Regresó de Europa para descubrir que su peor enemigo estaba dentro de su casa
La lluvia caía con una furia casi vengativa sobre la ciudad, golpeando los ventanales, los techos y los charcos del pavimento como si quisiera borrar cualquier rastro de vida en la noche. Los relámpagos iluminaban por segundos las copas de los árboles y las fachadas de las casas elegantes de la zona más exclusiva.
Un auto negro se detuvo frente al portón de hierro de una enorme mansión. El motor siguió rugiendo unos instantes, hasta que finalmente se apagó, dejando en el interior del auto un silencio denso, roto solo por el tic-tac del reloj del tablero y el tamborileo de las gotas sobre el techo.
Dentro, con las manos aún sobre el volante, Don Mauricio Álvarez respiró hondo. Traje oscuro perfectamente planchado, corbata aflojada, ojeras profundas que ningún éxito podía disimular. Hacía más de tres meses que no veía esa casa. Tres meses entre hoteles de lujo en Europa, firmando contratos millonarios, estrechando manos enguantadas de perfume caro, escuchando brindis en su honor.
Y, sin embargo, en ese momento, al mirar la fachada de su propia mansión, sintió algo que no había sentido en ningún salón de conferencias: un presentimiento frío, como una piedra en el estómago.
—Hogar, dulce hogar —murmuró con ironía, antes de soltar una risa seca que se apagó de inmediato.
Tomó su maletín de piel, abrió la puerta y salió bajo la lluvia. El agua helada le empapó el cabello de inmediato, pero no se apresuró. Caminó despacio sobre el camino empedrado, como si cada paso fuera una despedida, o tal vez un juicio. Las luces de la fachada estaban apagadas. Solo se distinguía una tenue luz amarillenta que parecía venir desde el fondo, tal vez la cocina.
Cuando llegó a la puerta principal y metió la llave en la cerradura, notó algo que le tensó la espalda: el cerrojo no estaba puesto.
Frunció el ceño.
—Aquí nadie deja la puerta sin seguro —susurró.
Empujó la puerta con cautela. El crujido metálico rompió el silencio del interior. Entró, y el olor a cera, madera encerada y flores marchitas lo recibió como un fantasma familiar. Todo parecía estar en su sitio: los cuadros de paisajes italianos, el gran reloj de pie heredado de su padre, el tapete persa del vestíbulo.
Pero había algo raro en el aire. No era paz. Era una quietud tensa, contenida, como si la casa estuviera aguantando la respiración.
Dejó su maleta junto a la escalera. Al avanzar, sus zapatos mojados dejaron huellas oscuras sobre el mármol. Pasó frente al gran espejo del recibidor y, por un instante, no se reconoció: se veía más viejo, más duro, más vacío. Pensó en sus hijos, Andrés y Lucía, a quienes apenas había visto en los últimos años; en Elena, su esposa, que últimamente hablaba más con abogados y decoradores que con él.
Quizá, se dijo, el dinero no llenaba tanto como había imaginado.
Un ruido leve lo hizo girar de golpe. Un susurro, un roce de tela, pasos apagados provenientes del pasillo que llevaba a la cocina. Dio un par de pasos en esa dirección, tenso.
—¿Elena? —llamó—. ¿Andrés? ¿Lucía?
No obtuvo respuesta. Solo el eco de su propia voz.
—No haga ruido, señor… por favor.
La voz era apenas un hilo, tembloroso. Mauricio se volvió brusca y vio, en la penumbra del pasillo, la silueta de una mujer que se movía con cautela.
—¿Rosa?
La empleada doméstica salió a la luz tenue. Llevaba su habitual uniforme azul, pero parecía más pequeña, encogida, con los ojos desorbitados y las manos temblando.
—Ay, Don Mauricio… —susurró, alzando una mano para pedir silencio—. No alce la voz, por lo que más quiera.
—¿Qué está pasando? —preguntó él, caminando hacia ella—. ¿Por qué la puerta estaba sin seguro? ¿Dónde está mi familia?
Rosa tragó saliva y miró hacia la oscuridad del pasillo, como temiendo que las paredes tuvieran oídos.
—Ellos… están aquí, pero… —se le quebró la voz—. No están solos.
Mauricio sintió un latigazo de ira.
—¿Qué quiere decir con eso? —le susurró, apretando la mandíbula—. Rosa, si esto es algún tipo de chisme…
—No, señor —lo interrumpió ella, casi al borde del llanto—. Desde que usted se fue, la casa cambió. Llamadas raras a la madrugada, autos estacionados frente al portón, hombres que venían y preguntaban por usted… La señora Elena estaba muy nerviosa. Y esta noche… esta noche entraron.
