Parí cuatro hijos y, en vez de flores, mi marido llegó con papeles de divorcio
Sofía Mendoza siempre había pensado que el día más feliz de su vida sería el nacimiento de su primer hijo. Jamás imaginó que serían cuatro. Mucho menos que, el mismo día que llegaran al mundo, su matrimonio se rompería como un vaso contra el piso.
Durante el embarazo, todo parecía un sueño. Ella y Diego vivían en un pequeño pero acogedor departamento en Ciudad de México. Habían peleado, como cualquier pareja, pero cuando el médico les anunció en la ecografía que no venía un bebé, sino cuatro, Sofía recordó ver a Diego llevarse las manos a la cabeza, reír nervioso y luego abrazarla con fuerza.
—Cuatro, Sofi… —susurró él ese día, con los ojos brillosos—. Pues ni modo, haremos un equipo de futbol sala.
Se pasaron noches eligiendo nombres, riéndose de lo absurdo de la situación, imaginando cunas alineadas una junto a la otra. Él prometía trabajar el doble, ella hacía listas, presupuestos, planes. Nadie habría dicho que detrás de esas sonrisas había algo roto que ella aún no veía.
El día del parto, el hospital olía a desinfectante y esperanza. Después de doce horas de trabajo de parto, del cansancio que le rompía hasta el aliento, Sofía por fin los tuvo a todos en brazos. Cuatro diminutos milagros, cada uno envuelto en una cobija de color distinto: rojo, azul, amarillo y verde. La enfermera había elegido los colores “para que no se me confundan, mi señora”, había bromeado.
Sofía no podía dejar de mirarlos. El de la cobija azul fruncía el ceño exactamente como Diego cuando algo no le gustaba. El de la cobija amarilla tenía los ojos abiertos, enormes, curiosos. Los otros dos dormían, ajenos a la tormenta que estaba por desatarse.
La puerta se abrió.
Diego entró, pero algo en él estaba distinto. No traía flores, ni una sonrisa, ni siquiera los ojos húmedos por la emoción. Traía una carpeta en la mano. Su expresión era tensa, fría, como si fuera un extraño que había entrado por error al cuarto.
—¡Diego! —exclamó Sofía, cansada pero radiante—. Mira qué hermosos son…
Le acomodó mejor al bebé de la cobija roja, que lloriqueaba bajito, y señaló con la barbilla al de la cobija azul.
—Este se parece a ti, ¿verdad? —intentó reír.
Diego no se acercó a la cama. Se quedó a dos metros de distancia, apretando los papeles como si le quemaran los dedos.
—Sofía, necesitamos hablar —dijo, con una voz plana, sin un ápice de ternura.
La enfermera que ajustaba los monitores levantó la vista, percibiendo de inmediato la tensión.
—¿Ahora? —Sofía frunció el ceño—. Diego, acabo de parir. Estoy agotada… ven, míralos bien, son tus hijos…
Él respiró hondo. Por un segundo, Sofía pensó que tal vez iba a llorar, a disculparse por estar tan raro… pero lo que salió de su boca fue un cuchillo.
—Son los papeles del divorcio.
El silencio cayó como un golpe. Los pequeños sonidos del monitor cardíaco, el pitido suave de los aparatos y el respirito de los bebés se volvieron ensordecedores.
—¿Qué… qué dijiste? —balbuceó Sofía, con la mente nublada—. Debo estar escuchando mal…
Diego avanzó un paso, dejó la carpeta sobre la mesita de noche y la empujó hacia ella con la punta de los dedos, como si le perteneciera a otra vida.
—No puedo seguir casado contigo —repitió, evitando mirar a los bebés—. Ya no puedo fingir que esto… que esto es lo que quiero.
Sofía sintió que el corazón se le hundía en el estómago.
—¿Estás bromeando, verdad? —rió, pero su risa quebrada sonó más a sollozo—. Es por el cansancio, no estás pensando claro. Nuestros hijos acaban de nacer, Diego. Hace dos horas.
—Lo pensé mucho —respondió él, con los ojos clavados en la pared—. Desde que supimos que eran cuatro, lo supe. Yo no puedo con esto. Es demasiada responsabilidad, demasiado gasto, demasiada presión. Yo… no nací para esto.
La enfermera dio un paso adelante.
