December 10, 2025
Drama Familia

La casa del padre pobre se convirtió en una pensión: solo querían quedarse gratis, no les importaba yo

  • December 2, 2025
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La casa del padre pobre se convirtió en una pensión: solo querían quedarse gratis, no les importaba yo

Don Cuco —en realidad Refugio, pero hacía años que nadie lo llamaba así— se despertó con el sonido del mar golpeando suave contra la orilla. El ventilador del techo giraba lento, arrastrando el olor a sal y a café recién colado que él mismo había preparado. Tenía 68 años, las manos llenas de cicatrices del volante y la espalda vencida por miles de kilómetros de carretera.

Miró alrededor de su casita en Mazatlán: paredes blancas algo descarapeladas, un par de sillones viejos pero limpios, una foto de Lupita en la sala, sonriéndole con los ojos grandes y vivos, como si el cáncer jamás la hubiera tocado.

—Buenos días, vieja… —murmuró, tocando el marco de la foto con cuidado—. Mira nada más el mar que tenemos enfrente. Al fin lo logramos.

La había perdido hacía tres años, y desde entonces la soledad se le había sentado en el pecho como un pasajero que nunca se baja. Vendió la casa en Guadalajara, se jubiló, dejó el tráiler para siempre y se compró aquella casita junto a la playa, soñando con una tranquilidad que, en el fondo, nunca acababa de llegar.

Tenía un hijo: Javier. Su orgullo. Su motivo. Y también su herida.

El celular vibró sobre la mesa de la cocina. Un número conocido. Javier. El nombre iluminó la pantalla y, por un instante, el corazón de don Cuco dio un brinco de alegría nerviosa.

—¡Hijo! —contestó casi de inmediato, con una sonrisa que no se podía ver, pero se escuchaba—. ¿Qué milagro?

—¿Qué onda, pa? —respondió Javier, con voz apresurada, como quien habla entre correos y juntas—. Oye, te llamo rapidito porque ando saliendo, ¿sí?

Don Cuco se acomodó en la silla, enderezando la espalda.

—Claro, hijo, dime. ¿Cómo estás? ¿Cómo están los niños? ¿Y Mónica?

—Bien, bien, todos bien. Mira, pa, te marco porque… —hizo una pausa—. Vamos a ir a Mazatlán en agosto. Todo el mes. Queríamos usar la casa.

Hubo un silencio pequeñito, de esos que duelen más que un grito.

—¿Todo el mes? —repitió don Cuco, tratando de que su voz sonara casual—. Ah, pues… pues qué bueno. Así nos vemos, ¿no? Pueden quedarse conmigo.

Javier soltó una risita incómoda.

—Ah, es que… también vienen los papás de Mónica, ya sabes, Lourdes y Ernesto. Y pues… para que no te molestemos, habíamos pensado que mejor nos dejaras la llave con un vecino. Así ya llegamos directo.

La frase cayó como piedra en el estómago de don Cuco: “para no molestarlo”.

—¿Para no… molestarme? —repitió, tragando seco.

—Sí, pa, ya sabes, tú con tus cosas, tu rutina… No queremos darte lata. Además, vamos a andar en la playa, en el malecón, paseando… Tú tranquilo. Nomás deja la llave por ahí, ¿no? Con algún vecino de confianza.

—Ajá… —dijo don Cuco, mirando la foto de Lupita como si buscara ayuda—. ¿Y tú cuándo pensabas… verme?

Javier tardó en contestar.

—Pues… ahí vemos, pa. Igual y nos damos una escapadita, ¿no? Pero no te agobies con eso, lo importante es la casa. ¿Sí se arma?

Don Cuco sintió cómo una mezcla de tristeza y vergüenza le subía a la cara, calentándole los ojos.

—Sí, hijo —contestó, con voz baja—. Se arma. No te preocupes. Yo arreglo lo de la llave.

—¡Eso, pa! Sabía que podía contar contigo. Bueno, ya me voy, que voy tarde. Te mando un mensaje luego, ¿sí?

—Está bien, Javier. Cuídate… Y salúdame a Mónica, a los niños…

Pero la llamada ya se había cortado.

Se quedó con el celular en la mano, escuchando el silencio. Afuera, las gaviotas chillaban como si se burlaran de él.