El corazón de Mauricio dio un vuelco.
—¿Entraron quiénes?
Rosa se acercó más, como si temiera que algo pudiera salir de las sombras.
—Tres hombres, señor. Llegaron hace como una hora. Uno alto, de traje, con una cicatriz acá —se señaló la mejilla—. Otro más joven, con una chaqueta de cuero. Y el tercero… ese me dio miedo solo de verlo. Tenía unos ojos fríos, como si no le importara nada.
—¿Y Elena? ¿Mis hijos? —insistió Mauricio, sintiendo la sangre subirle a la cabeza.
—La señora está en el despacho con el de la cicatriz. Los otros dos se pasean por la casa como si fuera suya. A los niños… los vi subir al cuarto de Lucía. Creo que los encerraron ahí. Yo estaba en la cocina, escuché todo… Intenté llamar a la policía, pero la línea estaba muerta. Y mi celular… desapareció de mi bolso.
Mauricio respiró hondo, intentando que la rabia no lo nublara. Una parte de él, la parte acostumbrada a negociar en mesas frías, comenzó a calcular.
—¿Dijeron qué querían?
Rosa dudó.
—Buscan algo, señor. —Bajó la voz aún más—. Dijeron que usted no tenía derecho a quedarse con “todo el dinero”. Que esta noche se acabarían los juegos. Y… mencionaron una palabra rara… “la memoria”.
Mauricio se quedó helado. La memoria.
No era una palabra cualquiera. Era el nombre que él y su socio usaban para referirse a un archivo oculto, un dispositivo con información de todas las operaciones ilegales que habían realizado en los últimos años, movimientos de dinero, sobornos, cuentas en paraísos fiscales. Era el secreto mejor guardado de su imperio… y su mayor condena si caía en manos equivocadas.
—¿Dónde están exactamente? —preguntó, con la voz ahora fría.
—El jefe está en su despacho con la señora Elena, lo oí gritarle algo… algo sobre traiciones. Los otros… uno estuvo revisando la biblioteca. El otro subió al segundo piso —contestó Rosa—. No saben que usted ya llegó.
Mauricio miró hacia lo alto de las escaleras, donde la oscuridad se abría como una boca sin dientes.
—Rosa, escúcheme bien —dijo, volviendo la mirada hacia ella—. Vaya a la despensa del fondo y enciérrese ahí. No salga, pase lo que pase.
—Pero, señor…
—No discuta. —Su tono fue tan firme que Rosa se estremeció—. Si algo me pasa, cuando esto termine usted será la única que podrá contar la verdad.
Rosa lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Tiene que salir vivo de aquí, Don Mauricio —susurró—. Sus hijos lo necesitan… aunque a veces no lo parezca.
Él asintió, con un leve gesto de gratitud que en otro momento le habría costado mostrar. Rosa desapareció en la penumbra, rumbo a la cocina, mientras él caminaba hacia el corazón de la casa: su despacho.
El pasillo estaba en silencio. A medida que se acercaba, comenzó a oír voces. Rezongos, golpes secos, un vaso estrellándose contra el suelo.
—¡Te dije que no sabías con quién te estabas metiendo, Elena! —bramó una voz masculina, ronca, autoritaria.
Mauricio se pegó a la pared, avanzando lentamente hasta quedar junto al marco de la puerta entreabierta. Espió por la rendija.
En el interior, Elena estaba de pie junto al escritorio, con el cabello revuelto y los ojos enrojecidos. Llevaba un vestido de seda que ahora estaba arrugado y manchado con algo que parecía vino. Frente a ella, un hombre alto, de traje oscuro, con una cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda, daba vueltas con un vaso en la mano.
—Ya te dije que Mauricio no va a aparecer hoy —decía ella, intentando sonar segura—. Está en Europa, todavía no regresa.
El de la cicatriz sonrió, incrédulo.
—Tu marido miente como respira, Elena. Igual que tú. —Se acercó más a ella—. Y sin embargo, los dos han jugado conmigo. Alguien se quedará sin lengua esta noche si no encuentro lo que busco.
Ella retrocedió un paso.
—No sé nada de “memorias” ni de discos ni de nada. Yo solo…
—Tú sabías que él se quedaba con un porcentaje más grande —la interrumpió el hombre, acercando su rostro al de ella—. Sabías que nos robaba. Y sabías que si esa información caía en manos de la policía, yo sería el primero en caer. ¿Crees que voy a dejar que un tipo como Mauricio me arruine la vida?
