December 10, 2025
Desprecio

Quiso burlarse del son jarocho y terminó pidiendo perdón: la noche que México puso de rodillas a un pianista famoso

  • December 2, 2025
  • 18 min read
Quiso burlarse del son jarocho y terminó pidiendo perdón: la noche que México puso de rodillas a un pianista famoso

El teatro Principal de Veracruz parecía contener la respiración.

Las lámparas de cristal derramaban luz dorada sobre butacas tapizadas de rojo vino, sobre trajes de gala, sobre perfumes caros y sonrisas tensas. Afuera, la humedad del puerto y el murmullo del malecón quedaban lejos; adentro, solo existía una promesa: música “seria”, música “verdadera”.

En el centro del escenario, un piano de cola negro brillaba como si fuera un altar.

Klaus Friedrich Simmerman, pianista alemán de sesenta años, acababa de dar la última nota del Concierto n.º 21 de Mozart. Sus manos permanecieron suspendidas un segundo sobre el teclado, como si estuviera deteniendo el tiempo, y luego se retiraron con un gesto casi teatral.

El teatro estalló en aplausos.

—¡Bravísimo! —gritó alguien en el palco principal.
—Maestro, maestro… —susurraban otros, levantándose para aplaudir de pie.

Klaus se incorporó, se acomodó la solapa del traje negro impecable y se inclinó con la seguridad de quien ha tocado en Viena, Berlín, Carnegie Hall. Su cabello gris, peinado hacia atrás sin una sola rebeldía, parecía parte del uniforme de su prestigio.

Mientras tanto, en la última fila, casi escondida en la penumbra, una joven apretaba con fuerza un estuche de madera contra el pecho.

Lucía Hernández, veinticinco años, veracruzana de Tlacotalpan, vestía el traje tradicional blanco con bordados de flores y encajes que contrastaba con los vestidos de noche europeos y los smokings negros. En sus manos llevaba algo que, a los ojos de muchos, parecía fuera de lugar en aquel templo de Beethoven y Mozart: una jarana jarocha.

Sus dedos temblaban, pero no por el frío del aire acondicionado.

Temblaban por otra cosa: rabia, miedo, y un juramento que no la dejaba dormir desde hacía seis meses.


Seis meses atrás, el olor a incienso y cera derretida llenaba la casita de su abuelo Artemio en Tlacotalpan. Él, el jaranero más respetado del pueblo, se apagaba lentamente en una cama junto a la ventana que daba al río Papaloapan.

Lucía, sentada a su lado, lloraba en silencio.

—No llores, mija —le dijo él con voz ronca—. Los ríos no se detienen… ni la música tampoco.

Sus manos ásperas, marcadas por años de rasguear cuerdas en fandangos, buscaron algo debajo de la cama. Sacó una jarana gastada, con la madera oscurecida por el tiempo y las fiestas.

—Es la mía —susurró Lucía, con un nudo en la garganta.

—Era la mía —corrigió él con una sonrisa débil—. Ahora es tuya. Y no es solo un instrumento, ¿me entiendes? Es nuestra historia… la de los negros, los españoles, los indios, todos mezclados en esta tierra bendita.

La miró fijo.

—Llévala al mundo. Enséñales que nuestra música no es ruido. No es menos que la de ellos. Es diferente, pero vale lo mismo. Promételo.

—Te lo prometo, abuelo —respondió ella, mientras las lágrimas caían sobre la madera.

Él cerró los ojos por un momento, como si escuchara un son lejano, y murmuró:

—La jarana no se toca con los dedos… se toca con el corazón.

Fue la última vez que habló con claridad.


El presente la golpeó de regreso cuando escuchó, desde el escenario, una frase que atravesó el teatro como un cuchillo.

La velada había seguido con una breve charla entre Klaus y un presentador local, un hombre de traje azul marino que sonreía demasiado.

—Maestro Simmerman —dijo el presentador, tomando el micrófono—, es un honor tenerlo en Veracruz. Antes de continuar, quisiera comentarle que esta noche también habrá un pequeño homenaje a la música tradicional de esta región, el son jarocho…

Klaus alzó una ceja, con una mueca que el público de las primeras filas interpretó como curiosidad. En la última fila, Lucía contuvo el aliento.

