December 10, 2025
Desprecio

Desde la persona humillada hasta el dueño de una gran corporación, deja a todos sin palabras

  • December 2, 2025
  • 23 min read
Desde la persona humillada hasta el dueño de una gran corporación, deja a todos sin palabras

Jasmine siempre había pensado que su vida sería tranquila.
Profesora de arte en una pequeña academia, de sonrisa tímida y manos manchadas de pintura, soñaba más con colores que con lujos. Cuando conoció a Sebastian en una exposición benéfica, él apareció como un príncipe moderno: traje impecable, reloj caro, sonrisa encantadora.

—Me encanta cómo hablas de tus alumnos —le dijo él aquella noche, con una copa de vino en la mano—. Esta ciudad necesita más gente como tú, sencilla… auténtica.

Jasmine se sonrojó.

—No soy nada especial —respondió—. Solo intento que vean la belleza en cosas que otros ignoran.

Sebastian la miró como si ella fuera el cuadro más valioso de la galería.

—Para mí, lo eres todo.

Seis meses después, se casaron. Boda elegante, flores blancas, promesas susurradas al oído. Nadie supo que, días antes, el mundo de Jasmine había cambiado para siempre. Su abuelo, el hombre silencioso que la había criado tras la muerte de sus padres, falleció y le dejó una herencia que parecía sacada de una fantasía: 2,8 mil millones de dólares en inversiones, propiedades y cuentas bancarias a su nombre. Una fortuna inimaginable.

Solo había una condición, escrita con la letra firme del viejo:

“No revelarás esta herencia hasta dentro de diez años. Quiero que sepas quién te ama por lo que eres, no por lo que tienes”.

Jasmine lloró sobre ese papel. Y aceptó.

Guardó silencio.
Guardó el testamento en una caja fuerte secreta.
Y guardó el corazón en un frágil acto de fe.


Los primeros meses de matrimonio fueron un espejismo. Sebastian la abrazaba, la llevaba a cenar, la miraba como si aún estuviera enamorado.

—Pronto tendremos hijos —le decía, besándole la frente—. Nuestra casa estará llena de risas.

La casa, sin embargo, no era solo de ellos. Estaba también Patricia, la madre de Sebastian, una mujer de mirada fría y sonrisa envenenada, que se mudó “temporalmente” pero nunca se fue. Y Monica, la hermana, que aparecía y desaparecía con el caos de una tormenta.

La primera noche que Patricia se quedó a dormir, soltó la máscara.

—Así que tú eres la profesora de arte —dijo, al ver a Jasmine recogiendo los platos—. No trabajas en algo… real, ¿verdad?

—La educación es real, señora —respondió Jasmine con suavidad.

Patricia soltó una risa seca.

—Llámame Patricia, no soy tu profesora. Y si quieres ayudar, empieza por lavar los platos. No estamos en una guardería.

Sebastian estaba en el sofá, mirando el móvil. Jasmine lo miró, esperando apoyo.

—Sebastian… —susurró.

Él ni siquiera levantó la vista.

—Mamá tiene razón, amor. No pasa nada por ayudar. Tienes más tiempo que nosotros.

Aquella noche, mientras el agua caliente le quemaba las manos en el fregadero, Jasmine sintió el primer crujido de algo rompiéndose dentro de ella.


En pocas semanas, la casa se convirtió en su cárcel. Patricia le lanzaba órdenes como si fuera una sirvienta.

—Jasmine, el piso está sucio.
—Jasmine, la comida está fría.
—Jasmine, ¿es que no sabes hacer NADA bien?

Monica, por su parte, era una sombra peligrosa. Entraba en su habitación sin llamar, se probaba su ropa, se ponía su perfume.

—Ay, tranquila, cuñadita —decía, con una sonrisa venenosa—. Todo esto te lo paga mi hermano. En realidad, es de la familia.

Un día, Jasmine descubrió que no encontraba el collar de su madre, la única joya que le quedaba de ella. Lo buscó desesperada, revolviendo cajones, cajas, bolsos.

—¿Lo has visto? —le preguntó a Monica, casi sin aire.

