Creí que Era un Cadáver Más, pero al Girar su Cara Reconocí al Hombre Más Buscado de México
Nunca imaginé que, a mis setenta y seis años, mis manos arrugadas iban a sacar del río a un hombre atado, al borde de la muerte. Mucho menos que ese hombre resultaría ser el millonario desaparecido que todo México buscaba y que, por culpa de él —o mejor dicho, por culpa de quienes querían verlo muerto—, mi pequeña cabaña de adobe se convertiría en un campo de batalla.
Aquella madrugada en San Isidro parecía igual que todas.
El amanecer caía lento sobre las sierras de Oaxaca. El cielo todavía era una mezcla indecisa de negro y naranja, y el frío se metía en los huesos como si quisiera quedarse a vivir allí. Me levanté antes de que cantara el primer gallo, como siempre. Mis rodillas tronaron cuando me incorporé del catre, y mis manos, duras y cuarteadas, buscaron a tientas el rebozo.
—Otro día más, Amalia —murmuré—. A ver qué te tiene preparado Dios hoy.
Vivía sola, en una cabaña de adobe con techo de lámina oxidada. La pobreza ya no era una visita ocasional; era una vieja amiga sentada a la mesa, silenciosa, sin dar explicaciones. Desde hacía semanas se hablaba en la radio del “empresario desaparecido”, pero aquí, en San Isidro, las noticias llegaban más como chisme que como realidad. Un tal Esteban Herrera, millonario, dueño de hoteles, constructoras y sabrá Dios qué más, se había desvanecido sin dejar rastro.
Yo escuchaba esos relatos lejanos mientras encendía mi anafre.
—Problemas de ricos —decía, removiendo el café en la olla ennegrecida—. Aquí la gente desaparece y ni la policía se acuerda.
Tomé mi balde de metal y salí rumbo al río. El aire olía a humedad, a leña vieja y a madrugada. El barro frío se metía entre mis dedos descalzos mientras avanzaba. El río murmuraba, como siempre, como si hablara consigo mismo.
—Ni los santos se acuerdan ya de este lugar —dije en voz baja, acercándome a la orilla.
Me incliné despacio para llenar el balde. Fue entonces cuando escuché algo que no encajaba en la rutina del río: el sonido metálico de algo golpeando contra las piedras, seguido de un quejido, un gemido ahogado, casi humano.
Se me aceleró el corazón.
—¿Quién anda ahí? —pregunté, enderezándome y mirando a mi alrededor.
El viento sopló, arrastrando una lata vieja que rodó por el suelo. Podría haber sido solo eso. Podría haber sido un perro, o una rama, o mi imaginación cansada. Pero entonces lo escuché otra vez: un sonido ahogado, como si alguien intentara respirar bajo el agua.
De pronto lo vi.
La corriente arrastraba un bulto oscuro, irregular, que se acercaba lentamente a la orilla. El agua resplandecía con los primeros destellos del amanecer, y por un instante, todo pareció ir más despacio. El bulto se giró, y entonces distinguí una forma humana.
Un hombre. Atado con cuerdas gruesas. Inmóvil.
—Madre santísima… —susurré, sintiendo cómo el frío ya no venía solo del agua.
“El río nunca devuelve lo que se traga”, decía mi abuela. Pero aquel día, el río lo estaba devolviendo. Y yo estaba allí, sola, con mis setenta y seis años y mis huesos cansados, mirando cómo un cuerpo luchaba entre la vida y la muerte.
No lo pensé dos veces.
—No puedo permitir que el río se lleve otra alma —dije, como si alguien me estuviera escuchando.
Dejé caer el balde, me agarré el rebozo a la cintura y me lancé al agua.
El frío fue como un golpe. El río me mordió la piel con furia, como si quisiera echarme de inmediato. La corriente me empujó hacia atrás, haciéndome tambalear. Pero clavé los pies en el fondo lodoso y avancé, con las piernas temblando como ramas al viento.
—¡Resista! —grité, aunque sabía que él no podía oírme.
Cada paso era una pelea. El agua me llegaba al pecho, luego al cuello. El río rugía en mis oídos. Una piedra resbaladiza casi me hace caer de cara, pero seguí adelante, aferrándome a mi propio coraje.
Cuando por fin alcancé el cuerpo, lo tomé por los hombros. Estaba pesado, frío, como un costal mojado. Las cuerdas le apretaban los brazos y el torso.