—¿Qué opina usted de la música folklórica latinoamericana? —insistió el presentador—. De expresiones como el son jarocho, por ejemplo.

Un murmullo cruzó el teatro. La pregunta no estaba en el guion oficial. El director del festival, sentado en la primera fila, apretó los dientes.

Klaus sonrió, pero no era una sonrisa amable.

—Mire… —empezó, acomodándose los lentes—. Toda cultura tiene sus expresiones… simpáticas. Danzas, cantos populares… Eso está bien para las fiestas, para las tabernas.

Alguien soltó una risita nerviosa en el palco izquierdo. Lucía sintió que el estómago se le cerraba.

—Pero si hablamos de música —continuó Klaus, remarcando cada sílaba—, hablamos de técnica, estructura, complejidad. Bach, Mozart, Beethoven… eso es música.

Hizo una pausa. El silencio se volvió pesado.

—Lo otro… bueno… —se encogió de hombros—. Para mí es ruido sin técnica.

El comentario cayó como un trueno.

Toda la sangre se le subió a la cara a Lucía. El abuelo Artemio, su casa en Tlacotalpan, las noches de fandango, los pies golpeando las tarimas, las risas, las décimas improvisadas… todo fue reducido a una sola frase: ruido sin técnica.

El presentador se aclaró la garganta, incómodo.

—Eh… muchas gracias por su sinceridad, maestro —balbuceó—. Continuamos con el programa…

En la última fila, Lucía apretó tanto el estuche de su jarana que los nudillos se le pusieron blancos.

—Ruido sin técnica, ¿eh? —murmuró con rabia—. Ya veremos.


En el camerino pequeño que habían asignado a los artistas locales, Lucía afinaba la jarana con manos todavía temblorosas. La puerta se abrió sin que nadie tocara.

Era Rodrigo, un violinista joven de la orquesta local, que la había visto ensayar días antes.

—Lucía… —dijo con preocupación—. ¿Escuchaste lo que dijo ese tipo?

Claro que lo escuché —respondió ella, sin mirarlo—. No soy sorda.

—Podemos quejarnos con los organizadores. O si quieres, te acompaño y hablamos con el director. Lo que dijo fue una falta de respeto.

Lucía dejó de afinar. Levantó la mirada.

—¿Y qué van a hacer? ¿Pedirle que se disculpe? ¿En alemán, en inglés, en qué idioma? Este festival vive de traer gente como él. Si él dice que lo nuestro es ruido, se ríen y ya.

Rodrigo frunció el ceño.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

Ella respiró hondo. Recordó las manos de su abuelo sobre las cuerdas, la voz cansada pidiéndole que llevara la jarana al mundo.

—Voy a tocar —dijo, firme—. Pero no como ellos esperan.

—¿Qué quieres decir?

Lucía cerró el estuche y lo volvió a abrir, como si sellara un pacto invisible.

—Quieren que salga al final, que toque un son suavecito de cinco minutos, una “curiosidad exótica” después de tres horas de Mozart —escupió con ironía—. Pues no. Voy a tocar como si esta fuera la última noche de mi vida. Como si mi abuelo estuviera aquí sentado en la primera fila.

Rodrigo la miró con mezcla de admiración y miedo.

—Te pueden sacar del programa si te pasas del tiempo.

—Que lo intenten —respondió ella, con una media sonrisa desafiante—. A ver si logran sacarme del escenario cuando el público esté bailando.


Entre bastidores, el director del festival discutía en voz baja con su equipo.

—Ese comentario del maestro Simmerman ya está circulando en redes —dijo la jefa de prensa, mostrando la pantalla de su celular—. Alguien lo grabó. “La música mexicana es ruido sin técnica.” Se está haciendo viral.

—Perfecto —gruñó el director—. Lo que me faltaba.

—¿Y si cancelamos el número del son jarocho? —sugirió uno de los asistentes—. Así evitamos comparaciones.

—No podemos —respondió la jefa de prensa—. Ya lo anunciamos como parte del programa “México y el mundo”. Si lo quitamos, el escándalo va a ser peor.