—Señor, quizá este no sea el mejor momento para hablar de…
—No hay mejor momento —la interrumpió Diego, irritado—. Si no lo digo ahora, no lo digo nunca. Y necesito ser honesto.
Los bebés empezaron a moverse inquietos. Como si sintieran el temblor del alma de su madre.
—Diego —susurró Sofía, las lágrimas ya cayendo sobre las cobijas de colores—. Tú estabas feliz… elegiste los nombres conmigo… me dijiste que íbamos a poder… que éramos un equipo…
—Intenté convencerme —admitió él, apretando la mandíbula—. Pero es mentira. Vendrán noches sin dormir, gastos que no podemos pagar, problemas… Yo no quiero esa vida.
—¿Y qué hay de mí? —la voz de Sofía se rompió—. ¿Qué hay de ellos? —miró a los cuatro bebés—. ¿Simplemente te vas?
Diego tragó saliva.
—Lo siento.
Dejó los papeles allí, se dio la vuelta y avanzó hacia la puerta.
—¡Diego, espera! —gritó Sofía, incorporándose como pudo, ignorando el dolor en el vientre y la espalda—. ¡No puedes dejarme así! ¡Te necesito! ¡Ellos necesitan a su padre!
Pero la puerta se cerró detrás de él sin que mirara atrás.
La enfermera corrió a sostener a Sofía, que temblaba.
—Doña Sofía, por favor, tiene que tranquilizarse —murmuró, aunque su propia voz vibraba de rabia—. Los bebés sienten todo lo que usted siente.
Sofía abrazó a sus hijos contra el pecho, como si así pudiera protegerlos de un mundo que, de pronto, se había vuelto hostil.
Unos minutos después, el doctor Javier entró al cuarto, extrañado por el alboroto.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó, al ver a su paciente llorando desconsolada.
La enfermera lo miró con furia contenida.
—Su esposo acaba de pedirle el divorcio, doctor. Aquí mismo. Le trajo los papeles… ahora.
El médico parpadeó, incrédulo.
—En treinta años como ginecólogo, nunca había visto algo así —murmuró, con genuino horror—. Sofía, vamos a asegurarnos de que usted esté bien. Lo demás… lo hablaremos luego, ¿de acuerdo?
Ella solamente asintió, incapaz de articular palabra.
Dos horas más tarde, la puerta del cuarto se abrió de golpe. Era doña Dolores, la madre de Diego. Entró casi corriendo, con los ojos rojos, el cabello recogido a la prisa y la bolsa colgando de un brazo.
—Sofía, hija mía… —su voz se quebró al verla—. Me enteré de lo que hizo mi hijo… estoy… estoy avergonzada.
Se acercó a la cama y, al ver a los cuatro bebés, se llevó la mano a la boca.
—Son… tan hermosos… —susurró, con lágrimas cayéndole por las mejillas—. Y mi hijo… mi hijo es un cobarde.
Sofía la miró, desconcertada, con el rostro hinchado de llorar.
—Doña Dolores… yo no entiendo nada. Él parecía feliz con el embarazo… hablaba de cunas, de nombres, de… —sollozó—. ¿Qué hice mal?
—No hiciste nada —la interrumpió la mujer, con firmeza—. Él es el que está completamente fuera de sí.
Se sentó al borde de la cama y tomó la mano de Sofía.
—Hace una hora me llamó —confesó, mirando al piso—. Dijo que ya no viviría en Ciudad de México. Que… que vendió la casa.
Sofía sintió como si alguien le hubiera arrancado el aire de un golpe.
—¿Vendió… nuestra casa? —repitió, incrédula.
—El dinero está en una cuenta a la que tú no tienes acceso —continuó Dolores, apretando la mandíbula—. Dice que se muda hoy mismo a Monterrey. Que “necesita empezar de cero”.
Sofía miró a sus bebés, que dormían tranquilos. Le temblaron las manos.
—¿Por qué? —preguntó, casi sin voz—. ¿Por qué haría algo así? ¿Qué le pasó?
—Gabriela… —murmuró doña Dolores—. Gabriela me dijo que Diego ha estado recibiendo llamadas extrañas desde hace semanas.
—¿Qué tipo de llamadas? —Sofía se aferró a cualquier explicación, como a un salvavidas.
—Ella no sabe —admitió—. Solo que cada vez que sonaba el teléfono, él salía de la habitación, se ponía nervioso, hablaba en voz baja. Y desde que supo que eran cuatro bebés… cambió. Se volvió más frío, más ausente.