—No te me vas a ir —gruñí—. No después de tanto esfuerzo.
Tiré de él con las manos entumecidas. La corriente se burlaba de mí, jalándolo hacia el centro. Sentí cómo me ardían los músculos, cómo la espalda me dolía como nunca.
—¡Si el río te quiere, que me lleve a mí también! —grité, clavando los pies en el lodo.
Con un último esfuerzo, logré moverlo unos centímetros. El cuerpo golpeó una piedra, y aproveché ese pequeño impulso para arrastrarlo hacia la orilla. Paso a paso, jadeo tras jadeo, hasta que mis pies tocaron tierra firme.
Caí de rodillas, empapada, temblando de frío, con el corazón desbocado.
El hombre estaba pálido, cubierto de barro, con la ropa hecha trizas. Tenía marcas moradas en el cuello, y los labios amoratados. Me acerqué y, con dedos temblorosos, busqué el pulso en su cuello.
Nada. Casi nada… y de pronto, un golpecito débil, como un susurro.
—Mientras ese corazón siga latiendo —murmuré—, no permitiré que se apague.
Me arrodillé junto a él y empecé a presionar su pecho. Mis manos, acostumbradas a lavar ropa ajena, se movían torpes pero decididas. Acerqué mi boca a la suya y soplé aire, rogando que algo, lo que fuera, respondiera.
—Vamos, hijo —dije, sin saber quién era—. No te me mueras aquí. No después de todo lo que me costó sacarte.
Una, dos, tres presiones. Otro soplo. Nada. Y entonces, un sonido mínimo, un quejido.
El hombre tosió. Un chorro de agua lodosa salió de su boca. Sus dedos se movieron apenas.
—Eso es… eso es —balbuceé, con lágrimas mezclándose con el agua de río en mi cara—. ¡Respira, carajo!
Sus párpados temblaron. No llegó a abrir los ojos, pero el pecho subió y bajó con dificultad.
—Tengo que pedir ayuda —dije, mirando hacia el pueblo.
Grité con toda la fuerza de mis pulmones.
—¡Ramón! ¡Lupita! ¡Alguien, vengan al río!
El eco de mi voz se perdió entre las colinas, pero a los pocos minutos vi a Ramón, mi vecino, corriendo colina abajo, con la camisa medio abotonada.
—¡Doña Amalia! ¿Qué pasó? —gritó, acercándose.
—Ayúdame a cargarlo —ordené—. Todavía está vivo.
Ramón se agachó, lo miró y soltó un silbido.
—Parece muerto…
—Dije que está vivo —lo corté—. ¿Me vas a discutir o me vas a ayudar?
Entre los dos lo levantamos como pudimos. Su cuerpo estaba pesado como plomo mojado. Lo llevamos hasta el camino de tierra donde, con suerte, pasaría alguna camioneta.
—Voy a llamar a la patrulla —dijo Ramón, sacando su viejo celular—. O a la ambulancia, si es que se dignan venir.
Una hora después, el río ya solo era un murmullo lejano. El hombre estaba tendido en la camilla improvisada de la pequeña clínica del pueblo. Olía a desinfectante barato y a café recalentado.
Un médico joven, enviado desde el centro de salud de la cabecera municipal, revisó al desconocido con ceño preocupado.
—Milagro que siga respirando —murmuró—. ¿Quién lo sacó del río?
—Yo —respondí, cruzándome de brazos, todavía con la ropa húmeda—. ¿Qué tiene?
El médico me miró, como si no terminara de creerlo.
—Golpes en la cabeza, hipotermia, signos de estrangulamiento… —enumeró—. Y estas marcas… —señaló las muñecas y el pecho—. Lo ataron bien. Querían asegurarse de que no saliera.
Tragué saliva.
—¿Va a vivir?
—Si lo trasladan de inmediato al hospital de Oaxaca, tiene muchas posibilidades —respondió—. Pero alguien va a tener que firmar como responsable.
Antes de que pudiera contestar, la puerta de la clínica se abrió de golpe. Entraron dos policías estatales, sudorosos y con las botas llenas de polvo.
—¿Dónde está el hombre del río? —preguntó uno, con voz autoritaria.
—Aquí —dijo el médico—. ¿Ustedes quiénes son?
El policía sacó una foto arrugada del bolsillo de su chaleco y la comparó con la cara del hombre inconsciente.
Se le desencajó el gesto.