Monica se encogió de hombros, mientras se pintaba las uñas.

—Sí, claro, me acuerdo… Lo vendí. Necesitaba dinero. Eran solo piedras viejas. Te estoy haciendo un favor deshaciéndote de basura sentimental.

—¡Era de mi madre! —gritó Jasmine, con la voz quebrada.

Monica se levantó, se le acercó hasta quedar a centímetros de su rostro.

—Y ahora no es de nadie. Cálmate, profesora. No hagas un drama por trescientos dólares.

Cuando se lo contó a Sebastian, él soltó un suspiro molesto.

—Jasmine, es solo un collar. Te compraré otro. No exageres.

Esa noche, Jasmine lloró en silencio, con la almohada apretada contra la cara para que nadie escuchara sus sollozos.


El estrés, las humillaciones constantes, las críticas, todo se acumuló como un veneno invisible. Cuando por fin quedó embarazada, pensó que algo bueno por fin llegaba a su vida. Miraba el test de embarazo y lloraba de alegría.

—Vamos a ser padres —le dijo a Sebastian, temblando de emoción.

Él la levantó del suelo y giró con ella, riendo.

—Lo sabía. Lo sabía. Esto lo arreglará todo.

Patricia sonrió… pero sus ojos no.

—Esperemos que el niño salga a mi familia, no a la tuya —dijo—. Necesitamos alguien fuerte, no… sensible.

Pero la presión no disminuyó. Al contrario. Patrica la hacía limpiar más, cocinar más, aguantar más. Sebastian llegaba tarde, molesto, distante. Monica entraba y salía drogada, armando escenas.

Una tarde, Jasmine se desplomó en la cocina. Sangre en el suelo, un dolor desgarrador en el vientre, un grito que ni siquiera pudo salir completo.

Despertó en el hospital, sola.

Cuando Sebastian entró, ella buscó su mano.

—¿El bebé? —susurró.

Él evitó su mirada.

—Lo siento, Jasmine. Lo perdiste.

El mundo se detuvo.

Semanas después, el dolor físico se fue, pero el emocional se volvió arma. Patricia la miraba con desprecio.

—No puedes ni mantener a un bebé dentro de ti —escupió un día—. Algunas mujeres nacen para ser madres. Otras… para limpiar el piso.

Sebastian, silencioso al principio, terminó repitiendo las mismas palabras.

—Tal vez esto no sea para ti, Jasmine. Me prometiste una familia. ¿Para qué me sirve una esposa que no puede darme hijos?

Cada insulto, cada mirada de asco, cada carcajada a su costa, Jasmine lo guardó.
No en su corazón, sino en una carpeta mental.
Prueba número uno, prueba número dos, prueba número tres…


Lo que nadie sospechaba era que aquella “profesora simple” tenía un ejército silencioso detrás: abogados, asesores financieros, investigadores privados, todos trabajando para ella desde la sombra.

Una noche, mientras Sebastian dormía a su lado, Jasmine revisó en su tablet un informe recién recibido. Su investigador, un hombre discreto llamado Lorenzo, le había enviado nuevos documentos.

Le dio al botón de videollamada.

—¿Lo tienes todo? —preguntó Jasmine, en voz baja.

—Más de lo que esperabas —dijo Lorenzo, al otro lado de la pantalla—. Sebastian está arruinado. Ha falsificado documentos, inflado proyectos, robado a inversores. Y lo peor…

La cámara mostró un fajo de papeles.

—Tomó un seguro de vida a tu nombre. Dos millones de dólares. Y aquí —pasó otra hoja—, mensajes entre él y Natasha.

Jasmine sintió un leve temblor. Natasha. La agente inmobiliaria de sonrisa perfecta que él había presentado como “una colega”.

—“Cuando Jasmine tenga el accidente, seremos libres” —leyó Lorenzo—. “Ese dinero nos permitirá empezar desde cero”. Lo han planeado todo.

Jasmine apretó los dientes. No lloró. No gritó. Solo guardó silencio.

—¿Algo más? —preguntó, con la voz helada.