En ese momento, se escucharon unos pasos apresurados en el pasillo. Gabriela apareció en la puerta. Era la hermana de Diego y había sido madrina del matrimonio. Entró con el rostro tenso, una mezcla de enojo y tristeza.
—Sofi… —susurró, acercándose—. Intenté hablar con mi hermano, pero está empecinado.
Besó la frente sudorosa de su cuñada.
—Gabriela… —Sofía la miró, suplicante—. Tu mamá mencionó unas llamadas. ¿Sabes qué le pasa? ¿Con quién habla? ¿Por qué está haciendo esto?
Gabriela respiró hondo.
—No quería decirte esto ahora, pero ya no tiene sentido ocultarlo —admitió—. Desde el quinto mes de tu embarazo, consultó abogados. Me llamó el mes pasado para preguntarme sobre el divorcio, sobre reparto de bienes… sobre cómo podía “irse sin que lo aplastaran con la manutención”.
El silencio se hizo pesado. Hasta los bebés parecían dormir más quietos.
—¿Desde el quinto mes…? —Sofía sintió náuseas—. ¿Y nunca me dijo nada?
—Yo le grité —confesó Gabriela, con los ojos llenos de lágrimas—. Le dije que era un desalmado, que tú estabas arriesgando la vida por sus hijos. Pero él… él solo hablaba de números, de “no quiero ser esclavo de cuatro niños”, de “no voy a sacrificar mi vida”.
Doña Dolores negó con la cabeza.
—No reconozco al hijo que crié —murmuró—. Algo más hay detrás.
—Hay más —asintió Gabriela—. Lo de las llamadas. Sofi, creo que Diego tiene otra mujer.
El corazón de Sofía dio un vuelco.
—No… —susurró—. No… él no sería capaz…
—Lo vi una vez —admitió Gabriela, bajando la mirada—. Hace dos meses. Estaba en un café, en la Roma. Iba pasando y lo vi tomados de la mano. Él y una mujer rubia, más joven. Cuando me vio, me dijo que era una compañera de trabajo, pero… —lo dijo con amargura—. Nadie mira a una “compañera de trabajo” así.
Sofía sintió que el mundo giraba. Traición, abandono, miedo… todo se mezclaba en un torbellino.
—Así que… —rió nerviosa, con los ojos desbordados—. Me deja el día que nacen sus cuatro hijos… vende la casa… se va con otra… y encima me trae los papeles al hospital.
—Hija, yo estaré contigo —apresuró doña Dolores—. No pienso darle la espalda a mis nietos. Si él se fue, que se vaya solo.
Gabriela apretó la mano de Sofía.
—Yo también —añadió—. Vamos a encontrar un abogado. No puede salirse con la suya así de fácil.
En ese momento, uno de los bebés comenzó a llorar. Sofía lo arrulló, limpiándose las lágrimas con la manga de la bata.
—Tranquilo, mi amor… —susurró—. Aunque tu padre haya huido, yo no lo haré. Se los prometo.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones, dolores físicos y trámites. Mientras aprendía a amamantar a cuatro bebés con la ayuda de las enfermeras, también recibía llamadas de un abogado recomendado por el doctor Javier, mensajes de Gabriela con información sobre la venta de la casa, y visitas de doña Dolores llevándole comida y ropita para los pequeños.
Una tarde, mientras acomodaba a los niños en la cunita del hospital, su teléfono vibró. Era un número desconocido.
—¿Bueno? —contestó, agotada.
—Sofía… —la voz de Diego sonó al otro lado de la línea, lejana—. Ya estoy en Monterrey.
—Qué rápido corres cuando se trata de huir —respondió ella, con una calma que la sorprendió.
Hubo un silencio incómodo.
—No llames para decir estupideces, Diego. Si tienes algo que decir, dilo.
—Solo quería… saber cómo están los bebés —murmuró él.
—Están bien —respondió ella, con frialdad—. Están vivos. A diferencia de tu vergüenza.
—No seas dramática —bufó él—. No quiero pelear.
—No estoy siendo dramática —contraatacó—. Dramático es traerme papeles de divorcio dos horas después del parto. Dramático es vender nuestra casa sin avisarme. Dramático es desaparecerte y enterarme por tu madre que quizás tienes otra mujer.
