December 10, 2025
Drama Familia

Mi nuera quiso robarme la casa mientras mi hijo estaba en el extranjero… y terminé llamando a la policía

  • December 4, 2025
  • 21 min read
Mi nuera quiso robarme la casa mientras mi hijo estaba en el extranjero… y terminé llamando a la policía

Aurelio Mendoza tenía 79 años cuando, una tarde de invierno, decidió abrir el viejo baúl de los recuerdos. No era un baúl literal, sino una carpeta gruesa de cartón, llena de escrituras, copias certificadas y documentos notariales. Los extendió sobre la mesa del comedor, al lado de una taza de café humeante, mientras el silencio de la casa lo envolvía.

Miró alrededor: las paredes llenas de fotos familiares, el jardín que se alcanzaba a ver por la ventana, la mecedora donde se quedaba dormido con un libro… y pensó, con una mezcla de orgullo y tristeza:

—Esta casa casi me la arrancan de las manos…


Todo había empezado años antes, cuando su hijo Esteban y su nuera Patricia se mudaron con él “por un tiempo”. Esteban había conseguido un trabajo lejos de la ciudad y, mientras se acomodaban, le habían pedido a Aurelio quedarse unos meses en la casa familiar.

—Papá, sólo será hasta que ahorremos un poco —le dijo Esteban, con esa sonrisa que siempre lo ablandaba—. Tú sabes que con el alquiler allá se nos complica.

—No digas más, hijo —respondió Aurelio—. Esta casa es grande, y aquí siempre tendrás un cuarto. Tú, tu mujer… y el perro, si hace falta.

Patricia sonrió de forma impecable, con ese gesto que parecía sacado de una revista.

—Gracias, don Aurelio, usted es un ángel. Vamos a estar muy pendientes de usted, no se va a arrepentir.

Al principio, todo fue armonía. Desayunaban juntos los domingos, veían partidos de fútbol en el sofá y, algunas noches, incluso cocinaban en equipo. Esteban se ocupaba del jardín, Patricia limpiaba la cocina, Aurelio preparaba su famoso guiso.

Pero el equilibrio duró poco.

Un día, Patricia llegó a casa con los ojos rojos.

—Me despidieron —anunció, tirando el bolso sobre la silla—. La empresa “restructuró” el personal. Qué casualidad que siempre restructuran empezando por los que menos ganan.

Esteban la abrazó, preocupado.

—Mi amor, lo siento… —murmuró—. Buscaremos otra cosa.

Aurelio, sincero, agregó:

—Cuentas con nosotros. Mientras tanto, aquí no falta techo ni comida.

Patricia agradeció con un gesto, pero en los días siguientes algo empezó a cambiar. No buscaba empleo, o al menos no parecía hacerlo. Se levantaba tarde, andaba todo el día en bata, se quejaba de la casa.

—Estas cortinas son horribles, parecen de hospicio —decía, arrugando la nariz—. Esta sala necesita una renovación total. Y ese sofá… ¡ese sofá debe tener mi edad!

Un sábado, mientras Aurelio estaba leyendo, ella irrumpió con una revista de decoración en la mano.

—Mire, don Aurelio, así debería verse un salón digno. Blanco, minimalista, moderno. Lo suyo está… cómo decirlo… desfasado.

—Es la casa donde creciste, Esteban —respondió Aurelio, tratando de restarle importancia—. Y así ha estado bien muchos años.

—Precisamente —replicó Patricia—. ¡Tantos años con lo mismo! Hay que “actualizar” todo. Podríamos tirar ese mueble viejo, cambiar el color de las paredes, comprar un televisor más grande…

Esteban la miró incómodo.

—Patricia, es la casa de mi padre.

Ella sonrió, dulce pero firme.

—Pero vivimos todos aquí, ¿no? Deberíamos sentirla como nuestra. Además, si alguien va a heredar esta casa, será Esteban. Sólo estoy adelantando trabajo.

Esas palabras le cayeron a Aurelio como piedra. “Heredar”. “Nuestra”. “Adelantando trabajo”. Ese día, por primera vez, algo en su pecho se tensó.


La situación empeoró cuando Patricia empezó a traer a sus padres a “pasar unos días”.

—Sólo será un fin de semana, don Aurelio —explicó—. Pobrecitos, están solos en el pueblo. Y aquí hay espacio.