—Patricia ha robado de tu cuenta conjunta desde hace años. Juego, casinos, deudas. Monica está metida hasta el cuello en drogas. Vendió el collar de tu madre por trescientos dólares a un empeñista que ya localizamos. Y Natasha… tiene un novio. Jake. Antecedentes criminales. Planearon matarte, luego matar a Sebastian y quedarse con todo.

Hubo un largo silencio.

—Perfecto —dijo Jasmine al fin—. Documenta cada detalle. No quiero que puedan negar nada.

—Ya lo estamos grabando todo —aseguró Lorenzo—. Cuando tú digas, lo soltamos.

Jasmine colgó.
Se miró al espejo del baño.
La mujer que la miraba de vuelta ya no era la Jasmine ingenua que creyó en el amor de Sebastian.

—Tuvieron su oportunidad —murmuró—. Ahora me toca a mí.


La aparición oficial de Natasha en su vida fue el punto de no retorno. Sebastian empezó a traerla “para hablar de negocios”.

—Es la mejor agente inmobiliaria de la ciudad —decía, entusiasmado—. Va a ayudarnos a salvar el proyecto del centro comercial.

Natasha entraba segura de sí misma, con tacones que resonaban en el piso de mármol, vestido ajustado, maquillaje perfecto. Se sentaba en el sofá como si fuera suyo.

—Jasmine, cariño —decía, con sonrisa arrogante—. Deberías agradecerme. Estoy ayudando a tu marido a que no terminéis en la calle.

Una tarde, mientras Sebastian se duchaba, Jasmine pasó por el salón y escuchó a Natasha riendo con Patricia y Monica.

—Es que mírala —decía Natasha—. Parece una empleada. Esa ropa… ese peinado… ¿estás segura de que no la contrataste, Patricia?

—Te juro que no —contestó Patricia, carcajeándose—. Pero si quiere seguir viviendo aquí, que se gane la comida, ¿no?

—Sebastian se merece algo mejor —añadió Monica—. Una mujer de verdad. Una como tú, Natasha.

Jasmine entró en la sala, el rostro sereno.

—¿Les ofrezco algo de beber? —preguntó.

Natasha la miró de arriba abajo.

—Sí, agua —respondió—. Pero no te preocupes, no soy exigente. No espero servicio de un “útero defectuoso”.

Las risas inundaron la habitación.
Jasmine apretó la bandeja con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

“Prueba número ciento doce”, pensó.


El plan de Jasmine se consolidó cuando recibió una invitación para una gran gala benéfica en el hotel más lujoso de la ciudad. Oficialmente, el hotel pertenecía a una cadena internacional. En realidad, era parte del portafolio de Morrison Global Investments. Es decir, suyo.

Le enseñó la invitación a Sebastian.

—Mira, nos han invitado —dijo con una sonrisa neutra—. Podría ser una buena oportunidad para tus “negocios”.

Sebastian le echó un vistazo rápido.

—Perfecto. Natasha tiene que ir. Es importante que la vean conmigo.

Jasmine lo miró, sin fingir sorpresa.

—¿Con… tu amante? —preguntó.

Él frunció el ceño.

—No empieces, Jasmine. Natasha es clave para mis proyectos. Es asunto profesional.

Ella sonrió.

—Claro. Profesional.

Esa noche, Jasmine llamó a su equipo legal.

—Quiero que todo esté listo para el día después de la gala —ordenó—. Congelación de cuentas, intervención del FBI, activación de todas las demandas, avisar a los bancos que controlo, a las empresas de tarjetas de crédito, a los propietarios… bueno, a mí. Lo quiero sincronizado. Como un reloj.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo todo a la vez? —preguntó uno de los abogados.

—No —respondió Jasmine—. Quiero hacerlo mejor: que todo les caiga encima el mismo día, a la misma hora. No quiero que tengan siquiera tiempo de respirar.


La noche de la gala, Jasmine se vistió con un elegante vestido color marfil, sencillo pero impecable. Su cabello, recogido en un moño bajo, dejaba al descubierto su cuello, donde no había collares… todavía.

Al bajar del coche frente al hotel, Patricia resopló.

