estuviera loca.

—Yo no puedo aceptar eso, patrona —negó—. Ese anillo no me pertenece.

—Tampoco a mí —respondí—. Le perteneció a él. Y él tuvo dos hijas, no una. Si quieres guardarlo, guárdalo. Si quieres venderlo y empezar de cero en cualquier otra parte, hazlo. Si quieres tirarlo al río, también. Pero hoy, por primera vez en mi vida, quiero tomar una decisión que él no pueda controlar desde su tumba.

Ricardo chasqueó la lengua.

—Valeria, ese anillo puede pagar la mitad de mis…

—Ni se te ocurra terminar esa frase —lo corté—. Tus deudas no son asunto de nadie más aquí.

Ricardo calló, derrotado.

Carmen alargó la mano, muy despacio, y tomó la cajita. La miró como si le quemara los dedos. Después, la guardó en su bolso, ahí donde antes solo había pan, un rosario y una foto.

—No sé qué voy a hacer con esto —dijo—. Pero gracias.

Parecía una palabra pequeña para el tamaño del momento, pero era lo único que podía haber dicho.

La fiesta no se reanudó esa noche. Algunos invitados se fueron en silencio, otros llamaron a sus choferes hablando en susurros cargados de morbo. Mi madre se encerró en su habitación, vencida por recuerdos que se había esforzado años por sepultar. Ricardo se fue a dormir al cuarto de huéspedes, sin atreverse a discutir más.

Yo me quedé sola en el salón vacío, mirando las luces que aún parpadeaban, los globos medio desinflados, las copas a medio beber.

Carmen pasó a mi lado, con el bolso colgado, dispuesta a retirarse a la pequeña habitación de servicio donde dormía.

—Carmen —la detuve.

Ella se volvió, expectante.

—Mañana quiero hablar contigo —dije—. No como patrona y empleada. Como… lo que sea que seamos ahora. Hay muchas cosas que necesito preguntar. Y muchas más que necesito escuchar.

Carmen asintió, sin promesas.

—Mañana —repitió.

La vi alejarse por el pasillo, sus pasos firmes, su silueta humilde y, al mismo tiempo, extrañamente digna.

Esa noche entendí que el anillo que tanto había protegido no era lo que realmente se había perdido. Lo que se había extraviado, por años, era la verdad. Y encontrarla había tenido un precio: mi orgullo roto, mi fiesta arruinada, mi mundo tambaleando.

Pero mientras me miraba en el espejo, con el dedo desnudo y los ojos cansados, supe también que, quizá, por primera vez en mucho tiempo, tenía la oportunidad de construir algo distinto. Ya no sobre secretos, ni sobre apariencias, ni sobre joyas, sino sobre una verdad incómoda: no era hija única, no era la única heredera, no era la única víctima ni la única culpable.

En el reverso de aquella foto, en esa frase escrita por mi padre, había empezado una historia que él nunca terminó. Ahora, nos tocaba a nosotras.

Y aunque todavía me doliera admitirlo, algo dentro de mí se atrevió a susurrar, con una mezcla de miedo y esperanza:

“Bienvenida a casa, hermana”.

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