—¿Viste, Lupita? —susurró, hablándole a la foto—. Quiere la casa, pero no al viejo.

Por primera vez en mucho tiempo, algo dentro de él se quebró… pero no en la forma en que solía romperse. No eran lágrimas solamente. Era otra cosa: un cansancio profundo, una necesidad nueva.

“Basta”, pensó de pronto. “Ya fue suficiente”.

Esa misma noche, tomando un café negro y mirando las luces de los barcos a lo lejos, tomó la decisión más dolorosa y valiente de su vejez: poner límites.


Al día siguiente se levantó temprano. Lo primero que hizo fue vaciar el refrigerador: carne, leche, queso, todo lo repartió entre los vecinos más cercanos.

—¿Y eso, don Cuco? —preguntó doña Meche, de la casa de al lado—. ¿Se nos va?

—Nomás unos días, doña —respondió él, con una sonrisa cansada—. Voy al rancho de un amigo, allá en Guanajuato. A descansar la cabeza.

Después cerró las recámaras con llave, una por una. La que alguna vez fue suya y de Lupita; la que había preparado con ilusión para las visitas de los nietos y que casi nunca se usaba. Colocó un candado nuevo en la puerta principal. Lo vio brillar al sol como un punto final.

Antes de irse, se sentó en la sala, frente a la foto de Lupita.

—Perdóname, vieja —dijo en voz baja—, pero si no cierro la puerta, este chamaco nunca va a aprender a tocar.

Tomó una pequeña maleta, su sombrero viejo y las llaves de su camioneta, y se fue sin avisarle nada a Javier. Rumbo al rancho de Toño, su amigo de toda la vida.


El rancho de Toño, en Guanajuato, olía a tierra húmeda, a establo y a tortillas recién hechas. Chela, la esposa de Toño, lo recibió con un abrazo fuerte.

—¡Ay, Refugio, pero qué flaco estás! —exclamó—. Te vamos a cebar aquí, vas a ver.

Toño, panza grande y risa fácil, lo palmoteó en la espalda.

—Pásale, viejo trailero —bromeó—. Aquí no hay carretera, pero hay buen tequila.

Mientras comían en la cocina, entre frijoles de la olla y chile de molcajete, Don Cuco contó lo ocurrido. No dramatizó. Solo relató, pero la tristeza se le escapaba en cada palabra.

—Entonces… —concluyó— mi propio hijo prefiere que le deje la llave al vecino para no verme. Y yo… yo ya no quiero ser portero de hotel. Quiero ser padre… o nada.

Toño frunció el ceño.

—Eso no es poner condiciones, compadre —dijo serio—. Eso es usarlo a uno. Y eso no.

Chela asintió, cruzándose de brazos.

—No eres cruel, Refugio. Estás poniendo límites. Y te tardaste.

—Pero… ¿y si estoy siendo egoísta? —dudó él, mirando su taza—. ¿Y si Lupita no habría estado de acuerdo?

Chela lo miró con una ternura firme.

—Lupita te quería, ¿no? Pues entonces también querría que te respetaran.

Las palabras se le quedaron dando vueltas por dentro, como piedra en un vaso.


Mientras tanto, en Mazatlán, el sol pegaba duro sobre la banqueta cuando Javier llegó con toda la familia. Llevaban maletas, hieleras, juguetes de playa y hasta una bocina grande para las fiestas. Lourdes y Ernesto, los suegros, bajaron del coche despacio, mirando todo con curiosidad.

—Ay, qué emoción conocer la casa del señor Refugio —comentó Lourdes—. Siempre quise venir a Mazatlán.

Sofía, de nueve años, miraba la puerta pintada de azul con una sonrisa.

—¿Aquí vive el abuelito Cuco, papá? ¿Ya llegó?

—Pues debe estar adentro —respondió Javier, confiado—. O igual y ni está. Pero la llave está con un vecino, no pasa nada.

Sin embargo, al llegar a la puerta, se toparon con el candado nuevo, reluciente y firme. Javier jaló la manija. Nada. Volvió a intentar, ahora más fuerte. Nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Mónica, inquieta—. ¿No te dijo dónde dejó la llave?

—No… —Javier frunció el ceño—. ¡Pa’ esto sí se tarda en contestar!