Esa acusación lo hizo tartamudear.
—Eso no… no tiene nada que ver…
—Tiene todo que ver —lo cortó—. Porque mientras yo vomitaba cada mañana, tú tenías tiempo para cafés románticos. Mira, Diego, estoy cansada, adolorida y con cuatro bebés. No tengo energía para tus excusas. Nos veremos en el juzgado.
—¿Vas a ponerme una demanda? —su tono se endureció.
—Voy a proteger a mis hijos —corrigió ella—. Y voy a asegurarme de que no huyas de tus responsabilidades. Por mucho que te creas libre, eres padre de cuatro personas.
Colgó sin esperar respuesta. Y por primera vez desde que todo empezó, sintió un destello de fuerza.
Los meses siguientes fueron durísimos. Sofía volvió a casa… o mejor dicho, al pequeño departamento de doña Dolores, porque su antigua casa ya no existía para ella. Le tocó aprender a dormir en bloques de veinte minutos, a cambiar pañales con los ojos cerrados, a preparar cuatro biberones al mismo tiempo.
Pero no estaba sola.
Doña Dolores se levantaba a las tres de la mañana para ayudarla con las tomas.
—Yo ya crié a uno, puedo ayudar con cuatro —bromeaba, aunque el dolor por su hijo la carcomía.
Gabriela llegaba los fines de semana con bolsas de pañales, ropa usada de amigas, fórmulas de leche en promoción.
—No pienso dejar que mi hermano se lave las manos —decía, cada vez más furiosa con Diego—. Si tengo que declararme en su contra, lo haré.
El doctor Javier pasaba a ver a los bebés en sus chequeos, siempre con una sonrisa y una frase de aliento.
—Tienen a la madre más fuerte que he visto en años —decía—. Y eso vale más que cualquier cobarde que se haya ido.
Mientras tanto, el abogado inició el proceso legal. Resultado de la venta de la casa, cuentas bloqueadas, solicitud de pensión alimenticia. Diego, desde Monterrey, se mostraba cada vez más irritado en las audiencias por videollamada.
—No tengo dinero para tanto —protestaba—. También tengo una vida.
—La tuvo —respondía el abogado de Sofía, con calma—. Ahora tiene cuatro hijos. Y eso no desaparece por mudarse de ciudad.
Un día, en una de esas audiencias, Sofía lo vio por la pantalla de la computadora del bufete. Estaba más flaco, ojeroso. Y detrás de él, apenas, se veía el reflejo de una figura femenina pasando.
—Diego, ¿ella sabe que abandonaste a tus cuatro hijos el día que nacieron? —preguntó Sofía, sin poder contenerse.
Él miró hacia atrás, molesto.
—No metas a otras personas en esto —gruñó.
—Las metiste tú —respondió ella, con una media sonrisa triste.
Pasaron tres años.
Los cuatrillizos correteaban por el pequeño departamento de doña Dolores como cuatro tornados: uno chocaba contra la mesa, otro intentaba subirse al sofá, el tercero se aferraba a la pierna de Sofía y el cuarto arrastraba un peluche por el piso.
Sofía había conseguido trabajo desde casa, haciendo diseño gráfico y edición para una pequeña empresa de publicidad. Las ojeras seguían ahí, pero ahora se mezclaban con una luz nueva en los ojos. Había aprendido a vivir sin Diego, sin la idea de la familia perfecta, sin el peso de preguntarse “¿qué hice mal?”.
Sabía la respuesta: nada.
Una tarde de lluvia, alguien tocó la puerta. Doña Dolores fue a abrir, con el delantal manchado de harina.
Del otro lado estaba Diego.
Más viejo, más cansado, con el cabello ligeramente despeinado y la camisa arrugada. Por un segundo, a Sofía se le encogió el pecho, pero luego recordó la carpeta en el hospital, la casa vendida, las noches llorando en silencio.
—Hola —dijo él, inseguro.
Los niños se quedaron quietos, curiosos, como si sintieran que esa presencia extraña era importante.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Sofía, secándose las manos con un trapo.
—Vine… a verlos —respondió él, mirando a los pequeños—. Y a hablar contigo.
Doña Dolores cruzó los brazos.
—Tres años tarde, pero bueno —murmuró, sarcástica.
—Mamá, por favor… —pidió Diego.