El “fin de semana” se convirtió en semanas. Los padres de Patricia trajeron maletas, luego cajas, luego muebles pequeños “temporales”. El suegro instaló su butaca favorita frente al televisor. La suegra empezó a guardar sartenes y ollas en la cocina “como ella estaba acostumbrada”.

Una noche, Aurelio bajó a tomar agua y encontró al suegro en calzoncillos, revisando la nevera.

—Ah, don Aurelio —dijo el hombre, sin pudor—. Faltan embutidos y queso, ¿eh? Mañana podríamos ir al supermercado, pero que pague Esteban, que gana bien.

Aurelio apretó la mandíbula.

—En esta casa nunca ha faltado comida —respondió—. Pero tampoco respeto.

Se fue a dormir con una sensación amarga. La casa, su casa, empezaba a parecer un hotel barato donde todo el mundo decidía sin consultarle. Y Esteban, absorbido por el trabajo, llegaba tarde, agotado, sin ver el cuadro completo.


Cuando la empresa de Esteban le ofreció ir al extranjero, todo se aceleró.

—Papá, es una gran oportunidad —dijo Esteban una noche, sobre la mesa del comedor—. Serán unos meses en otro país, bien pagados. Pero… me tengo que ir solo al principio. Luego, si todo sale bien, vemos cómo hacemos con Patricia.

Patricia frunció los labios.

—¿Y yo qué, Esteban? —protestó—. ¿Me vas a dejar aquí botada como una planta?

—No estás “botada”, Patricia. Estás en la casa de mi padre, donde siempre te han tratado bien.

Ella guardó silencio, pero su mirada calculadora se desvió hacia el techo, como si ya estuviera pensando otra cosa.

Las semanas siguientes, Esteban se fue organizando. Patricia pasó de la tristeza a una extraña euforia. Llamadas misteriosas, visitas a escondidas con sus padres, conversaciones en voz baja que se cortaban cuando Aurelio entraba en la habitación.

Un día, mientras se preparaba el café, Aurelio alcanzó a escucharla hablar por teléfono en el pasillo:

—Sí, mamá… si él se va, es el momento perfecto. El viejo no se entera de nada. Con un médico que firme lo que yo diga, se puede declarar que ya no está en condiciones… —hizo una pausa—. No, todavía no, pero estamos avanzando. Tú confía.

Aurelio sintió un escalofrío. No escuchó todo, pero escuchó suficiente. Cerró la puerta de la cocina en silencio, con el corazón golpeándole el pecho. Esa noche casi no durmió.

Al día siguiente, sacó de un cajón una libreta donde guardaba teléfonos importantes y marcó un número que hacía años no usaba.

—¿Doctor Salinas? Habla Aurelio Mendoza. Necesito verlo. Y también necesitaré un abogado de confianza.


La siguiente escena clave no fue en su casa, sino en la oficina de su abogado, un hombre de mediana edad llamado Benítez, que lo recibió con un apretón de manos firme.

—Así que su nuera quiere adelantar la herencia —resumió el abogado, tras escuchar la historia—. Esto no es nuevo, don Aurelio. Pasa más de lo que se imagina. Lo importante es que usted sepa que la ley está de su lado. ¿La propiedad está a su nombre, verdad?

—Completamente —respondió Aurelio—. Escritura, pagos de impuestos, todo.

—Perfecto. Vamos a blindarlo. Necesito que firme unas declaraciones juradas. Dejaremos constancia de que nadie tiene autorización para cambiar cerraduras, ni para tomar posesión de la vivienda. Y también una instrucción expresa: si pasa algo raro, que la policía actúe de inmediato.

Mientras Aurelio firmaba, el abogado añadió:

—Y otra cosa. No descarte que intenten presionarlo emocionalmente, o hacerle firmar papeles “inocentes”. De ahora en adelante, no firme ni un recibo sin preguntarme primero.

—No se preocupe —dijo Aurelio, con la voz más firme de lo que se sentía—. No pienso dejar que me arrinconen en mi propia casa.

Salió de la oficina con una carpeta de documentos y una determinación nueva. Si venía una guerra, no iba a ser él quien se presentara desarmado.


El plan de Patricia se hizo evidente el día en que Esteban ya estaba en el extranjero. Por la mañana, ella llegó a la mesa con una sonrisa exageradamente amable.