Empezó a llamar a su padre desde el celular, mientras Lourdes y Ernesto miraban incómodos, los niños se quejaban del calor y Mónica intentaba calmarlos.

Del otro lado, en el rancho, el teléfono de don Cuco vibró. Vio el nombre en la pantalla y suspiró hondo antes de contestar.

—Bueno.

—¿¡Qué hiciste, papá!? —la voz de Javier estalló furiosa—. ¡La casa está cerrada con candado! ¿Dónde dejaste la llave?

Don Cuco respiró hondo.

—No la dejé con nadie, Javier.

—¿Cómo que no? ¡Te dije que la dejaras con un vecino! ¡Vinimos todos hasta acá, todo agosto planeado, los niños ilusionados, mis suegros…! ¿Qué te pasa?

—Lo que me pasa —respondió don Cuco, con una calma temblorosa— es que estoy harto de ser tratado como portero y no como padre. Esta no es un Airbnb gratis, Javier. Es mi casa… y soy tu padre.

Hubo un silencio cargado.

—¿Estás… castigándome? —se burló Javier—. ¿A mi edad? ¡Nos arruinaste las vacaciones!

—No, hijo. Solo puse un límite. Nunca vienes a verme. Nunca. Solo te acuerdas de mí cuando necesitas la casa. Me avisas, no me preguntas. Me usas, no me visitas.

Javier rió con incredulidad.

—Ay, ya vas a empezar con tus dramas, papá. Siempre haciéndote la víctima.

—La víctima fui muchos años, hijo —dijo don Cuco, sintiendo cómo se le apretaba la garganta—. Pero se acabó.

Javier colgó de golpe. Enfurecido, empezó a escribirle mensajes crueles:

“Siempre igual, tú y tus berrinches.”
“Mi mamá sí te aguantaba, no sé cómo le hizo.”
“Ni te preocupes, no volvemos a ir.”

Cuando leyó el mensaje sobre Lupita, a Don Cuco se le heló la sangre. Era un golpe bajo, sucio, tan inesperado como un choque en la autopista.

—No uses a tu madre para lastimarme —le escribió de vuelta—. Ella no está aquí para defenderse. Y yo ya no voy a permitir que me faltes al respeto.

Luego apagó el teléfono. Sus manos temblaban. Toño, que lo observaba desde la puerta, se acercó.

—¿Todo bien, compadre?

Don Cuco se pasó la mano por la cara, limpiándose unas lágrimas que no quería mostrar.

—Mi hijo —susurró—. Mi hijo me está pegando donde más duele.

Toño se sentó a su lado.

—Entonces es hora de que aprenda que su padre también siente —dijo—. Si no se lo enseñas tú, nadie se lo va a enseñar.


Los días siguientes fueron extraños. Mónica le escribió a don Cuco, con respeto y preocupación.

“Don Cuco, entiendo que esté enojado con Javier, pero los niños no entienden. Están tristes. ¿Podemos hablar?”

Los suegros, Lourdes y Ernesto, también lo llamaron.

—Señor Refugio —dijo Ernesto, con voz seria—, Javier se equivocó. Se puso altanero, soberbio. Le pedimos una disculpa de nuestra parte. Nosotros entendemos su postura. Esa casa es suya, no de él.

Esas palabras fueron un bálsamo inesperado.

Además, empezaron a llegar mensajes de sus nietos. De Gabriel, con trece años, más seco pero cariñoso:

“Abuelo, ¿estás enojado con nosotros?”

Y de Sofía, con faltas de ortografía y corazón sincero:

“Abuelito, te queremos mucho. ¿Por qué ya no quieres vernos?”

Don Cuco les respondió con el alma:

“Los amo con todo mi corazón. El problema es entre adultos. Ustedes no tienen la culpa de nada.”

Pero por las noches, mientras las ranas croaban en el rancho y el viento soplaba entre los mezquites, él se preguntaba si estaba haciendo lo correcto. ¿Valía la pena tanto dolor? ¿Era justo con los niños? Cada duda era una curva cerrada en la carretera de su conciencia.


El verdadero giro llegó una tarde en que el cielo de Mazatlán amenazaba tormenta.

Sofía, en Guadalajara, escuchó por enésima vez la discusión entre sus padres.

—Ya, Javier —decía Mónica—. Habla bien con tu papá. No con insultos, no con ironías. Es tu padre.