Mauricio apretó los puños. Reconocía esa voz. Ricardo Salcedo. Su “socio” en varios negocios turbios, el mismo que había jurado que moriría antes de hablar.
“El que se vende barato es el primero que traiciona”, había pensado Mauricio muchas veces sobre él. Y ahora lo tenía en su casa, amenazando a su esposa.
—Te lo vuelvo a decir por última vez, Elena —gruñó Ricardo—. ¿Dónde está la memoria?
—Ya te dije que no sé nada —repitió ella, al borde del sollozo—. Mauricio nunca me contó detalles de sus negocios.
—Mentira.
Un golpe seco. Ricardo lanzó el vaso contra la pared, y los cristales volaron cerca del rostro de Elena. Ella dio un grito ahogado.
Mauricio sintió algo romperse dentro de sí. No era solo miedo. Era orgullo herido, rabia, y una culpa vieja que ahora exigía cuentas.
Empujó la puerta.
—La memoria está donde siempre ha estado, Ricardo —dijo, entrando al despacho—. Lejos de tus manos.
Todos se quedaron helados. Elena lo miró como si estuviera viendo un fantasma.
—¿Mauricio? —susurró—. Pero… tú… tú no…
Ricardo sonrió, ladeando la cabeza.
—Mira nada más… el hombre del momento. —Alzó los brazos, teatral—. Bienvenido a tu fiesta de bienvenida, socio.
Mauricio avanzó con calma fingida, aunque por dentro el corazón le golpeaba el pecho.
—Pensé que preferías hacer tus negocios en restaurantes caros, no en casas ajenas —dijo, cerrando la puerta detrás de sí—. ¿Qué es esto, Ricardo? ¿Una visita de cortesía?
—No te hagas el gracioso —escupió el otro—. Sabes perfectamente lo que quiero. Dame la memoria y esta noche termina aquí. Tú te quedas con tu casa, tu mujercita… —miró a Elena con un gesto lascivo— …tus hijos. Yo me quedo con mi parte y desaparezco.
—¿Y mi reputación? —replicó Mauricio—. ¿Crees que voy a dejar en tus manos toda la evidencia que puede hundirme a mí… y a ti?
Ricardo rió, una carcajada seca.
—¿Reputación? Mauricio, por favor. Los hombres como nosotros no tenemos reputación. Tenemos miedo, poder y enemigos. Nada más. Y hoy tengo muy poca paciencia.
Detrás de Mauricio se escuchó el suave chasquido de un seguro al correrse.
—Ni un movimiento raro, Don Mauricio —dijo otra voz a su espalda.
Mauricio se quedó inmóvil. Sintió el frío del cañón de una pistola apoyarse en su nuca. Uno de los otros hombres había entrado sin hacer ruido. Podía oler su colonia barata, mezclada con tabaco.
—Te lo dije —continuó Ricardo—. No vine solo. No soy tan idiota.
—Déjalos ir —dijo Mauricio, con los dientes apretados—. A Elena. A mis hijos. Ellos no tienen nada que ver con esto.
—Tus hijos… —repitió Ricardo, saboreando cada sílaba—. Son la mejor garantía de que no harás ninguna estupidez. Ya los conocí de lejos, ¿sabes? Andrés, el niño perfecto con beca, Lucía, la princesa de papá. Sería una lástima que algo les pasara.
Elena lanzó un sollozo.
—¡No te atrevas! —gritó ella—. ¡No te atrevas a tocarlos!
En ese momento, un trueno retumbó sobre la casa. Las luces titilaron y se apagaron de golpe, sumiendo el despacho en oscuridad total.
Se escucharon maldiciones, pasos nerviosos, un mueble arrastrándose.
—¡Maldita sea! —rugió Ricardo—. ¡Enciendan algo!
En medio de la confusión, una sombra se movió junto a la puerta. Un destello metálico cruzó el aire y se oyó un golpe sordo, seguido de un quejido ahogado.
El cañón en la nuca de Mauricio desapareció. Aprovechó el momento, giró y lanzó un puñetazo al lugar donde intuía que estaba su atacante. Sintió sus nudillos hundirse en carne y hueso, y un hombre cayó al suelo.
—¡Mauricio! —gritó Elena, sin saber a quién temer más.
La luz regresó en un parpadeo, y la escena se congeló: Ricardo con la pistola en la mano, apuntando; el secuaz semiinconsciente en el suelo; Elena contra la pared; y junto a la puerta… Rosa, temblando, con un pesado candelabro de bronce en las manos, respirando agitada.