—Don Aurelio, he estado investigando —empezó—. Usted está muy solo aquí, y esta casa es grande, fría… No es bueno para alguien de su edad. Yo creo que deberíamos pensar en su bienestar.

—¿Mi bienestar? —repitió Aurelio, observándola con calma.

—Sí —continuó ella—. Hay una residencia geriátrica excelente. Fui a verla. Tiene actividades, médicos, enfermeras. Usted estaría cuidado las 24 horas. Nosotros, mientras tanto, podríamos quedarnos aquí, cuidando la casa, como guardianes. Así usted no se preocupa por nada.

—¿Y quién dijo que quiero irme de mi casa? —replicó él, sin rodeos.

Patricia suspiró, teatral.

—Usted no lo ve, pero está muy mayor. Subir escaleras, cocinar, limpiar… Es peligroso. No quiero que un día se caiga y nadie lo encuentre.

—Me he levantado solo toda mi vida —dijo Aurelio—. Y si un día me caigo, ya me levantaré. No necesito que me saquen de mi casa con la excusa de cuidarme.

Ella cambió de estrategia.

—No se lo tome así. De hecho, ya pedí una cita para que vayamos a conocer la residencia. Hoy mismo podríamos ir a hacer unos trámites preliminares. Sólo para tener todo listo. Usted no tiene que decidir nada todavía.

La palabra “trámites” sonó a trampa, pero Aurelio fingió pensarlo.

—Está bien —dijo, después de una pausa calculada—. Vamos a ver esa residencia.

Los ojos de Patricia brillaron apenas un segundo. Lo suficiente como para confirmar todas sus sospechas.


Ese día, Aurelio salió con ella temprano, elegante, con una chaqueta que casi nunca usaba. Llegaron a la residencia, donde una recepcionista muy amable les explicó los servicios. El lugar no era terrible, pero tampoco era un hogar. Olía a desinfectante y a resignación.

—Aquí tendría compañía, don Aurelio —decía Patricia, sonriendo a todos los ancianos que pasaban en sillas de ruedas—. Mire qué bonito.

Aurelio asentía, pero por dentro contaba los minutos. Había dejado algo mucho más importante preparado: antes de salir, se había asegurado de que sus documentos estuvieran a mano… y había avisado a su abogado que estuviera atento. Además, no se había ido muy lejos.

Al cabo de un rato, fingió cansancio.

—Creo que es suficiente por hoy —dijo—. Estoy algo mareado. ¿Te molesta si me quedo un rato en el café de la esquina? Tú termina los papeles que quieras ver.

—Sí, sí, descanse —respondió Patricia, casi impaciente—. Yo arreglo lo administrativo. No se preocupe.

Se dieron la mano y se separaron. Patricia creyó que Aurelio iría a sentarse a pensar en lo “conveniente” de la residencia. Pero él hizo exactamente lo que tenía planeado: caminó unas calles, dobló la esquina… y se sentó en un café desde donde se veía, a lo lejos, la entrada de su propia casa.

Pidió un café cortado y se acomodó junto a la ventana. El reloj marcaba las once de la mañana cuando vio llegar al primer invitado inesperado: un cerrajero con la caja de herramientas al hombro.

“Aquí empieza”, pensó Aurelio, con el pulso acelerado.

Detrás del cerrajero apareció un camión de mudanza. Bajaron muebles, cajas, un colchón envuelto en plástico. Poco después, vio a los padres de Patricia dando órdenes como si fueran los nuevos dueños.

—Más a la derecha ese sofá —gritaba la madre de Patricia—. Esa vitrina de Aurelio la pones en el garaje. No combina con nada.

Aurelio apretó la taza con tanta fuerza que casi la rompió. De pronto, el celular vibró. Era un mensaje del abogado: “¿Todo en orden?”.

Él respondió: “Empieza la usurpación. Tenga listos los papeles. Llamaré a la policía”.

Esperó. Dejó que trabajaran, que montaran su teatro. A las dos de la tarde, se levantó, pagó el café y caminó de vuelta a su casa, con paso lento pero decidido.


Cuando llegó a la puerta, encontró la cerradura cambiada. Introdujo su llave vieja por pura formalidad: no entró. Tocó el timbre. Abrió el padre de Patricia, con una sonrisa que se borró rápidamente al verlo.