—¿Mi padre? Mi padre estuvo siempre en la carretera. Nunca estuvo en mi graduación, nunca fue a mis partidos, nunca… —Javier se calló, atrapado por sus propios recuerdos.

Sofía, desde el pasillo, apretó su peluche contra el pecho. Solo entendía una cosa: su abuelo estaba lejos y triste. Y nadie hacía nada.

Esa noche, mientras todos dormían, abrió el closet, agarró una pequeña mochila, metió dos mudas de ropa, unas galletas, su peluche y la foto de su abuelo que tenía enmarcada en la mesita de noche. Se colgó una chamarrita ligera y salió de la casa sin que nadie la viera.

El camión a Mazatlán salió al amanecer. Sofía llegó a la central de autobuses usando el dinero que tenía ahorrado “para dulces”. Cuando el chofer le preguntó:

—¿Y tus papás, niña?

Ella levantó la barbilla.

—Me están esperando en Mazatlán. Voy con mi abuelito. Se llama Refugio, pero todos le dicen don Cuco.

El chofer la miró con duda, pero la seguridad de la niña y la prisa de la mañana se combinaron en una mala decisión. La dejó subir.

El viaje fue largo. Sofía se quedó dormida, despertó con el ruido de la carretera, miró montañas, campos, pueblos que nunca había visto. Por momentos tuvo miedo, pero apretaba el peluche y susurraba:

—Abuelito, espérame. Ya voy.

Cuando al fin pisó Mazatlán, la ciudad le pareció demasiado grande. Preguntó por la colonia donde vivía su abuelo, enseñando la dirección escrita a mano. Un taxista, sorprendido de ver a una niña sola, la llevó, murmurando para sí que “los papás de ahora están locos”.

Sofía llegó a la casita de fachada blanca y puerta azul, con las piernas temblando. Tocó varias veces. Don Cuco, que acababa de regresar del rancho unos días antes, abrió la puerta sin imaginar nada… y ahí estaba ella: despeinada, con la mochila colgando, los ojos grandes llenos de lágrimas.

—Abue… —dijo, con voz quebrada—. ¿Ya no nos quieres?

A don Cuco se le detuvo el mundo.

—¿Sofía? ¡¿Qué haces aquí, mi niña?! —La tomó de los hombros, revisándola como si fuera un milagro herido—. ¿Con quién vienes? ¿Dónde están tus papás?

—Vine sola —confesó, bajando la mirada—. No te querían llamar… y tú ya no ibas a vernos. Yo… yo tenía miedo de que te olvidaras de nosotros como papá se olvida de ti.

La frase le atravesó el pecho. De inmediato la hizo pasar, le dio agua, la sentó en el sillón.

—Mi niña, esto que hiciste es muy peligroso —dijo, con la voz todavía temblorosa—. Pudiste haberte perdido, haberte lastimado. No vuelvas a hacer algo así. Nunca. ¿Me oyes?

Ella asintió, con lágrimas en los ojos.

—Es que te extraño, abuelito.

Don Cuco la abrazó fuerte, sintiendo el corazón desbocado.

Apenas pudo articular, tomó el teléfono y llamó a Javier. Esta vez, el tono no era cansado. Era urgente.

—¡Javier! —gritó en cuanto el hijo contestó—. ¿Sabes dónde está tu hija?

—Pues aquí en su cuarto, ¿dónde va a estar? —respondió Javier, distraído.

—No —dijo don Cuco, con voz de trueno—. Sofía está conmigo. En Mazatlán. Llegó sola. Sola, Javier. En un camión.

Hubo un silencio denso. Se escuchó un ruido de silla cayendo al otro lado de la línea.

—¿Qué… qué dices? —balbuceó Javier—. ¡Eso no puede ser!

En ese momento, Mónica llegó al cuarto de la niña, abrió la puerta y vio la cama vacía.

—¡Javier! ¡Sofía no está! ¡No está! —gritó, aterrada.

El pánico se desató.

—Pon el altavoz —ordenó don Cuco—. Los dos me van a escuchar.

Cuando ambos estuvieron al teléfono, los regañó con una mezcla de miedo y rabia.

—Esto ya se salió de control. Su hija cruzó medio país porque ustedes están tan ocupados peleando que se les olvidó que los niños escuchan. Y lo sienten todo.