—No puede ser… —susurró.
—¿Qué pasa? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
El policía levantó la vista hacia mí.
—Señora… ¿usted sabe a quién acaba de salvar? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y respeto—. Este hombre es Esteban Herrera. El empresario desaparecido. Lo está buscando medio país desde hace dos semanas.
El mundo se quedó en silencio un instante.
Recordé las voces de la radio. “Desaparecido”. “Recompensa millonaria”. “Nadie sabe si está vivo o muerto”.
—¿Ése? —dije, señalándolo—. Aquí no vino como millonario. Aquí vino como muerto.
La noticia se regó como fuego en pasto seco.
Primero, en el pueblo: “Doña Amalia sacó del río al millonario desaparecido”. Luego, en la radio: “Una anciana de Oaxaca rescata a empresario secuestrado”. Y pronto, en la televisión: mi nombre, mi cara arrugada y mi cabaña de adobe aparecieron en los noticieros nacionales.
Yo nunca tuve televisión en casa. Vi mi propia imagen por primera vez en el escaparate de una tienda en la cabecera municipal, donde todos se agolpaban frente a la pantalla.
—Mira, Amalia, ahí estás —dijo Lupita, dándome un codazo.
En la pantalla, un periodista gritaba:
—¡Increíble! ¡A sus 76 años, esta mujer sacó del río al millonario Esteban Herrera, dado por muerto!
Yo apenas reconocía a la señora mojada, temblando de frío, que mostraban en las imágenes.
—Parezco una gallina desplumada —refunfuñé, cruzando los brazos.
—Parece una heroína —corrigió Lupita, sonriendo.
Días después, cuando ya pensaba que todo eso no era más que ruido lejano, una camioneta negra y reluciente apareció levantando polvo en el camino a mi cabaña. De ella bajaron dos hombres trajeados y una mujer con ropa elegante y tacones que se hundían torpemente en la tierra.
—¿Doña Amalia Torres? —preguntó la mujer.
—La misma —respondí, limpiándome las manos en el delantal—. Si vienen a venderme algo, les aviso que aquí no hay dinero.
—No venimos a eso —dijo uno de los hombres—. Venimos de parte del señor Esteban Herrera. Él quiere verla.
El corazón me dio un brinco.
El hospital en Oaxaca olía a cloro y miedo. Me sentía pequeña caminando por esos pasillos blancos, con mi rebozo deshilachado contrastando con las batas impecables.
Un guardia abrió la puerta de una habitación privada.
—Adelante, doña Amalia.
Allí estaba él. Esteban Herrera. Tenía el rostro marcado por morados amarillentos, un vendaje en la cabeza y los ojos hundidos, pero vivos. Muy vivos.
Cuando me vio, intentó incorporarse.
—Ella es —susurró—. La señora del río.
Me acerqué despacio.
—Yo solo hice lo que tenía que hacer —dije, incómoda—. No acostumbro a dejar que el río se lleve a la gente sin pelear.
Esteban sonrió débilmente.
—Si no fuera por usted, ya estaría muerto —dijo—. No sé cómo agradecerle.
—Agradezca viviendo bien —repliqué—. Y averigüando quién lo quiso muerto.
Su sonrisa se borró. Sus ojos se ensombrecieron. Hizo una seña al guardia, que cerró la puerta desde afuera.
—Usted no entiende, doña Amalia —dijo en voz baja—. Esto no fue un simple secuestro. Fue una traición.
Sentí un escalofrío.
—¿Traición de quién?
Esteban apretó las sábanas con los dedos.
—De mi propia sangre —respondió—. Mi hijo y mi cuñado.
Me lo contó todo, con la voz quebrándose a ratos.
—Me citaron en una de mis casas de descanso, cerca de la carretera —dijo—. Mi hijo, Rodrigo, me dijo que quería hablar de la empresa, de futuros proyectos.
“Papá, tenemos que modernizar todo”, me decía él, orgulloso, ambicioso. Yo lo miraba con cariño, pensando que un día él se quedaría con todo. Jamás imaginé…
—Esa noche —continuó Esteban—, brindamos. Me sirvieron una copa, y ahí se acabó todo. Cuando desperté, estaba en la parte trasera de una camioneta, atado, amordazado. Escuchaba a mi cuñado discutir con Rodrigo.
Imité sus voces en mi mente:
—Asegúrate de que no flote —decía el cuñado—. Si lo encuentran, todo se viene abajo.