—Ah… don Aurelio —dijo, incómodo—. ¿Qué hace aquí? Creí que estaba en la residencia.

—Esta es mi casa —respondió Aurelio, mirándolo a los ojos—. Vengo a entrar a mi casa.

El hombre tragó saliva.

—Bueno, verá… Patricia dijo que… que usted ya no vivía aquí. Que la casa iba a pasar a ser nuestra, por el bien de todos.

—¿Ah, sí? —Aurelio bajó la voz—. ¿Y por eso cambiaron la cerradura? ¿Y por eso están metiendo sus muebles?

El suegro se encogió de hombros.

—Es un malentendido, nada más. Patricia lo explica cuando vuelva.

—No hace falta que explique nada —dijo Aurelio, sacando el teléfono—. Ya sé exactamente lo que pasa.

Marcó el número de emergencias con calma, como quien hace una llamada cualquiera.

—Buenas tardes —dijo—. Habla Aurelio Mendoza, propietario de la casa ubicada en… —dio la dirección—. Están intentando usurpar mi vivienda. Cerradura cambiada, muebles ajenos dentro y yo, dueño legítimo, impedido de entrar. Tengo escrituras y documentos notariales en mi poder. Necesito una patrulla ahora mismo.

El suegro palideció. Desde adentro se escuchaban voces: la madre de Patricia dando órdenes, el cerrajero guardando sus cosas, la televisión ya encendida.

A los pocos minutos, llegó la policía.


—¿Quién es el propietario de la casa? —preguntó la oficial, seria, con una libreta en la mano.

—Yo —respondió Aurelio, entregando la carpeta con las escrituras—. Aquí están los documentos. A mi nombre, desde hace décadas. Pago los impuestos. Nadie tiene autorización para cambiar las cerraduras ni para vivir aquí sin mi consentimiento.

La oficial revisó los papeles con cuidado. Luego se volvió hacia el suegro y la suegra, que asomaban por la puerta, nerviosos.

—¿Ustedes quiénes son? —preguntó.

—Somos los padres de Patricia —respondió la suegra—. Ella nos dijo que…

En ese momento, apareció Patricia por el pasillo, con las llaves nuevas en la mano. Se quedó helada al ver la patrulla frente a la casa y a Aurelio con la policía.

—¿Qué está pasando? —preguntó, con la voz aguda—. ¿Por qué llamaron a la policía?

Aurelio la miró sin titubear.

—Porque intentaste robarme la casa, Patricia. Porque cambiaste la cerradura mientras yo estaba fuera. Porque metiste a tus padres como si fueran los dueños. Porque me querías mandar a una residencia y quedarte aquí, como si yo estuviera de más.

—¡Eso no es así! —gritó ella—. Lo hice por su bienestar. ¡Usted no puede vivir solo! ¡No está en condiciones! Está confundido, no entiende… ¡No sabe lo que firma, no sabe lo que dice!

La oficial alzó una mano, cortante.

—Señora, cálmese. Los documentos son claros. El señor Aurelio es el propietario. Lo que han hecho ustedes se considera usurpación en curso. Se cambió la cerradura sin autorización del dueño, se introdujeron muebles ajenos y se impidió su ingreso.

—Pero yo soy la nuera —insistió Patricia—. Es familia. Mi marido va a heredar esta casa. Sólo estoy…

—La herencia se ve cuando el dueño fallece —interrumpió la oficial—. Mientras tanto, la casa es de quien figura en los papeles. Y, por lo que veo, no hay ninguna cesión, ni ningún contrato, ni nada que los autorice a quedarse aquí.

Se hizo un silencio pesado. La madre de Patricia empezó a llorar en voz baja. El padre miraba al suelo. El cerrajero se desentendió, guardando las herramientas.

—Escúchenme bien —añadió la oficial—. Tienen treinta minutos para sacar sus pertenencias de esta casa. Después de eso, si siguen aquí, quedarán detenidos por usurpación.

Los treinta minutos fueron una escena de caos: cajas que salían, muebles que entraban y salían del camión, la madre de Patricia murmurando insultos entre lágrimas, el padre sudando mientras cargaba cosas, Patricia hablando por teléfono histéricamente con Esteban.