Sofía lo contempló en silencio unos segundos, luego asintió.
—Tienes cinco minutos. No más.
Se sentaron en la pequeña mesa del comedor, mientras los niños observaban desde el suelo, jugando más tranquilos.
—Me fue mal —empezó Diego, sin rodeos—. El trabajo en Monterrey no resultó. La mujer con la que estaba me dejó. Estoy solo. Y… —la voz se le quebró—. Y no he dejado de pensar en ellos.
Sofía respiró hondo.
—Ellos no saben quién eres —dijo, sin crueldad, solo como un hecho—. Te nombran porque tu abuela les habla de “papá Diego”, pero cuando ven un padre en la calle, preguntan si ese eres tú.
Diego apretó los puños sobre la mesa.
—Lo sé. Y cada vez que pienso en eso me odio un poco más —confesó—. Fui un cobarde. Tenía miedo. Creí que mi vida se había acabado. Y en vez de adaptarme… huí.
—Lo sabíamos —respondió Sofía.
—Quiero… arreglarlo —continuó él—. No sé cómo. No sé si se puede. Pero quiero intentarlo. Quiero estar presente. Ayudar. No vengo a pedirte que volvamos, sé que eso ya no existe. Solo… solo quiero ser su padre, aunque sea tarde.
Sofía lo miró largo rato. Recordó las contracciones, el dolor físico, la soledad helada del cuarto del hospital, las madrugadas con cuatro llantos a la vez, los juicios, las cuentas vacías. Todo. Y también recordó las risas de los niños, las primeras palabras, los abrazos pegajosos, las manos pequeñitas agarrando su dedo.
—Diego —dijo al fin—. El día que nacieron ellos… tú moriste para mí. El hombre del que me enamoré se fue de ese cuarto con una carpeta de divorcio en la mano. Lo que ha quedado de ti es, por decirlo bonito, un extraño.
Él tragó, sintiendo cómo esas palabras le atravesaban.
—Lo sé.
—Si quieres estar en sus vidas, no es a mí a quien tienes que convencer —señaló a los cuatrillizos—. Es a ellos. Tendrás que ganarte su confianza. Tendrás que estar cuando estén enfermos, cuando lloren, cuando quieran jugar y tú estés cansado. Tendrás que demostrar que no eres el mismo cobarde de hace tres años.
Diego asintió, con lágrimas en los ojos.
—Lo haré. Si tú me dejas intentarlo.
Sofía lo pensó un instante más y luego habló con firmeza:
—Te dejaré verlos. Pero con condiciones. Nada de promesas vacías. Nada de desaparecerte. La primera vez que falles, la primera vez que los decepciones, seré yo misma quien te cierre la puerta para siempre. No voy a permitir que vuelvas a romperle el corazón a nadie de esta casa. ¿Estamos claros?
—Clarísimo —dijo él, con la voz rota.
En ese momento, el niño de la cobija azul —ahora con una camiseta del mismo color— se acercó, arrastrando un cochecito de juguete.
—¿Tú eres mi papá? —preguntó, con la inocencia más cruel del mundo.
Diego lo miró, las lágrimas desbordándosele.
—Sí… —susurró—. Soy tu papá.
El niño lo observó un momento, luego extendió el cochecito.
—¿Quieres jugar?
Diego asintió, sin poder hablar.
Sofía los vio alejarse hacia el piso, donde los otros tres pequeños los miraban curiosos. Doña Dolores se acercó a su nuera por detrás y le puso una mano en el hombro.
—Hiciste bien —murmuró.
—No lo hago por él —respondió Sofía—. Lo hago por ellos. Merecen la oportunidad de conocerlo. Y si él vuelve a huir… —su mirada se endureció—. Yo seguiré aquí. Como siempre.
Miró a sus cuatro hijos, ahora alrededor de ese hombre que, por fin, intentaba ser padre. No sabía qué pasaría después, si él aguantaría el peso de la realidad o volvería a romperse. Pero, por primera vez desde aquella cama de hospital, ya no se sentía sola, ni rota, ni culpable.
El día que nacieron sus cuatrillizos, perdió a un marido. Pero ese mismo día, sin saberlo, nació una versión de sí misma que no sabía que existía: una mujer capaz de levantar una familia entera desde las ruinas.
Y esa mujer, Sofía Mendoza, ya no tenía miedo de nada.