—Tranquilo —respondía Rodrigo—. Nadie va a buscar un cadáver en este río de pueblo perdido. Y si lo hacen, ya será demasiado tarde.
Esteban tragó saliva.
—Sentí el impacto cuando me arrojaron —susurró—. El agua me golpeó como un muro. Pensé que era el final. Pero algo… algo me mantuvo vivo. Tal vez su bendito río no quiso tragarme.
Lo miré en silencio, con el corazón encogido.
—Y ahora —pregunté—, ¿ellos creen que usted está muerto?
—Para el mundo, sí. Para ellos… todavía no lo saben —respondió—. La policía no ha filtrado todo. Pero van a enterarse. Y cuando lo hagan, vendrán a terminar el trabajo.
Sus ojos se clavaron en los míos.
—Y usted, doña Amalia… usted vio el vehículo, ¿no es cierto?
Recordé aquella mañana, entre el barro y la neblina, un destello de faros a lo lejos, el ruido de un motor huyendo.
—Vi una camioneta blanca, vieja, con una puerta abollada —admití—. Y… creo que escuché una carcajada. Una risa… joven.
Esteban asintió.
—Su testimonio puede destruir a los que intentaron matarme —dijo—. Pero también puede ponerla en peligro.
Yo lo miré, sin parpadear.
—No he sobrevivido setenta y seis años para vivir con miedo ahora —repliqué—. Usted diga lo que haya que decir, yo no me voy a quedar callada.
No pasó mucho tiempo antes de que el peligro tocara a mi puerta.
La primera señal fue “amable”: un hombre con traje y reloj caro, esperándome en la entrada de mi cabaña.
—Buenas tardes, doña Amalia —dijo, con una sonrisa ensayada—. Vengo de parte de unos… amigos en la ciudad.
—Yo amigos ricos no tengo —respondí, cruzándome de brazos—. Diga lo que viene a decir.
El hombre miró alrededor, como calculando el valor de cada grieta de mi casa.
—Sabemos que usted es una mujer valiente —empezó—. Y respetamos eso. Pero a veces, el valor trae problemas innecesarios. Mis patrones están muy preocupados por usted. Tanta exposición en los medios, tanta… presión de la policía… No es bueno para una anciana vivir bajo tanta tensión, ¿no cree?
—¿Qué propone? —pregunté, sintiendo cómo me ardía la cara.
El hombre sacó un sobre abultado del portafolio y lo colocó sobre la mesa de madera.
—Una cantidad respetable —dijo—. Suficiente para que viva tranquila lo que le resta de vida. Solo tendría que… aclarar algunas cosas en su declaración. Decir, por ejemplo, que en realidad no vio bien la camioneta. Que estaba oscuro. Que puede haberse confundido.
Lo miré en silencio. El sobre parecía latir sobre la mesa.
—Todos tienen un precio, doña Amalia —añadió, inclinándose hacia mí—. Y yo estoy seguro de que ustedes, en el pueblo, lo necesitan más que nadie.
Respiré hondo, recordando cada pan duro, cada noche de frío, cada vez que le pedí a Dios aunque fuera un poquito de alivio.
Luego empujé el sobre de vuelta hacia él.
—Usted se equivoca —dije, mirándolo a los ojos—. Yo no tengo precio. El río casi se lo lleva, y yo casi me voy con él para salvarlo. No fue para que ahora ustedes vengan a comprar mi silencio.
El hombre perdió la sonrisa.
—Piénselo bien —dijo, poniendo el sobre otra vez delante de mí—. Es mucho dinero para una viejita sola.
Le arrojé el sobre a la cara. Los billetes se desparramaron por el suelo de tierra.
—Recoja su basura y lárguese de mi casa —escupí.
Sus ojos se oscurecieron.
—Se va a arrepentir —murmuró, mientras agachaba la mirada para recoger los billetes—. De verdad se va a arrepentir.
Las cosas empeoraron.
Una noche, mientras intentaba dormir, un ruido seco me hizo saltar del catre. Una piedra había roto una de las ventanas. En ella, envuelta en vidrio, había una nota:
“Cállese o se ahogará en su propio río”.
No se lo conté a nadie al día siguiente. No quería que el pueblo entero se llenara de miedo. Pero la policía federal, que ya estaba rondando por la zona, se dio cuenta de que algo pasaba. Un agente de mirada seria, el comandante Leal, vino a verme.