—Intenta no hacer el ridículo, Jasmine —dijo—. Esta gente está muy por encima de ti.

Natasha llegó unos minutos después, agarrada del brazo de Sebastian como si ya fuera su esposa. Vestido rojo, provocativo, sonrisa de estrella de cine. Las cámaras la adoraron.

—Relájate, Jasmine —susurró Sebastian al oído de su esposa legal—. Mientras más feliz esté, mejor para todos.

Dentro del salón, las luces brillaban sobre los manteles blancos, las orquestas tocaban música suave, y los camareros recorrían el espacio con bandejas de champán. Jasmine conocía cada rincón, cada cámara de seguridad, cada salida. Lo había diseñado todo.

En cierto momento, Natasha se acercó a ella con una copa de vino tinto en la mano.

—Qué bonito vestido —dijo, fingiendo admiración—. Es casi… elegante. Para ser tú.

Patricia y Monica aparecieron detrás, como hienas oliendo sangre.

—Aunque le falta algo de color, ¿no crees? —añadió Natasha.

Y, sin previo aviso, inclinó la copa y derramó el vino tinto sobre el pecho del vestido de Jasmine. El líquido rojo descendió como una herida abierta.

El salón entero se volvió hacia ellas.
Monica soltó una carcajada.

—Ay, Jasmine, de verdad, no sirves ni para estar en una foto —dijo Patricia—. Estás mejor en la cocina, limpiando.

Natasha fingió horror.

—Lo siento tanto… fue un accidente —dijo, exagerando—. Pero bueno, hay mujeres que pueden lucir manchas… y otras que solo son manchas en la vida de los demás.

Sebastian se rió.
Sebastian.
Su marido.

Algo frío se asentó en el pecho de Jasmine.
Y entonces, en lugar de llorar, sonrió.

Se acercó a ellos, empapada de vino, el vestido roto porque Natasha, en un gesto de falsa ayuda, le arrancó un tirante.

Jasmine se inclinó y les susurró, tan bajo que solo ellos pudieron oírlo:

—Disfruten. Es el último momento feliz de sus vidas.

Se enderezó, caminó con calma hacia la salida, mientras algunas personas la miraban con compasión y otras con curiosidad. Al llegar al pasillo, sacó el móvil.

Escribió un único mensaje al grupo de sus abogados y asesores:

“Ejecuten protocolo destrucción. Todos ellos. Empiecen ahora”.

Pulsó enviar.
Y sonrió.


A la mañana siguiente, el mundo se desmoronó.

Sebastian despertó con resaca, se vistió rápido y se marchó a la oficina. Al llegar, su tarjeta no funcionó en el torniquete. Pensó que era una falla del sistema.

—Señor Moreno, lo siento —dijo el guardia—. El edificio ha cambiado de propietario y… tiene orden de no ingreso para usted.

—¿Qué? —Sebastian se enfureció—. ¡Esta es mi oficina!

Una mujer se acercó, traje oscuro, carpeta en mano.

—Ya no —dijo—. La empresa ha rescindido el contrato. Sus cuentas han sido congeladas por orden judicial. El FBI quiere hablar con usted.

En ese momento, dos agentes se acercaron mostrando placas.

—Sebastian Moreno, necesitamos que nos acompañe.

Mientras tanto, Patricia intentaba pagar en un supermercado. La tarjeta fue rechazada. Probó otra. Rechazada.

—Eso no es posible —gruñó.

El cajero miró la pantalla.

—Sale como bloqueada por sospecha de fraude e identidad falsa, señora. Tendrá que llamar a su banco.

Más tarde, cuando lo intentó, descubrió que la “empresa de tarjetas” pertenecía también a una red controlada por Morrison Global. Es decir, por Jasmine.

Monica durmió rodeada de humo y pastillas. Despertó con golpes violentos en la puerta.

—¡Policía! ¡Abra, orden de cateo!

El departamento, legalmente, no era de ella. Era parte de un edificio propiedad de una subsidiaria de Jasmine. Entraron, encontraron drogas, pruebas, todo ordenado para ser descubierto.