En ese momento, Lucía apareció, sosteniendo su jarana. Sus ojos oscuros brillaban con una determinación que nadie se había molestado en ver en los ensayos.

—Yo no voy a ser la parte “exótica” del programa —dijo sin rodeos—. Si me van a presentar, que sea como música, no como curiosidad turística.

El director se pasó la mano por el pelo.

—Mira, Lucía… El maestro Simmerman es una figura internacional. Sus opiniones son… personales. No representan al festival.

—Pero las aplaudieron —replicó ella, apuntando hacia el teatro—. O por lo menos, nadie dijo nada.

Silencio incómodo.

—Solo quiero una cosa —añadió Lucía—: que no me corten el micrófono. Ni las luces. Déjenme tocar. Cinco minutos, diez, lo que dure. Si después de eso el público piensa que lo mío es ruido… allá ellos.

El director dudó. La jefa de prensa lo miró fijo.

—Déjala —susurró—. Si sale bien, será el titular que necesitamos para limpiar este desastre.

Él asintió a regañadientes.

—Está bien. Pero atente a las consecuencias. No te pases demasiado.

—Demasiado ya se pasaron otros —murmuró Lucía, y se fue a esperar su turno.


El programa oficial estaba por terminar. Klaus se preparaba para su salida final, convencido de que aquella noche sería otra muesca más en su larga lista de triunfos.

El presentador tomó de nuevo el micrófono.

—Señoras y señores —anunció, con una sonrisa algo tensa—, antes de despedir esta magnífica velada, el Festival Internacional de Música Clásica de Veracruz quiere rendir un breve homenaje a la música tradicional de nuestra región.

Hizo una pausa, mirando fugazmente hacia donde estaba el director.

—Con ustedes… Lucía Hernández, de Tlacotalpan, y su jarana jarocha.

Hubo algunos aplausos dispersos, más por cortesía que por entusiasmo. Klaus, sentado en una butaca lateral cerca del escenario, cruzó las piernas y miró con curiosidad distante.

Lucía caminó al centro, sintiendo el peso de mil miradas extrañas. El escenario, que antes le parecía inalcanzable, ahora se sentía pequeño. Demasiado pequeño para todo lo que llevaba en el pecho.

Tomó el micrófono.

—Buenas noches —dijo, intentando que la voz no le temblara—. Esta jarana era de mi abuelo, don Artemio, jaranero de Tlacotalpan. Él me enseñó que la música no se mide solo en técnicas ni en títulos, sino en la fuerza con la que te hace sentir vivo.

Hubo algunos murmullos. En el palco principal, una señora se inclinó hacia adelante, intrigada.

—Hace rato —continuó Lucía, sin apartar la mirada del público—, escuché decir que lo nuestro es “ruido sin técnica”.

Notó cómo algunos espectadores se removían incómodos. Klaus apretó la mandíbula.

—Yo no soy nadie comparada con los grandes maestros que han pasado por este escenario —añadió—. Pero esta noche, voy a tocar el ruido de mi tierra. Y ustedes decidirán si es ruido… o si es música.

Bajó el micrófono. Se acomodó la jarana. Cerró los ojos.

Y rasgueó.


La primera oleada de acordes salió como un golpe de mar rompiendo contra el malecón.

Era un La Bamba, pero no el de los discos comerciales. Era uno crudo, vivo, con variaciones jaladas de las entrañas del Papaloapan. La mano derecha de Lucía se movía con una precisión feroz; la izquierda hacía cejillas imposibles.

Su voz se elevó, clara:

Yo no vengo desde Europa,
vengo de la tierra mía,
donde el río canta historias
que ni Mozart conocía…

El teatro, acostumbrado a escuchar alemán e italiano en las arias, se quedó mudo ante esas décimas improvisadas. Hasta los técnicos de sonido se olvidaron de los controles.

Detrás de bambalinas, Rodrigo apretó el violín entre las manos, conteniendo las ganas de salir a tocar con ella.

Lucía siguió, cambiando de ritmo sin perder el pulso. Metió un pequeño guiño a Mozart, un fragmento del famoso tema del Concierto 21, transformado en son. Las notas flotaron, irreconocibles al principio, hasta que la gente entendió: estaba dialogando con el maestro alemán… en su propio idioma musical.