—Yo… yo solo quería ayudar, señor… —musitó.
—¡Rosa, apártate! —ordenó Mauricio.
Ricardo no dudó. Apuntó hacia Rosa.
—Un problema menos —murmuró.
Mauricio se lanzó hacia ella en un impulso desesperado. El disparo estalló, ensordeciendo el ambiente. Elena gritó. Rosa cayó de rodillas, pero el tiro había dado en el marco de la puerta, astillando la madera.
—¡Basta! —rugió una nueva voz desde el pasillo.
La puerta se abrió de golpe, y apareció un hombre más, empapado, con el cabello pegado al rostro. Mauricio lo miró, incrédulo.
—¿Diego? —susurró.
Su hermano menor, al que no veía desde hacía años, estaba allí, con una pistola en la mano, apuntando… no a Ricardo, sino a él.
—Hola, hermano —dijo Diego, con una sonrisa torcida—. ¿Te sorprende verme?
Ricardo bajó un poco el arma, satisfecho.
—Te dije que vendría —dijo, mirando a Mauricio—. Nada de esto habría sido posible sin él.
Elena se tapó la boca con las manos, horrorizada.
—No… —murmuró—. Diego, tú no…
—¿Qué esperabas, Elena? —respondió él—. Viví toda mi vida a la sombra de este hombre. Él se quedó con la empresa, con el apellido, con la mansión, con todo. A mí me dejó migajas. —Clavó la mirada en Mauricio—. Tú decidiste quién era el legítimo Álvarez, ¿recuerdas?
Mauricio sintió que el estómago se le encogía.
—Te di oportunidades —replicó con rabia—. Te ofrecí estar en el consejo, invertir, aprender…
—Me ofreciste ser tu empleado de lujo —lo interrumpió Diego—. Nunca tu igual.
Diego avanzó un paso.
—Ricardo me buscó. Me contó sobre tus cuentas secretas, tus sobornos, tus memorias escondidas. Solo tuve que abrirle la puerta correcta. Y ahora… ahora todo esto será mío. La casa, la empresa, tu “reputación”. Tú solo serás el villano que cayó.
El silencio se hizo pesado. Mauricio miró a su hermano, a la cicatriz de Ricardo, a Elena, a Rosa levantándose del suelo. Todo lo que había construido, todo lo que había dejado atrás, convergía en ese despacho como un juicio final.
—Y dime, Diego —dijo finalmente—. ¿Qué les dirás a mis hijos? ¿Que su tío los traicionó por envidia?
—Les diré la verdad —contestó él, levantando el arma—: que su padre no era un héroe, sino un criminal.
En ese momento, una voz débil y asustada se oyó desde el pasillo.
—¿Papá?
Era Lucía, con el rostro pálido, en pijama, asomándose detrás del marco de la puerta. Andrés estaba detrás de ella, sujetándole el brazo.
—¡Vuelvan a su cuarto! —gritó Mauricio—. ¡Ahora!
El caos estalló. Diego miró a los niños, vaciló una fracción de segundo. Ricardo, nervioso, giró para asegurarse de que nadie más entrara. Rosa se lanzó hacia los chicos para empujarlos de vuelta al pasillo.
Ese instante bastó.
Mauricio se abalanzó sobre Diego, agarrándole la muñeca con la pistola. Lucharon cuerpo a cuerpo, tropezando con la alfombra, derribando una lámpara. Se escuchó otro disparo, un grito, el vidrio del ventanal estallando en mil pedazos.
Elena corrió hacia Lucía y Andrés, los abrazó y los arrastró fuera del despacho.
—¡Rosa, llévatelos! ¡Al cuarto del servicio, ahora! —gritó.
Ricardo trató de apuntar de nuevo, pero una sirena lejana comenzó a oírse entre la lluvia. Alguien, quizá algún vecino alertado por los disparos, había llamado a la policía.
—¡Mierda! —exclamó—. No tenemos tiempo para esto.
Diego, jadeando, seguía forcejeando con Mauricio. El arma se disparó una vez más, pero la bala se incrustó en el techo. Finalmente, con un movimiento brusco, Mauricio logró arrancarle la pistola y la arrojó lejos. Diego cayó al suelo, golpeándose contra el borde del escritorio.
Ricardo se acercó a la ventana rota, evaluando la situación.
—Esto no ha terminado, Mauricio —dijo, mirándolo con odio—. Si no es hoy, será otro día.