—Monica Moreno, queda arrestada por posesión y tráfico de estupefacientes.

Natasha, por su parte, llegó a su agencia inmobiliaria solo para encontrarse con su nombre en la puerta, tachado. Su jefa la esperaba con expresión gélida.

—Nos han llegado denuncias de estafa y fraude —dijo—. Tu licencia queda suspendida. Estás despedida.

Minutos después, recibió una notificación más: Migración le daba 48 horas para abandonar el país debido a sus antecedentes en investigación.

—Esto no puede estar pasando —susurró Natasha, con las manos temblando.

Estaba pasando.
Y Jasmine, sentada en el sillón de su casa, lo sabía todo en tiempo real.


Cuando Sebastian llegó a “su” casa, estaba descompuesto, sudoroso, la corbata torcida.

—Jasmine —gritó, entrando al salón—. ¡Jasmine, necesitamos hablar!

La encontró sentada en el sofá, vestida con un traje sastre impecable, al lado de un hombre de aspecto serio, con un maletín negro. El abogado.

—Buenos días, Sebastian —dijo Jasmine, con una calma inquietante—. Toma asiento.

Él la miró con ira mezclada con miedo.

—¿Qué demonios está pasando? Mis cuentas están congeladas, mi oficina… El FBI… ¿Qué has hecho?

Jasmine lo observó con cierto cansancio, como quien mira una obra de teatro mala que ya conoce de memoria.

—Te voy a explicar algo que debiste saber hace años —dijo—. Pero estabas demasiado ocupado burlándote de mí como para preguntar.

Abrió una carpeta. Sacó el testamento de su abuelo.

—Soy la heredera de Morrison Global Investments —continuó—. Dueña de esta casa. Del edificio donde estaba tu oficina. Del banco al que debes dinero. De la empresa de las tarjetas de crédito de tu madre. Del edificio donde vive Monica. Y del hotel donde anoche te reíste de mí delante de todos.

Sebastian la miró, pálido.

—Eso es imposible… —murmuró.

Jasmine sonrió, sin alegría.

—Poseo el cuarenta por ciento de esta ciudad, Sebastian. Y nunca lo supiste porque nunca te interesó quién era yo, sino lo que podías sacar de mí.

El abogado colocó más documentos sobre la mesa.

—Aquí —dijo— están las pruebas de tus fraudes: contratos falsificados, cuentas manipuladas, evasión fiscal. Y aquí —sacó otro fajo— tus conversaciones con Natasha sobre el seguro de vida de tu esposa y tu plan para asesinarla.

Sebastian retrocedió, tropezando con la mesa.

—No… eso… Natasha exageraba, yo nunca…

—También tenemos a Jake —lo interrumpió Jasmine—. Lo hemos presionado. Ha cantado todo para obtener una reducción de condena.

Alguien llamó a la puerta.
Jasmine ni siquiera se volvió.

—Adelante —dijo.

La policía entró, esta vez no por fraude financiero solamente.

—Sebastian Moreno —dijo el agente—, queda arrestado por fraude y conspiración para cometer asesinato.

Sebastian la miró, desesperado.

—Jasmine, por favor… —suplicó—. Podemos arreglarlo. Yo… yo te amé.

Ella lo sostuvo con la mirada.

—Tú amaste la idea de lo que yo podías darte. Nunca me amaste de verdad.

Mientras se lo llevaban esposado, Patricia y Monica llamaban al móvil de Jasmine sin parar. Ella lo dejó vibrar sobre la mesa, ignorándolas.

Cuando finalmente contestó a una de las llamadas, fue solo para decir:

—Pasen por la casa si quieren. Tenemos que hablar… por última vez.


Cuando llegaron, Patricia estaba desencajada, con el maquillaje corrido. Monica, ojerosa, con restos de la noche anterior aún en los ojos.

—¡¿Qué has hecho, maldita estéril?! —gritó Patricia—. ¡Nos lo has quitado todo!

Jasmine se levantó despacio. Caminó hasta un pequeño estuche sobre el aparador. Lo abrió.

El collar de su madre brilló bajo la luz, restaurado, más hermoso que nunca.