Mónica lloraba, desesperada.

—Por favor, don Cuco, no la deje sola ni un segundo. ¡Vamos para allá! ¡Salimos en cuanto podamos!

—Aquí los espero —dijo él, mirando a Sofía, que lo veía con ojos asustados—. Pero esto no se queda así, Javier. Hoy nos vamos a ver a la cara, tú y yo.


La tormenta que amenazaba acabó por caer esa noche. Cuando el coche de Javier y Mónica llegó a la casa, la lluvia golpeaba fuerte contra el pavimento. Mónica salió casi corriendo, empapada, y Sofía se lanzó a sus brazos.

—¡Mijita! ¡Nunca vuelvas a hacer esto! —sollozó Mónica, abrazándola con tanta fuerza que casi le cortaba la respiración.

Gabriel, serio, se quedó a un lado, mirando a su abuelo con una mezcla de respeto y miedo.

Javier, en cambio, se quedó quieto en la banqueta, mirando la puerta de la casa de su padre. Sabía que, detrás de esa puerta, no solo estaba su hija a salvo: también estaba todo lo que había evitado enfrentar durante años.

—Mónica —dijo don Cuco, asomándose—, quédate con los niños aquí afuera, por favor. Javier y yo tenemos que hablar. Solos.

Mónica asintió, aún llorosa. Javier tragó saliva, entró a la casa y se encontró en la sala que tantas veces había imaginado, pero pocas había pisado.

Por primera vez desde el conflicto, padre e hijo se miraron sin intermediarios, sin pantalla, sin emojis.

—¿Así que me cerraste la casa? —empezó Javier, a la defensiva—. ¿Y ahora resulta que soy el malo?

—No te cerré la casa —respondió don Cuco, firme—. Cerré la puerta para que aprendieras a tocar.

Javier apretó la mandíbula.

—Me humillaste delante de mis suegros, de mi familia. ¿Sabes cómo me sentí cuando llegaron y la casa estaba cerrada?

—¿Y sabes cómo me sentí yo todas las veces que esperé tu llamada… y nunca llegó? —replicó don Cuco—. Me convertiste en un conserje, Javier. Me avisabas, no me preguntabas. Me usabas, no me visitabas.

—¡Siempre con tus reproches, papá! ¡Tú tampoco fuiste perfecto! Nunca estuviste. Te la vivías en la carretera. Cuando tenía fiebre, no estabas. Cuando tuve mi primer partido, no estabas. Cuando me dieron mi título, llegaste tarde. Siempre llegabas tarde.

La voz de Javier se quebró. El niño que alguna vez había sido él salió de golpe, lastimado y furioso.

Don Cuco bajó la mirada.

—Lo sé —admitió, con un suspiro largo—. No fui un padre perfecto. Me la pasé manejando, buscando dinero para que no les faltara nada… Y al mismo tiempo les falté yo. Me pesa todos los días, Javier. Pero hice lo que creí que era lo mejor. Tal vez me equivoqué. Muchas veces.

Se hizo un silencio pesado. La lluvia golpeaba las ventanas como si marcara el ritmo de aquella confesión.

—Por eso mismo —continuó don Cuco— me dolió tanto ver que, ahora que puedes elegir, me tratas peor que cualquier patrón de carretera. Soy tu padre, no tu recepcionista.

Javier se llevó las manos a la cara.

—Yo… —empezó, pero la voz se le quebró—. Yo me prometí que no iba a ser como tú. Que siempre iba a estar para mis hijos. Que no los iba a dejar solos. Y mírame ahora… abandonando a mi propio padre. Usándote. Ignorándote. Diciendo cosas horribles de mamá… solo para lastimarte más.

Le temblaba el mentón, como cuando era niño y quería ocultar que estaba a punto de llorar.

—Soy un mal hijo, ¿verdad? —susurró—. Soy lo que siempre juré que no iba a ser.

Don Cuco se acercó despacio. Lo vio, no como al hombre de traje y corbata que tenía enfrente, sino como al niño flaco que alguna vez lo esperó en la puerta, con un dibujo en la mano.

—No eres un mal hijo, Javier —dijo con voz suave—. Eres un hijo herido. Y un hombre terco. Igual que yo. Pero todavía estás a tiempo de cambiar. Los dos lo estamos.