En la butaca lateral, Klaus se incorporó, incrédulo.

—Das ist… —murmuró en alemán—. Eso es… imposible.

La técnica de la joven era impecable, pero no era eso lo que lo desarmaba. Era otra cosa: la forma en que la música parecía arrastrar consigo risas, llantos, pasos descalzos sobre la tarima, voces de ancianos y niños.

Lucía atacó con más fuerza.

Dicen que es ruido mi canto,
porque no aprendí en conservatorio,
pero en cada rasgueíto
llevo un pueblo entero en el coro.

Alguien en la platea soltó una exclamación ahogada. Una mujer mayor se llevó un pañuelo a los ojos. Un par de jóvenes, en la parte alta del teatro, grababan con el celular, olvidando que estaba prohibido.

Klaus sintió, contra su voluntad, un nudo en la garganta.

Por un instante, ya no estaba en Veracruz. Estaba en una aldea de su infancia, en la Alemania rural, escuchando a su abuela cantar una vieja canción en dialecto, antes de que él partiera a la ciudad a estudiar en el conservatorio. Recordó cómo, a los dieciocho años, un profesor le dijo:

—Olvida esas canciones de pueblo, Simmerman. Si quieres ser grande, concéntrate en lo serio.

Y él había obedecido. Había enterrado esas melodías como si le avergonzaran.

Ahora, la jarana de Lucía, con su “ruido sin técnica”, desenterraba todo eso de golpe.

Sintió algo cálido en la mejilla. Tardó un segundo en darse cuenta: estaba llorando.


Lucía no lo veía. En aquel momento, solo sentía una presencia a su lado: su abuelo, sentado en una silla de madera, sonriendo entre sombras.

—Eso, mija —pareció decirle—. No aflojes.

La canción creció, se aceleró. Los pies de algunos espectadores empezaron a seguir el ritmo, casi sin darse cuenta. Una pareja en la tercera fila se miró, con ganas de levantarse a bailar, pero se contuvo por respeto al teatro.

Lucía remató con una décima final, clavando cada palabra como una estocada:

Si mi jarana es desorden,
y mi son es puro ruido,
que venga el mundo a escucharlo,
a ver si sale dormido.
Que no hay partitura escrita
pa’ lo que mi pueblo siente;
si esto no les suena a música,
es que están sordos de mente.

El último rasgueo quedó suspendido en el aire.

Silencio.

Un silencio tan profundo que se podía escuchar el zumbido de las luces. Lucía sintió que el corazón se le salía por la boca. Por un segundo pensó que había cometido un error, que la soberbia de aquel teatro sería más fuerte que cualquier son.

Entonces, en la butaca lateral, alguien comenzó a aplaudir.

Era Klaus Friedrich Simmerman.

No un aplauso cortés. Era un aplauso fuerte, decidido, casi desesperado. Se puso de pie, aún con las lágrimas marcando surcos en su rostro serio.

El público lo vio y, como si necesitaran permiso, estalló.

El teatro se llenó de aplausos, gritos, silbidos de admiración. Algunas personas se levantaron. Otras, venciendo la rigidez del protocolo, comenzaron a gritar:

—¡Bravo!
—¡Eso sí es Veracruz!
—¡Otra, otra!

Lucía se quedó paralizada. No estaba preparada para eso. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Apretó la jarana contra el pecho.

Desde el lado del escenario, el director del festival se tapó la cara con las manos, entre aliviado y aturdido.

—No lo puedo creer… —murmuró la jefa de prensa—. Acabamos de presenciar historia.


Minutos después, en un pasillo silencioso del teatro, lejos de los flashes y los periodistas, Lucía se apoyó en una pared, tratando de recuperar el aliento. Todavía sentía los latidos en los dedos.

Escuchó pasos acercándose.

—Señorita Hernández.

Era Klaus.

Sin el brillo de las luces del escenario, se veía mayor. Más humano. Tenía los ojos enrojecidos y el moño de corbata ligeramente torcido.

Lucía se irguió, defensiva.

—¿Sí? —respondió, fría.