—¿Lo reconoces, Monica? —preguntó, levantándolo.

Ella se llevó la mano a la boca.

—No puede ser…

—Lo vendiste por trescientos dólares —dijo Jasmine—. Me costó cuarenta mil recuperarlo. No por su valor, sino porque es lo único que me quedaba de mi madre.

Se acercó y dejó el collar frente al rostro de Monica, casi rozándole la nariz.

—Lo vendiste como si fuera basura. Como hiciste conmigo.

Se volvió hacia Patricia.

—Y tú —continuó—, me llamaste inútil, rota, menos que nada… porque perdí un bebé por el estrés que tú ayudaste a crear.

Patricia apretó los dientes.

—Te lo merecías por no darme nietos.

Jasmine la miró con un brillo frío en los ojos.

—Voy a donar cincuenta millones de dólares a clínicas de fertilidad —dijo—. Llevarán mi nombre. Y cada vez que alguien vea una placa de “Fundación Jasmine”, sabré que tú, precisamente tú, jamás tendrás los nietos que tanto me echaste en cara. Perdiste a tu hijo, a tu apellido y a tus privilegios en un solo día.

Patricia se tambaleó.
Monica, temblando, balbuceó:

—Pero… pero somos familia…

—No —respondió Jasmine—. Ustedes fueron mi lección, no mi familia.

Se dio la vuelta, dejando que los guardias de seguridad —contratados por ella— las expulsaran de la casa. La casa que nunca fue de ellos.


Natasha intentó huir. En el aeropuerto, con gafas de sol y pasaporte en la mano, sintió una mano en su hombro.

—Natasha Ivanova —dijo una voz—, queda detenida por fraude, conspiración para asesinato y múltiples cargos adicionales. Tendrá que acompañarnos.

Jake ya había hablado.
El juicio que siguió fue un espectáculo mediático.

Las cámaras no se cansaban de repetir el titular:

“La profesora de arte que resultó ser multimillonaria y destapó un complot para asesinarla”.

El día que Jasmine entró al tribunal, lo hizo con un vestido sobrio y el cabello suelto. Caminó erguida, sin miedo.

En un momento clave, el fiscal le pidió que mostrara el vestido de la noche de la gala. Ella lo sacó, doblado, con la mancha de vino y el tirante roto.

—Este —dijo— es el símbolo de lo que ellos pensaban que yo valía: nada. Un objeto que se puede romper, manchar y tirar.

El jurado escuchó las grabaciones, leyó los mensajes, vio los videos del hotel, las transacciones, los documentos bancarios. Tardaron solo cuarenta minutos en dictar veredicto.

Sebastian: culpable de fraude y conspiración para asesinato.
Condena: quince años de prisión.
Natasha: antecedentes, deportación y prohibición de entrada al país.
Monica: enviada a rehabilitación obligatoria en un centro especializado. Centro propiedad de Jasmine.
Patricia: declarada mentalmente inestable tras un intento de suicidio fallido; enviada a una institución pública, con atención mínima y sin privilegios.

Jasmine no celebró. Solo respiró.


Podría haber terminado ahí. Pero no lo hizo.

Meses después, mientras los titulares se apagaban y la ciudad seguía su curso, Jasmine hizo algo más. Compró la empresa que administraba la prisión donde cumplía condena Sebastian. Fue un movimiento frío, calculado, completamente legal.

—Queremos mejorar las condiciones de los presos —dijo en una reunión—. Programas de educación, reinserción, terapia. Todos merecen una segunda oportunidad.

Hizo exactamente eso.
Menos en un bloque.
Menos en una celda concreta.

Sebastian notó los cambios: mejores comidas, talleres, más tiempo al aire libre… para todos los demás.

Su módulo, en cambio, seguía siendo el más duro. Sin lujos, sin talleres, sin comodidades adicionales. Y su compañero de celda, escogido personalmente por Jasmine, era un hombre enorme, silencioso, que lo observaba como si supiera perfectamente quién era.

Cada día, Sebastian sabía que su vida, sus horarios, sus miserias, estaban controlados por la misma mujer a la que intentó asesinar.