—¡No puedo creer que estés de su lado! —se escuchaba que gritaba—. ¡Es tu padre, sí, pero yo soy tu esposa! ¡Lo hice por nosotros!

Aurelio observó todo desde la vereda, con la carpeta en la mano. No sentía satisfacción, sino una mezcla amarga de decepción y alivio. Cuando terminaron, el cerrajero volvió a colocar la cerradura original, bajo la supervisión de la policía.

Antes de que se fuera la patrulla, Aurelio añadió algo que tomó a Patricia por sorpresa:

—Quiero dejar constancia de que voy a presentar cargos penales por usurpación agravada y coacción. No quiero que, en el futuro, alguien diga que esto fue un simple malentendido.

La oficial asintió y tomó nota. Patricia, enrojecida, lo miró con odio.

—Nunca se lo va a perdonar Esteban —escupió—. Está destruyendo a su propia familia.

Aurelio la sostuvo con la mirada.

—Yo no destruí nada —dijo, tranquilo—. Sólo puse límites.


Desde ese día, la relación con Esteban cambió para siempre. El hijo, desde el extranjero, llamó desesperado.

—Papá, ¿cómo pudiste llamar a la policía? —reprochó—. ¿No podías haber hablado con Patricia primero?

—Hablé con ella muchas veces —contestó Aurelio—. El día que me cambian la cerradura y meten muebles sin mi permiso, no es día de hablar: es día de actuar.

—Ella dice que fue un malentendido, que lo hizo pensando en su bienestar…

—Un malentendido es equivocarse de calle —lo interrumpió—. Esto fue un plan. La residencia, el cerrajero, tus suegros… Todo organizado. Llámalo por su nombre.

Hubo un silencio denso al otro lado de la línea.

—¿Entonces no la vas a perdonar? —preguntó Esteban, con voz más baja.

—Perdonar no es lo mismo que confiar —respondió Aurelio—. Yo puedo no guardar rencor, pero jamás volveré a darle las llaves de mi casa. Y te lo digo con todo el amor del mundo: mientras ella viva contigo, aquí no vuelve a vivir.

Con el tiempo, Esteban regresó del extranjero, se mudó con Patricia a un departamento alquilado y tuvieron una hija. Las dificultades económicas llegaron pronto: alquiler, gastos, la niña pequeña, el trabajo inestable de Patricia. De vez en cuando, Esteban visitaba a su padre, solo, con cara cansada.

—Ella no deja de decir que tú la odias —confesó una tarde.

—No la odio —replicó Aurelio—. Simplemente aprendí quién es. Y puse una puerta de por medio.


Los años pasaron. Patricia intentó muchas veces volver a entrar en la vida —y en la casa— de Aurelio, usando cualquier arma que tuviera a mano.

Primero, el chantaje emocional.

—Don Aurelio —le decía por teléfono—, la niña se merece una familia unida. ¿De verdad quiere que crezca viendo este resentimiento?

Luego, la apariencia de arrepentimiento.

—Le escribí una carta, papá —dijo Esteban—. De parte de Patricia. Dice que está arrepentida, que fue un mal momento.

La carta llegó con palabras dulces, con frases subrayadas, con promesas de cambio. Pero Aurelio había aprendido a leer detrás de las palabras. A los pocos días, Patricia sugería, “casualmente”, que el cumpleaños de la niña podría celebrarse en la casa del abuelo “porque hay más espacio” y “sería simbólico”.

Incluso usó a la niña como mensajera.

—Abuelito —decía la pequeña, con ojos grandes—, mamá dice que le gustaría mucho venir a tu casa, pero que tú no la quieres.

Aurelio se agachaba para estar a su altura.

—Yo quiero verte a ti, mi amor —le respondía—. Y esta casa también es un poco tuya, mientras yo viva. Pero hay reglas. Y una de esas reglas es que tu mamá y yo nos veamos afuera, no aquí dentro. No es culpa tuya, ¿entendido?

La niña asentía sin entender del todo, pero con el tiempo fue aceptando que la casa del abuelo era “territorio neutral”, donde su madre no entraba.

Patricia llegó incluso a falsificar información escolar, poniendo la dirección de Aurelio como si todos vivieran juntos. Un día, el abuelo recibió una carta del colegio donde decían “Apreciado apoderado residente en…” con su dirección. Molesto, fue a hablar.