Javier lo miró, los ojos rojos.

—Te dije cosas horribles —admitió—. Lo de mi mamá… No tenía derecho. Perdóname, papá. Por eso. Por la casa. Por todos estos años sin llamarte. Por usar la casa como excusa para sentir que todavía te tenía… sin tener que verte.

Don Cuco sintió que se le aflojaban las rodillas. Puso una mano en el hombro de su hijo.

—Yo también te pido perdón, mijo —dijo—. Por las ausencias, por los silencios, por todo lo que no supe decir. Pero si no ponía este límite, tú no estarías aquí hoy, hablando conmigo. Estarías en la playa, con tus suegros, quejándote de que el ventilador hace ruido.

Javier soltó una carcajada entre lágrimas.

—Seguramente —admitió.

—La casa siempre va a estar abierta para ustedes —continuó don Cuco—. Pero de ahora en adelante se entra preguntando, no exigiendo. Se entra con respeto, no con órdenes. ¿Podemos empezar de nuevo?

Javier asintió, con lágrimas corriendo libremente por su cara.

—Sí, pa… —dijo—. Empecemos de nuevo.

Se abrazaron. No fue un abrazo perfecto: incómodo, torpe, lleno de años sin practicar. Pero fue real. Fue el primero de una nueva etapa.

Afuera, Sofía pegó la frente a la ventana, viendo a su papá y a su abuelo fundidos en aquel abrazo. Sonrió, con el peluche en brazos.

—Te dije que nos quería —susurró.


El tiempo, por primera vez en mucho, empezó a jugar a favor.

Javier cambió poco a poco, no de un día para otro. Empezó por cosas sencillas: llamaba más seguido.

—¿Qué haces, pa? —preguntaba, un martes cualquiera.

—Aquí, viendo el mar. Y tú, ¿qué tal el tráfico? —respondía don Cuco, medio riéndose.

Le mandaba fotos de los niños: Gabriel con uniforme de futbol, Sofía con un pastel hecho en casa. De vez en cuando, sin motivo alguno, escribía:

“¿Ya comiste, pa?”

Organizó visitas a Mazatlán no por la casa, sino por el abuelo.

—Queremos verte —le dijo un día por teléfono—. No solo queremos la playa. Queremos estar contigo.

La siguiente carne asada fue diferente. No había silencios incómodos ni suegros tratando de mediar. Estaban todos: Javier y Mónica asando la carne; Lourdes y Ernesto ayudando a Chela (que un día llegó de sorpresa del rancho con Toño para visitarlos); los niños corriendo hacia el mar, gritando de felicidad.

En el portal de la casa, mientras el sol se escondía detrás del océano pintando el cielo de naranja, don Cuco se recargó en su mecedora. A un lado, Javier se sentó con dos cervezas en la mano.

—¿Te acuerdas cuando me llevaste por primera vez en el tráiler? —preguntó Javier.

—Cómo no —rió don Cuco—. Te vomitaste los primeros cien kilómetros.

—Y tú me dijiste: “aunque te marees, no dejes de ver el camino” —recordó Javier.

—Pues eso mismo te digo ahora —respondió don Cuco, mirando a sus nietos correr—. Aunque te maree la vida, no dejes de ver el camino. Especialmente el que te lleva a tu familia.

La casita dejó de ser solo el refugio del viejo trailero para convertirse en un verdadero hogar de tres generaciones. Las paredes que antes guardaban silencio ahora estaban llenas de risas, discusiones, historias y reconciliaciones.

Una noche, mientras todos dormían, don Cuco se quedó solo en la sala, con la foto de Lupita en las manos.

—Cerré la casa, vieja —le contó en voz baja—. Y con eso abrí los ojos de nuestro hijo. No fue venganza. Fue amor propio. Y mira ahora… aquí están. Volvieron de verdad, no solo de paso.

Se quedó pensando un rato, oyendo la respiración profunda de la casa llena.

—Uno puede perder fuerza, velocidad y hasta gente en el camino —dijo, casi como un rezo—. Pero la dignidad… la dignidad no se negocia.

Luego apagó la luz, dejó la puerta sin seguro —por primera vez en mucho tiempo— y subió a dormir, sabiendo que, al día siguiente, el mar amanecería igual… pero él ya no.

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