Saltó por el ventanal hacia el jardín, perdiéndose en la oscuridad y la lluvia. El secuaz que aún estaba consciente lo siguió, cojeando. En el exterior, las sirenas sonaban cada vez más cerca.
Mauricio se quedó allí, respirando con dificultad, mirando a su hermano tirado en el suelo, con un hilo de sangre escurriendo de su frente. Diego abrió los ojos, confundido, y lo miró con una mezcla de rencor y cansancio.
—No… no creas… que esto te hace… inocente —susurró.
—No —respondió Mauricio, con una amarga media sonrisa—. Pero por primera vez, estoy dispuesto a enfrentar lo que soy.
Horas después, la lluvia se había convertido en una llovizna tenue. Las patrullas, ambulancias y vecinos curiosos se habían ido poco a poco. Ricardo y uno de sus hombres habían escapado, pero el otro estaba detenido. Diego había sido llevado al hospital, bajo custodia. La policía ya tenía demasiadas preguntas y Mauricio sabía que pronto querrían más que respuestas: querrían pruebas.
El sol comenzaba a insinuarse tímidamente detrás de las nubes cuando la casa quedó, por fin, casi en silencio.
Rosa, con el cabello aún húmedo, recogía cristales en el despacho, murmurando oraciones en voz baja. En la cocina, el aroma del café recién hecho llenaba el aire.
Mauricio estaba en la mesa del comedor, sin traje, sin corbata, sin máscara. Frente a él, Elena, con la mirada cansada. A su lado, Andrés y Lucía, aún conmocionados, pero a salvo.
Nadie hablaba. Hasta que Andrés, quebrando el silencio, preguntó:
—Papá… ¿quién era ese hombre?
Mauricio se quedó mirando su taza de café, viendo el remolino oscuro.
—Era alguien con quien hice negocios —contestó—. Negocios que no debí hacer. Y ahora… todo eso ha vuelto para cobrarse su precio.
Lucía se abrazó más a su madre.
—¿Nos van a separar? —preguntó, con voz temblorosa.
Mauricio levantó la vista hacia ellos. Por primera vez en mucho tiempo, sus ojos no parecían de piedra.
—Voy a hacer todo lo que esté en mis manos para que eso no pase —dijo—. Pero tal vez… tal vez tenga que pagar por cosas que hice. Y ustedes tienen derecho a saber quién soy, no el cuento de héroe que les conté.
Elena lo miró, sorprendida por esa sinceridad nueva. Había pasado años sintiendo que compartía su vida con un extraño. Aquella noche había estado a punto de vendérselo a sus enemigos por miedo, por desesperación, sí, pero también por resentimiento. Ahora, viéndolo así, desarmado, entendió que ellos también habían contribuido a construir esa distancia.
—Mauricio… —susurró—. No sé qué va a pasar. Pero si quieres arreglar algo… empieza por aquí.
Señaló la mesa. La familia. El hogar.
Rosa entró entonces con un plato de pan tostado, intentando sonreír.
—Hay que comer algo, que con el susto de esta noche nos quedamos sin fuerzas —dijo—. Mientras haya desayuno, esta sigue siendo una casa y no una escena del crimen, ¿no?
Lucía soltó una pequeña risa nerviosa. Andrés asintió. Elena tomó la mano de sus hijos. Mauricio miró a los tres y, luego, a Rosa.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió que el verdadero juicio no estaba en los despachos, ni en los contratos, ni en las comisarías. Estaba ahí, en esas miradas que podían condenarlo… o darle una oportunidad de empezar de nuevo.
—Rosa —dijo—. Gracias por salvarnos esta noche.
Ella se sonrojó, bajando la mirada.
—Yo solo hice lo que cualquier persona haría, señor.
—No —negó él, con firmeza—. Hizo mucho más.
Afuer a, las últimas gotas de lluvia resbalaban por los ventanales. El sol comenzó a iluminar la fachada de la mansión, revelando los daños, las grietas, los vidrios rotos… pero también la vida que aún latía dentro.
La memoria que todos temían seguía escondida en un lugar que solo Mauricio conocía. Sabía que, tarde o temprano, tendría que entregarla. A la justicia, a la policía, o al destino.
Pero esa mañana, mientras el aroma del café se mezclaba con la luz tibia, tomó la primera decisión importante que no tenía que ver con dinero:
Se quedó sentado con su familia hasta que el silencio dejó de ser incómodo y empezó, poco a poco, a parecer el inicio de algo distinto. El verdadero final de una vida… y el comienzo de otra.