—Señor —le explicó la secretaria—, esta dirección la proporcionó la madre. Dice que usted vive con ellos.

Aurelio pidió corregirlo en el acto. Salió del colegio con una mezcla de indignación y cansancio, pero también con la convicción de que no podía bajar la guardia ni un milímetro.

Cada vez, marcó límites claros. Estaba dispuesto a no vivir con rencor, pero no a olvidar lo que había sucedido ni a abrir la puerta a que se repitiera.


Con los años, las cosas cambiaron. Patricia consiguió un buen trabajo, el dinero empezó a entrar con más regularidad y, poco a poco, las maniobras y los intentos de manipulación se aplacaron. Tal vez porque ya no necesitaba la casa de Aurelio como salvavidas, tal vez porque se cansó de chocar contra un muro.

La familia se reordenó de una forma extraña, pero funcional. Esteban siguió visitando a su padre, aunque ya no insistía tanto en una “reconciliación total”.

—Acepto que ustedes dos no se van a llevar bien —admitió un día, con resignación—. Lo único que pido es que la niña no pague por esto.

Aurelio asintió.

—Por eso la veo todos los sábados —respondió—. Ella no tiene culpa de nada. Que tenga un abuelo presente, aunque los adultos hayamos cometido errores.

La niña creció sabiendo que el sábado era “el día del abuelo”. Llegaba a la casa corriendo, se tiraba en el jardín, ayudaba a Aurelio a regar las plantas, hacían tareas juntos en la mesa del comedor. A veces hablaba de su madre, de los problemas en el departamento alquilado, de lo que escuchaba sin querer.

—Mamá dice que tú eres muy terco —comentó una tarde, mientras pintaban.

—Lo soy —admitió Aurelio, riendo—. Pero gracias a esa terquedad sigo viviendo aquí.

—¿Por qué mamá nunca entra a tu casa? —preguntó la niña, mirándolo con curiosidad.

Aurelio dejó el pincel y la miró con cariño.

—Porque hace muchos años, quiso quedarse con algo que no era suyo —explicó—. Y cuando alguien hace eso, uno puede perdonarlo, pero tiene que poner límites. Yo la perdoné en mi corazón, pero decidí que mi casa no era un lugar seguro para ella. Eso no quiere decir que tú no seas bienvenida. Tú siempre tendrás una silla en mi mesa.

La niña sonrió y siguió pintando.


Aquella tarde de invierno, a sus 79 años, Aurelio volvió a guardar los documentos en la carpeta y la cerró con cuidado. Escuchó un golpecito en la puerta del jardín.

—¡Abuelooo! —la voz de su nieta llenó la casa—. ¡Soy yo!

Aurelio abrió y la recibió con un abrazo. Detrás de ella, en la vereda, Esteban levantó la mano en señal de saludo. Patricia se quedó unos pasos más atrás, sin cruzar la línea invisible que marcaba la propiedad. La miró un segundo, sin odio, sin rencor, pero con la convicción intacta.

La niña corrió hacia el interior, lista para otra tarde de juegos.

—¿Sabes, abuelito? —dijo ella, mientras dejaba la mochila sobre la silla—. En el colegio nos preguntaron qué cosa es “la casa” para nosotros. Algunos dijeron “lugar donde duermo”, otros “donde está mi familia”. Yo dije: “La casa es donde uno se siente protegido”.

Aurelio sonrió, con los ojos brillantes.

—Entonces contestaste mejor que todos —respondió.

Mientras la niña jugaba, él pensó en todo lo que había pasado: el cerrajero, la patrulla, los gritos de Patricia, la traición disfrazada de preocupación, las cartas manipuladoras… y, sobre todo, la firmeza que había tenido aquel día en la vereda, frente a la policía.

No se arrepentía.

“Defender mis derechos no rompió mi familia”, pensó. “La reorganizó con límites sanos”.

Si algo había aprendido, era esto: los documentos legales pesan más que las lágrimas interesadas, más que las promesas vacías, más que el chantaje emocional. Y que incluso frente a la familia, o quizá especialmente frente a la familia, a veces hay que saber decir:

—Hasta aquí.

Se asomó a la ventana y miró su casa, su jardín, su vida. Todavía estaban en su lugar. Y eso, se dijo, valía cada firma, cada llamada, cada “no” que tuvo que decir.

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