—Señora Amalia —dijo, sentándose frente a mí—. Sabemos que la están amenazando. Necesitamos que confíe en nosotros.
—La confianza no se pide, se gana —repliqué—. Aquí hemos llamado a la policía mil veces y nunca vinieron. Ahora que hay un rico de por medio, sí se aparecen.
El comandante bajó la mirada un instante, como aceptando el golpe.
—Tiene razón —admitió—. Pero esta vez es distinto. Los que intentaron matar al señor Herrera no son cualquier ratero. Tienen dinero, influencia, contactos. Si los dejamos sueltos, no solo usted está en peligro. Lo está todo el que se cruce en su camino.
Lo pensé un momento, mirando mis manos.
—¿Qué quiere que haga?
—Que siga diciendo la verdad —respondió él—. Y que nos permita protegerla.
—¿Protegerme cómo? —pregunté.
—Vamos a poner vigilancia discreta cerca de su casa. Y… —dudó un segundo— también vamos a usarla como señuelo.
Lo miré con el ceño fruncido.
—¿Señuelo, yo? ¿Una vieja de setenta y seis?
—Precisamente —dijo él—. Ellos creen que es débil. Creen que pueden callarla fácil. Y ahí es donde los vamos a atrapar.
Sentí un nudo en la garganta. Miedo, sí. Pero también una rabia antigua, quemándome por dentro.
—Está bien —respondí al fin—. Que vengan. Pero si entran a mi casa, que se preparen. Aquí no se rinde nadie.
La noche del ataque el cielo estaba sin luna.
Yo estaba sentada junto al anafre apagado, fingiendo normalidad. El silencio pesaba. Afuera, en la oscuridad, sabía que los federales estaban escondidos, esperando.
Escuché primero el motor de una camioneta apagándose lejos. Luego, pasos. Pasos torpes, intentando no hacer ruido sobre la grava.
Me levanté y tomé el rosario que estaba colgado junto a la puerta. No para rezar —aunque también lo hice en silencio—, sino para tener algo en las manos que no fuera miedo.
La puerta se abrió de un empujón seco.
Entraron dos hombres con pasamontañas negros. Uno llevaba un machete; el otro, algo brillante en la mano que preferí pensar que no era un arma de fuego.
—Buenas noches, doña Amalia —dijo uno, con voz fingidamente amable—. Venimos a platicar.
—Yo ya hablé todo lo que tenía que hablar —respondí, con la espalda bien derecha—. Lo demás, se lo dirán al juez.
El del machete dio un paso al frente.
—Mire, no queremos hacerle daño —mintió—. Solo queremos que olvide lo que vio. Es por su bien.
—Eso mismo pensaron cuando lo tiraron al río —repliqué—. Que se iba a olvidar. Pero ya ve, el río me lo trajo de vuelta.
El hombre suspiró.
—Qué lástima, de verdad.
El segundo levantó el brazo, y vi el brillo metálico que confirmaba mis sospechas: era una pistola.
No alcancé a gritar.
Pero no hizo falta.
—¡POLICÍA FEDERAL! ¡AL SUELO! —retumbó la voz del comandante Leal desde afuera, seguida del estruendo de varias botas corriendo.
Las ventanas se rompieron con el impacto de las culatas. Los hombres se giraron, confundidos, y todo ocurrió en segundos: gritos, un disparo perdido, el machete cayendo al suelo, un agente golpeando a uno de ellos por la espalda.
El hombre armado intentó usarme de escudo, rodeándome con el brazo y presionando el cañón contra mi sien.
—¡Nadie se mueve! —rugió—. ¡O le vuelo la cabeza a la vieja!
Sentí el metal frío en la piel. El silencio se hizo pesado.
El comandante apareció en el marco de la puerta, apuntando al agresor.
—Suéltela —ordenó—. Todo está perdido para ustedes.
—¡Cállate! —escupió el hombre—. Ustedes creen que ganaron, pero mi patrón tiene más dinero que todo su cuerpo de policías juntos.
No sé de dónde saqué la fuerza, pero de pronto me acordé del río, de la corriente, de cada batalla que había peleado sin ayuda. Clavé mi talón en el pie del hombre con toda la fuerza que me quedaba.
—¡AY! —gritó él, aflojando el agarre.
Me hice a un lado en el mismo instante en que el comandante se lanzó hacia adelante. Hubo un forcejeo breve, un golpe seco, la pistola deslizándose por el suelo hasta chocar contra la pared.