Klaus se pasó la mano por el cabello, buscando palabras.

—Yo… —empezó en inglés, luego cambió al español con acento duro—. Quiero pedirle disculpas.

Ella lo miró, incrédula.

—Lo que dije antes fue… arrogante. Ignorante. He pasado la vida en salas de concierto, rodeado de gente que cree que solo lo que hacemos nosotros es arte. Hoy… usted me recordó que no es así.

Lucía bajó la mirada hacia su jarana.

—Pero lo dijo igual —replicó—. Y mucha gente pensó que tenía razón.

Klaus asintió, con vergüenza.

—Lo sé. Y por eso quiero hacer algo más que decir “lo siento”. Quiero aprender. Quiero… entender su música. ¿Me permitiría escucharla otra vez? No en el escenario. Aquí. Cerca. Como se escucha en las casas.

Hizo una pausa.

—Como yo escuchaba las canciones de mi abuela, antes de olvidarlas.

La mención de la abuela la tomó por sorpresa. Había algo sincero en su voz, en esa grieta en su armadura de maestro universal.

Lucía suspiró.

—La música de mi abuelo no se toca para humillar a nadie —dijo—. Se toca para compartir. Para que el otro se sienta menos solo.

Lo miró a los ojos.

—Si va a escucharla, que sea con humildad.

—No conozco otra forma, después de lo que hizo hoy —respondió Klaus, con una media sonrisa triste—. ¿Me deja escuchar?

Lucía dudó un segundo. Luego, sin decir nada, tomó la jarana y comenzó a afinar suavemente.

—Este son —explicó— lo tocábamos en la puerta de la casa, cuando el calor no dejaba dormir. Se llama “El Colás”. Pero hoy, si no le importa, le voy a cambiar unas palabras.

Él asintió y se sentó en una silla plegable, como un estudiante frente a su maestra.

Lucía empezó a tocar, más bajito, más íntimo. La música llenó el pasillo.

Mientras las notas se deslizaban, Klaus cerró los ojos. Y, por primera vez en muchos años, dejó de analizar acordes, de medir escalas, de buscar estructuras.

Simplemente escuchó.


Las semanas siguientes, el video de la presentación de Lucía se volvió viral. No solo por su talento, sino por el contraste con la frase que había iniciado todo: “ruido sin técnica”. En redes, miles de personas comentaban:

“Si esto es ruido, que me revienten los tímpanos.”
“Más festivales así, menos elitismo.”
“Klaus llorando es la metáfora de Europa dándose cuenta de que no es el centro del mundo.”

El festival, que temía un escándalo, terminó convertido en símbolo de diálogo entre tradiciones.

Un año después, el Teatro Principal de Veracruz volvió a iluminarse para la inauguración del nuevo festival.

En el programa, escrito en letras grandes, se leía:
“Sonatas y Sones: Diálogos entre Europa y Veracruz.”

En la primera parte, Klaus interpretó a Bach y a Beethoven. En la segunda, se sentó al piano mientras Lucía, a su lado, llevaba el pulso con la jarana. Habían trabajado juntos en arreglos que mezclaban preludios con jaranas, fugas con zapateados.

Antes del último número, Klaus tomó el micrófono.

—Hace un año —dijo, en un español ya mucho mejor—, dije en este mismo escenario que el son jarocho era “ruido sin técnica”. Hoy, si me permiten, quiero corregirme públicamente: lo que yo no entendía no era ruido, era la voz de un pueblo. Y yo estaba sordo.

Se volvió hacia Lucía.

—Gracias por hacerme escuchar.

Lucía sonrió, con la jarana colgando de su hombro.

Pensó en Tlacotalpan, en el río, en las noches de fandango, en la risa de su abuelo Artemio. Cerró los ojos un instante y, en algún lugar entre la memoria y el escenario, le pareció escuchar la voz de él, susurrando:

—Ahora sí, mija… la llevaste al mundo.

Lucía rasgueó la primera nota. El público contuvo la respiración.

Y esta vez, nadie se atrevió a llamar ruido a lo que estaba a punto de sonar. Era música. Música de verdad. Música que no necesitaba pedir permiso para existir.

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