Tres meses después del juicio, Jasmine recibió una llamada. El director de una agencia de adopción.

—Señora Morrison… —corrigió enseguida—. Señora Jasmine, han aprobado su solicitud. Hay una niña que podría… encajar muy bien con usted.

Cuando la vio por primera vez, pequeña, con ojos grandes y asustados, Jasmine sintió que algo dentro de ella se recomponía.

—Hola —dijo, arrodillándose a su altura—. Me llamo Jasmine. Si tú quieres, puedo ser tu mamá.

La niña dudó unos segundos.

—¿De verdad? —preguntó, con la voz rota.

—De verdad —respondió Jasmine—. Nunca te haré sentir menos de lo que eres.

La adoptó. Le puso el nombre de su madre.
Al poco tiempo, fundó una organización para ayudar a víctimas de abuso doméstico, financiada por su propia fortuna. Refugios, abogados, psicólogos, programas de reinicio de vida. Su historia se volvió viral:

“La superviviente multimillonaria que convirtió su trauma en esperanza para otras mujeres”.

En una institución pública, Patricia vio la noticia por televisión. La pantalla mostraba a Jasmine sonriente, con su hija al lado, rodeada de mujeres agradecidas.

Algo en la mente de Patricia se quebró definitivamente.
Jamás se recuperó.
Murió sola, sin nadie en su funeral.


Pasaron cinco años.

Jasmine vivía en una casa más pequeña, acogedora, con cuadros pintados por ella y dibujos pegados en la nevera. Su hija corría por el jardín, riendo, libre de los fantasmas que habían perseguido a su madre.

Una vez al año, Jasmine visitaba la prisión.

Los guardias ya la conocían. La escoltaban hasta una sala de visitas privada. Sebastian entraba, envejecido, con los ojos apagados.

Ella se sentaba frente a él, elegante, serena. Sacaba de su bolso algunas fotos: su hija soplando velas, su organización inaugurando un nuevo refugio, sonrisas, flores, luz.

Ponía las fotos sobre la mesa, una por una.
Lo miraba a los ojos.
Sonreía.
Y no decía una sola palabra.

Sebastian tragaba en seco. Cada imagen era una vida que pudo haber tenido y destruyó con sus propias manos.

Cuando el tiempo de visita terminaba, Jasmine recogía las fotos, se levantaba y se marchaba sin mirar atrás.

Monica, limpia y sobria, trabajaba en un empleo humilde, cobrando el salario mínimo. Cada mes, pagaba religiosamente la renta de un pequeño departamento. El contrato de alquiler estaba a nombre de una empresa inmobiliaria.

Empresa que, por supuesto, pertenecía a Jasmine.

Natasha, en algún lugar de Europa del Este, servía mesas en un restaurante anónimo. Odiaba cada bandeja que levantaba, cada sonrisa que tenía que fingir por una propina. A veces, alguien reconocía su nombre por la historia que aún flotaba por internet: la amante que quiso asesinar a una multimillonaria y acabó deportada.

Pero Jasmine ya no pensaba en ella.
Ninguno de ellos importaba ya.


Por las noches, cuando su hija dormía, Jasmine salía al balcón con una taza de té y miraba las luces de la ciudad que, en gran parte, le pertenecía. Pensaba en su abuelo, en las manos manchadas de pintura, en el collar de su madre ahora guardado en un lugar seguro.

No se consideraba una santa. Ni tampoco un monstruo.

Solo una mujer que se negó a seguir siendo víctima.

“Hay personas a las que no se les debe perdonar”, pensaba, mirando la ciudad.

No porque el perdón sea malo, sino porque algunos confunden el perdón con permiso.

A esas personas, no se les deben dar segundas oportunidades.
Se les deben dar consecuencias.

Y cada vez que miraba a su hija, o a las mujeres que llegaban destrozadas a sus refugios y se iban más fuertes, Jasmine sabía la verdad más profunda de su historia:

No se trataba solo de venganza.
Se trataba de justicia.
Y de jamás volver a permitir que alguien la tratara como menos que nada.

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