—¡Detenidos! —vociferaron los agentes, reduciéndolos.
Yo me sostuve de la mesa, jadeando.
—¿Está bien, doña Amalia? —preguntó el comandante, acercándose.
—He estado peor —respondí, con una media sonrisa—. Pero creo que ya tuve suficiente emoción para los próximos veinte años.
Las detenciones de aquella noche destaparon la cloaca completa.
El cuñado de Esteban fue arrestado en su casa de lujo. Rodrigo, el hijo, intentó huir del país, pero lo detuvieron en el aeropuerto. Los periodistas se dieron un festín. “El hijo traidor”. “La anciana que se enfrentó al crimen organizado”. “La justicia del río”.
Me llevaron a declarar a la ciudad varias veces. En los pasillos del juzgado, la gente me miraba como si fuera algo que solo se ve en la televisión.
—¿Usted es la señora del río? —preguntó una muchacha, con los ojos brillantes.
—Soy Amalia —corregí—. El río solo hizo su parte.
En el juicio, me sentaron frente a Rodrigo. Ya no estaba trajeado ni altanero. Vestía uniforme de preso y evitaba mirarme.
—¿Reconoce a la testigo? —preguntó el juez.
Rodrigo levantó la vista y nuestros ojos se cruzaron.
—Sí —murmuró, derrotado—. Es la mujer que arruinó todo.
—No, muchacho —lo corregí, sin poder callar—. Yo no arruiné nada. Tú arruinaste tu propia vida cuando decidiste matar a tu padre.
Bajó la mirada, mudo.
Los años de prisión que les dieron no me trajeron dinero ni lujos. Pero trajeron algo más valioso: la certeza de que, por una vez, en este país la justicia había inclinado la balanza hacia el lado correcto.
Esteban se recuperó del todo unos meses después. Vino a San Isidro, no en camionetas negras ni rodeado de guardaespaldas, sino caminando despacio por el sendero de tierra, con un bastón en la mano.
—Tenía que ver este lugar con mis propios ojos —dijo, mirando el río.
Se sentó conmigo bajo el único árbol grande junto a la orilla.
—He estado pensando mucho —confesó—. Toda mi vida la dediqué a hacer más dinero, más edificios, más negocios. Pero cuando estaba atado en el río, cuando sentí que me moría, lo único que deseaba era una oportunidad para hacer las cosas bien. Para agradecer. Para reparar.
Lo miré de reojo.
—Las palabras se las lleva el viento —dije—. ¿Qué va a hacer, don Esteban?
Él sonrió.
—Ya empecé. Vamos a construir una clínica de verdad en el pueblo. Y una escuela nueva. Y un puente sobre este río, para que nadie más tenga que arriesgarse en las piedras resbalosas.
Se quedó en silencio un segundo, y luego añadió:
—Y quiero ponerle un nombre al puente.
—¿Cuál? —pregunté.
—Puente Amalia Torres.
Sentí que se me hacía un nudo en la garganta.
—No hace falta eso —protesté—. Yo no salvé al país. Apenas salvé a un hombre.
—Salvó mi vida —dijo él—. Y, con eso, cambió la historia de muchas otras.
Me quedé callada. El río murmuraba, como siempre, como si estuviera escuchando.
—Si pone mi nombre —dije por fin, con una sonrisa cansada—, hágalo bien. Que sirva para que la gente recuerde que no hace falta ser joven ni rico para hacer lo correcto. Que una vieja con las manos agrietadas también puede cambiar el destino de alguien.
Esteban asintió, solemne.
—Eso es justo lo que quiero que recuerden.
Nos quedamos mirando la corriente un rato. El sol ya estaba alto, y la superficie del agua brillaba como si se riera del pasado.
Yo, Amalia Torres, la mujer que toda la vida había vivido en silencio, ahora era la “señora del río”, la que sacó al millonario y enfrentó a hombres armados en su propia casa. No me hice rica, no me fui del pueblo, no compré televisores ni joyas.
Pero cada vez que paso junto al nuevo puente y veo el letrero con mi nombre, sé que aquella madrugada de frío y barro no fue solo un accidente.
Fue el día en que el río me recordó que, por muy vieja que esté, mientras mi corazón siga latiendo, todavía puedo luchar contra la corriente. Y, a veces, ganar.




